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Visions of Mana es un juego de hace treinta años en el mejor sentido posible

Buenos tiempos.

No quisiera yo reabrir la caja de los truenos con esto, pero lo suyo es ir con la verdad por delante: ningún texto sobre videojuegos escrito por un ser humano (la aclaración comienza a ser importante) podría, por definición, ser objetivo, pero hoy ni siquiera voy a intentarlo. No quiero ser precavido, ni ecuánime, ni siquiera justo, porque irónicamente implicaría ser deshonesto con el lector. Implicaría fingir un desapego que, en mi caso y hablando de la saga de la que hablamos, sería solo una pose de fingida profesionalidad. Es muy difícil no dejarse llevar por el entusiasmo con un juego que te recuerda a tu infancia. Es imposible ser objetivo con unos personajes que dibujaste cientos de veces en el pupitre.

Hablo de los Rabites, ese adorable cruce entre Kirby y un conejito que nos abordaba nada más cortar la maleza con nuestra recién desenterrada espada del Mana en el original y que por supuesto vuelven a hacer acto de presencia aquí, pero lo hago también de las avispas matonas, de los pequeños goblin arqueros y de los hombres seta que te envenenaban con sus malditas esporas y eran un fastidio absoluto. Nunca me molesté en aprenderme los nombres, y sinceramente creo que está bien así: Secret of Mana es mi juego favorito, pero lo es visto con los ojos y el entusiasmo que solo un niño de trece años puede sentir al descubrir el rol japonés por primera vez; es un entusiasmo desmedido, absoluto, el tipo de veneración infantil e inocente fruto del desconocimiento de aquello que justamente por eso se mitifica. ¿Recordáis cuando podíamos pasarnos horas mirando por encima de un mar de hombros a la pantalla de una recreativa?¿Recordáis la fascinación que nos producía cada pixel de unos matones callejeros que sólo acertábamos a conocer como el gordo, el borracho o el punki? Dudo mucho que hoy, treinta años después, volver a encontrarme con ellos hubiera provocado el mismo tipo de respuesta emocional si conociera sus nombres reales.

Por eso son mitos. Por eso se agarran a la memoria. Es más, diría que Visions of Mana es plenamente consciente de ello y del tipo de material con el que trabaja, y para demostrarlo vais a permitirme una pequeña licencia. La de empezar por el final, al menos el de una pareja de demos realmente escuetas (20-30 minutos por cabeza a lo sumo) que no permitía sacar demasiadas conclusiones sobre asuntos como el argumento, pero que finalizaba con una detonación nuclear en el centro de nuestra nostalgia: el jefe final era la mantis del original, la que nos asaltaba en el subsuelo de Potos, la que vencíamos blandiendo por primera vez la espada en un acto heroico que no evitaba nuestro destierro. Y creedme, he soñado demasiadas veces de niño con volver allí como para que el encuentro no me pusiera la piel de gallina.

El pretexto argumental, sin embargo, dejaba bastante que desear, y aunque sea complicado como digo sacar conclusiones (en parte por lo reducido de ambas secciones y en parte por la ferocidad de un embargo ultra restrictivo en el que hasta el contenido de los menús estaba marcado en rojo) diría que, si algo conozco la saga, esa va a ser la tónica general: la de un juego en el que el argumento será lo de menos y el tono será lo de más. La de una aventura sencilla y encantadora que lo apuesta todo a un apartado artístico sobresaliente que de algún modo consigue capturar el encanto de aquel pixel art inolvidable y trasladarlo a una sucesión de pequeños (incluso medianos, ojo) mundos abiertos de texturas pastel que parecen bullir de color y de vida. Estructuralmente no parecen demasiado complejos porque insisto, nada en la saga Mana suele serlo, y salvando el ocasional aldeano en apuros que requiere de nuestros servicios para atajar una plaga de cangrejos o los puntos en los que podemos utilizar nuestras reliquias elementales para que una columna de aire ascendente nos lleve en volandas a un cofre, el principal aliciente de estos entornos suele ser el placer de recorrerlos. El corretear por una enorme pradera ya sea a pie o a lomos del Picurrú, una suerte de zorrillo de pelaje oscuro que podremos invocar de manera libre, o el ascender por los salientes de piedra de una cordillera cuyo nombre tampoco recuerdo, pero que demuestra que Visions of Mana puede ser un juego achuchable, pero su sentido de la escala y sobre todo su sense of wonder van muy en serio.

