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Avance de Days Gone

Quién puede matar a un niño.

Sobre el papel la incursión no tenía absolutamente nada de particular. Era solo otro día en la oficina, una operación relámpago que la pareja de supervivientes ejecutaba casi de memoria, con el aplomo y la desgana de quien se juega la vida todos los días y no puede evitar verlo como rutina. Tú por aquí, yo por allá, lo improvisado del plan no parecía casar con la amenaza que se arremolinaba en torno a los contenedores de basura o a la puerta del viejo taller mecánico, pero así es como estaban las cosas: Boozer se lanzaría colina abajo a bordo de la moto que aún funcionaba, y Deacon aprovecharía la confusión para colarse por el patio trasero, reventar algún candado oxidado y hacerse con la bomba de gasolina que tan desesperadamente necesitaban. Si no suena especialmente trepidante es porque no lo era, aunque tampoco era lo contrario; era, desde el punto de vista del jugador, un lugar común ejecutado con cierta gracia y una ronda de lo de siempre que jugaba a mezclar sigilo, marcado de blancos y carreritas en cuclillas hasta el gaznate desprotegido del enemigo. Era más de lo mismo, hasta que tuvimos que ensuciarnos las manos.

Sucedió a los pocos segundos, tras dar buena cuenta de un par de zombies (el juego los llama freakers, pero nos entendemos) que deambulaban sin rumbo por el exterior del complejo y recorrer los metros que nos separaban de la primera nave con cierta tensión, pero también con la certeza de que las distancias están calculadas y en el fondo aquello era un inofensivo laberinto para ratones. Nada en aquel circuito acolchado para jugadores novatos parecía dispuesto a incomodar de verdad, y ya sabéis lo que dicen sobre bajar la guardia. Lo habíamos atisbado a lo lejos, sin querer creerlo, cuando su andar patizambo apenas dejaba adivinar una pequeña cabeza sobresaliendo de la azotea, y lo mismo sucedía segundos después, cuando corría hacia nosotros con los ojos inyectados en sangre y el instinto de supervivencia hacía su trabajo. A juzgar por las bermudas, la camiseta estampada y la estatura del cuerpecito que yacía por fin inmóvil frente a nosotros, no debía tener más que unos siete años en el momento de la infección.

Fue durillo, no lo voy a negar. No por la víctima en sí, válgame Dios, pero antes de que alguien se apresure a aleccionarme sobre violencia virtual y montones de píxeles me gustaría decir que creo que hay algo inherentemente bueno en que se nos haga cuesta arriba disparar a un crío, sea virtual o no. En la incomodidad, aunque puede que la palabra que busco sea solo sorpresa, o valor. Pocos videojuegos se atreverían a tanto para marcar un tono (de este presupuesto casi ninguno), y a la vista del nudo en el estómago me atrevería a hablar de éxito casi rotundo. Si he decidido empezar por aquí, por esta muerte anecdótica, por ese cadáver tan pequeñito que bien podría perderse entre las riadas de cuerpos que sí se han publicitado, es porque creo que ahí radica el verdadero valor del juego. En lo descarnado, en lo cruel, en un pesimismo que cala hasta los huesos y en esa indolencia casi suicida que deja entrever la reacción del propio Deacon tras el suceso. Renacuajo, juraría que lo llamó, mientras se encogía de hombros y recogía una botella del suelo. Pues sí que están jodidas las cosas.