Por el camino tocará pelear, por descontado, porque ese ha sido siempre el segundo gran pilar de la saga: un sistema de combate sencillo y militantemente directo (el tiempo real ni se negocia aquí) que encierra ciertas dosis de profundidad, pero que nunca la pone en el camino de quien simplemente quiera aporrear botones y ver fluir los combos y las deflagraciones elementales. Los sospechosos habituales, esto es, un botón de ataque rápido que ejecuta combos diferentes según lo pulsemos de manera mantenida o en secuencia, un ataque pesado que varía según el arma equipada y un cierto foco en el combate aéreo se unen a otro santo y seña de la franquicia como son los menús radiales para permitir el acceso rápido a toda suerte de hechizos ofensivos, defensivos y de soporte para encarar unos enfrentamientos que, honestamente, no suelen requerir de tanta sofisticación. Secret of Mana, quiero decir Visions of Mana, sigue siendo un RPG de acción juguetón y permisivo que muy raramente te pone en aprietos, con lo que jugar “bien”, o mejor dicho sacarle todo el jugo a sus sistemas se convierte en una cuestión de principios más que de necesidad.

Para eso están, por ejemplo, un elenco protagonista extremadamente polivalente que con tan solo tres personajes (de nuevo una norma no escrita de la franquicia) consigue poner las cosas interesantes. Para empezar tenemos a Val, a todas luces el protagonista vocacional y un guerrero bastante arquetípico que al menos durante la primera demo encarnaba el rol de DPS barriendo grandes áreas con su espadón pensado para el crowd control y ejecutando ataques cargados realmente escalofriantes. Menos agresivo pero más ágil y más adecuado para la media distancia era Morley, un espadachín de rasgos felinos armado con un par de dagas cuyos tajos podían ser proyectados como una suerte de ataque energético. Por su lado, y agarraos fuerte a la altura del pecho, Karina combinaba el clásico rol de sacerdotisa con un diseño bastante llamativo (una cola de dragón y un solo ala a la espalda, haciendo presagiar un origen mestizo) y una sorpresa que simplemente es demasiado para el corazón: la compañía de Flammie, si bien en un tamaño lo suficientemente manejable como para revolotear a su alrededor en todo momento y acompañarla en ciertos ataques combinados. Me muero.

Sin embargo, si he hablado de la primera demo específicamente es porque más tarde llegaba la sorpresa de la mano de dos mecánicas que se retroalimentan. Por un lado están las mencionadas reliquias elementales, una especie de gemas que se identifican con cada una de las ocho deidades que conocemos y que parecen canalizar la magia de Undine o de Salamando no solo para sortear obstáculos del escenario: cada uno de los personajes lleva una equipada, pueden cambiarse en cualquier momento, y tienen principalmente dos usos. El primero es en combate, permitiendo ejecutar una serie de ataques elementales que funcionan mediante cooldown y entre los que, de los vistos hasta ahora, destacaría una especie de burbuja de grandes dimensiones que desata en su interior algo así como un tiempo bruja, lo que atendiendo a los estatutos de esta publicación eleva la valoración final en al menos tres puntos. El segundo efecto, sin embargo, es el interesante: cambiar de reliquia y por tanto de elemento equipado altera de manera radical no solo el aspecto de los personajes, sino también su clase, su arma y su set de movimientos asociados. Es decir, que la tradición vuelve a cumplirse en este sentido y Visions of Mana apostará por un arsenal totalmente intercambiable en el que ningún arma parece quedar vetada a ningún personaje, pudiendo equipar a Val con una Zweihander en su configuración de Caballero Rúnico o con el imponente escudo y la lanza de caballería de la clase Égida. Tres personajes, si es que no hay sorpresas más adelante. Ocho elementos, si el juego respeta las tradiciones. Haced números.

O no los hagáis, porque de eso ha ido siempre la historia. De juguetear con una cierta profundidad que está ahí solo para quien quiera cogerla, y de un tipo de ambición realmente rara de ver: la que plantea incontables permutaciones de armamentos y clases y una cantidad salvaje de animaciones y patrones de ataque no por presumir de un combate amenazante y complejo, sino porque a alguien le hará ilusión manejar a un Morley con lanza. Visions of Mana no parece aspirar a mucho más, porque así eran entonces los JRPG: juegos sencillos y coloridos que lo apostaban todo a la magia y a la sensación de aventura, porque en el fondo eran para niños. El problema es que ya no lo somos, y por eso es posible que a Visions le pase lo mismo que a Trials o al remake de Secret: que sepan a poco, que palidezcan al compararse con los titanes que vinieron después, que se sientan como reliquias de un género que ha evolucionado y hace tiempo les dejó atrás. Que su principal activo sea la nostalgia, algo sorprendente de decir en el caso de un juego que aún no ha sido publicado. Y ese es el mayor triunfo de Visions of Mana: que es el primer juego de la saga principal en casi veinte años, y que se siente como si esos años no hubieran pasado en absoluto. Que cada uno decida si esto es o no una buena noticia.

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