No sucede siempre, desde luego, porque también hay peleas contra osos molotov en mano y alocadas carreras contra helicópteros que parecen querer rescatar algún pedacito de ese sentido del espectáculo ajeno que ha dado pie a tantas y tan desfavorecedoras comparaciones. Days Gone no siempre olvida que debe ser una gran superproducción, pero cuando lo hace, cuando se permite el lujo de ser un juego desagradable y cabrón, un simulador de supervivencia en el que sobrevivir no depende tanto de vigilar barritas como de que a tu amigo no se le gangrene el brazo, es cuando encuentra verdadero sentido. Sobre todo porque lo hace con cierta clase, sin caer en el morbo o el efectismo, sembrando pequeñas cargas de profundidad en la manera en que un tipo te recuerda que has prometido matarle cuando se ve abandonado en el bosque y ellos se acercan, o en las cinco puñaladas secas a la altura del pecho con las que Deacon se libra de un tipo que intenta asaltarle en la carretera. Aquí la vida no vale un pimiento, y del sálvese quien pueda resultante afloran situaciones y dinámicas que van mucho más allá de las vistas en el sandbox apocalíptico promedio y, como siempre, dejan a la naturaleza humana en un lugar mejorable. Siempre es una lectura interesante, en cualquier caso: si unos cuantos tipos deciden confabularse para rajarte el pescuezo mientras duermes y hacerse por la fuerza con tu campamento perfectamente equipado por supuesto que vas a matarlos a todos, pero joder, los entiendes.

Como decía no son las únicas historias que cuenta Days Gone, aunque me temo que por el momento son las que más me interesan. De su historia de amor me cuesta decir lo mismo, aunque tampoco comparto el sonrojo respecto a cierta pieza promocional reciente: qué queréis que os diga, me cuesta ser objetivo con la gente que insiste en quererse mucho cuando todo se va a la mierda. Además ella me cae muy bien, y tras pasar unas cuantas horas con Deacon me cuesta no encontrarle cierto carisma; un carisma prefabricado, por supuesto. Como todos. Deacon quiere molar y ser un canalla, quiere vivir un romance que muestre su lado sensible y nos afloje la lagrimilla y sobre todo quiere vender un trillón de copias, pero entre todos esos flashbacks y esas miradas y esos silencios híper calculados a veces encuentras cierta verdad, quizá no tanta como en ese título en el que estamos todos pensando, pero verdad al fin y al cabo. No se, supongo que simplemente quiero que les vaya bien, e incluso que me he emocionado a ratos.

Pero Days Gone no habla solo de amor, o al menos del amor entendido como promesas y anillos intercambiados. Porque Days Gone también es una buddy movie, la historia de un par de tipos muy rudos que siempre han cuidado el uno del otro y que ante el apocalipsis solo encuentran la salida de cuidarse todavía más. Del como se entrecruzan ambas historias creo que sería aventurado hablar, pero sí me gustaría hacerlo de su estructura, y de una solución bastante ingeniosa que vendría a hacer convivir esa vocación de juego narrativo, de gran aventura de acción, de peliculita, con los múltiples focos de atención y la libertad que exige un armazón que en esencia es el del mundo abierto de manual. Así funcionan las storylines, como una especie de secundarias a gran escala que permiten organizar la agenda de Deacon en torno a diferentes líneas argumentales cuya prioridad decidiremos nosotros: los asuntos relacionados con nuestra chica, con Boozer, averiguar la verdad sobre determinadas facciones (ojo con los chalados que veneran a los zombies y se tatúan las letras R.I.P en la frente, unos cabrones de campeonato), el cuidado del campamento... Algunos de estos arcos son más cortos y otros comprenden montones de objetivos intermedios, pero salvando algunos encargos más puntuales como prender fuego a un determinado número de nidos la idea es romper con la linealidad clásica de este tipo de aventuras. En apariencia, todo es tan "principal" como queramos que sea.

No es exactamente un sistema de misiones al uso, pero sí un compromiso fenomenal entre las aspiraciones narrativas del juego y ese sandbox que sorprende por lo canónico. Quizá no debería, porque se ha avisado por activa y por pasiva que esto era un juego de mundo abierto y no esa versión apócrifa y descafeinada de The Last of Us en la que prácticamente todo el mundo sigue insistiendo, pero con el mando en las manos las cosas quedan bastante claras: las distancias son respetables, dar un rodeo de centenares de metros para sorprender por la espalda a unos cuantos bandidos y toparse con una horda de zombies en el camino es una posibilidad muy real, y una vez que la moto deja de ser patrimonio exclusivo de cinemáticas y secuencias de persecución orquestadas su escala empieza a hacerse respetar de verdad. Incuso hay campamentos de supervivientes que funcionan a modo de hubs, con sus cabecillas, sus mecánicos, sus tiendas de armas o munición e incluso sus puestos donde intercambiar orejas de muerto viviente por el estatus (quizá street cred sería un término más correcto) que necesitas para comprar las pipas realmente guays. Puede que se deba a lo interiorizado de cierto discurso, pero insisto en que Days Gone sorprende por su libertad, y ya que sacamos el tema también lo hace por un apartado técnico que muchos proyectos similares a los que no se examina con la misma lupa ya quisieran para sí.

Y si me acuerdo de ellos, de los State of Decay y demás familia, es porque pese a las enormes diferencias técnicas las mecánicas no los son tanto. Porque si eliminamos de la ecuación los personajes, las cinemáticas y los valores de producción lo que nos queda es un simulador de supervivencia de esos que disfrutan dejándote con el culo al aire, arañando de tapadillo unos cuantos puntos de integridad a la estructura de tu moto cada vez que aterrizas de manera aparatosa o convirtiendo tu bate de beisbol en un artilugio inservible cuando te excedes usándolo, que suele coincidir con cuando lo necesitas. Aun así, Days Gone raramente es cansino, y tanto su implementación del crafteo como el mencionado sistema de deterioro de las armas están lo suficientemente bien pensados como para aportar sin entorpecer: hay un número manejable de recursos básicos, la rueda de equipamiento y fabricación funciona de manera muy similar a la de Horizon: Zero Dawn, el desgaste solo afecta a las armas cuerpo a cuerpo y siempre podremos confiar en un cuchillo débil pero irrompible... la supervivencia aprieta pero no ahoga, y lo mismo se puede decir de una motocicleta que se muestra más que razonable al exigir combustible y un mínimo mantenimiento. Además, por supuesto que hay habilidades desbloqueables que facilitan todas estas tareas, porque a nivel mecánico a Days Gone lo único que se le puede achacar es ser un tótum revolútum, una maquinaria que funciona a la perfección pese a estar compuesta por piezas que ya hemos visto mil veces.

Descartada la supervivencia en sí, las grandes novedades mecánicas deberían venir de la mano de nuestros principales (que no únicos, homo homini lupus y todo eso) enemigos, una horda de infectados de los que por el momento podemos contar más bien poco. Y no por falta de ganas, porque el motor que gestiona esas multitudes y desdibuja la frontera entre individuo y partícula debería ser claramente el jugador franquicia en lo tecnológico de un juego que, por lo demás, muestra en el uno contra uno poco más que buenas maneras. Los tiroteos están bien, pero irónicamente no matan, y gran parte de la culpa es de una inteligencia artificial a la que cuesta poco sacarle los colores cuando la cosa trata de humanos que no pueden utilizar el comportamiento errático intencional como excusa. Así las cosas, insisto, las turbas descontroladas deberían tenerlo fácil para brillar, pero a tenor de las primeras horas de juego solo podemos certificar que existen, y que verlas tomar un valle desde una posición relativamente segura impone lo suyo. Sí hemos experimentado con versiones más pequeñas, con grupos de diez o quince enemigos que deciden perseguirnos como una unidad cuando pasamos con la moto o acuden en tropel tras un ruido especialmente fuerte, y el resultado es el esperable: en solitario son un oponente ridículo, pero no dejes que te rodeen.

Con todo esto sobre la mesa lo que nos queda es, sinceramente, un juego estupendo. No un rompepistas, ni una revolución, sino un ejercicio más que correcto e incluso diría que otra muestra de madurez de un medio suficientemente adulto, suficientemente dotado de herramientas como para necesitar inventar otras nuevas cada vez que quiere contar algo diferente. Creo que es ley de vida, y que cada vez veremos más productos así: sólidos, cumplidores, de género. Historias que solo reivindican su derecho a existir más allá de la esfera de las obras maestras. Habrá quien se empeñe en confundir esto con mediocridad, y por eso me gustaría recordar una vez más al pequeño chico de las bermudas y la mochila. Quien no destaca a primera vista no tiene por que ser por fuerza uno más de la masa.

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