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Avance de Animal Crossing: New Horizons

La milla verde.

Amazon ha llegado a Animal Crossing. O al menos lo ha hecho en espíritu, porque asuntos de branding aparte la clásica intención de la serie de pintarle una cara risueña y amable al libre mercado ha alcanzado ya esa etapa del capitalismo tardío en la que el consumidor ojea aburrido un catálogo de productos que no necesita, pincha un enlace por puro impulso y una mano invisible lo sitúa en el recibidor de su casa con apenas 24 horas de diferencia. La manera de articularlo todo en esta ocasión se parece mucho a un cajero automático, un dispositivo que se erige en la isla, ahora desierta, desde el principio, antes incluso que el propio ayuntamiento, cuando todo lo que nos rodea son piedras, riachuelos, nuestra propia tienda de campaña y una modesta carpa de servicios comunitarios. Una estampa lo suficientemente jugosa como para abandonarse a una orgía de hot takes que en el fondo no le interesan a nadie, así que intentemos centrarnos en lo realmente importante: en este improvisado terminal de La Caixa no se aceptan los pagos en bayas, con lo que tocará satisfacer todos esos impulsos consumistas de otra manera. Porque Animal Crossing, incansable en su empeño de traducir a sonrisas y colorines todas las cosas que nos amargan la vida, también ha dejado un hueco para los programas de fidelización de clientes.

Así son las millas, un nuevo invento del maligno (es decir, de Tom Nook) que se parecería mucho al sistema que utilizan las líneas aéreas si las líneas aéreas te obligaran a echar la tarde limpiando los rastrojos del aeropuerto. También son una manera de agarrarnos muy fuerte de cierta parte desde el principio, porque las millas sirven para comprar gorritos y gafas y calcetines con diseños cantosos, pero sobre todo sirven para pagar el pufo que le hemos dejado a la agencia de viajes: de nuevo la amabilidad, de nuevo las carantoñas y los colorines, pero los referentes reales para la gente que te ayuda a cruzar el charco y luego te pide mucho dinero son los que son.

Tácticas mafiosas aparte, la traducción de todo esto a mecánicas gira alrededor de una serie de tarjetas que deberemos ir sellando poco a poco, con cada nueva captura y cada nuevo bichejo que catalogamos, y que vienen a compartimentar todas las actividades que ofrece la isla y a respaldar con una recompensa tangible esa filosofía de juego que implica dedicarle un ratito al pueblo todos los días. Es algo que si todo marcha bien deberíamos estar más que dispuestos a hacer gratis, y por eso las millas funcionan, aunque en el fondo regimienten un poco la diversión: saluda a tantos aldeanos, nutre la capturapedia de nuevas especies marinas, visita el cajero cada mañana... al final todo es tan sencillo como darnos cosas que hacer, aunque supuestamente estemos de vacaciones.

Es un tono despreocupado y ocioso que el juego transmite con éxito desde el principio, ni que sea porque las tiendas de campaña nos recuerdan al veranito y porque todo el mundo en la isla acostumbra a irse a pescar con una camisa hawaiana un puntito ridícula. La sensación es la de un campamento, la de un grupete de colonos que escucha con atención el parte de novedades que emite Canela cada mañana por la megafonía para posteriormente dedicarse a vivir la vida, aunque pronto toca ponerse a currar: una isla desierta implica que todo está por hacer, y convertir todo ese terreno virgen en un pueblecito con cierto encanto implica ensuciarse las manos. Con el tiempo, con nuestro esfuerzo, y a través de un sistema de crafteo basado en bancos de trabajo y en menús de herramientas radiales que nos permiten fabricar una pértiga, utilizarla para vadear el río, desenfundar el hacha y regresar con unos cuantos troncos recién cortados iremos moldeando el mundo, un mundo en el que ahora todo puede mejorarse, rotarse, recolocarse y personalizarse.

La isla en sí misma es un lienzo en blanco, y lo mismo sucede con cada uno de sus componentes individuales: con las empalizadas, con los bancos, con las fuentes, con la sastrería que podemos colocar bien cerquita del ayuntamiento y con esa cama de matrimonio que siempre hemos merecido y que ahora podemos decorar con una colcha de Spiderman si tenemos ese tipo de paciencia. Pixel a pixel, el editor de texturas es lo suficientemente flexible como para dibujar verdaderas obscenidades en la bandera del pueblo (también podemos componer nuestro propio himno si estamos así de comprometidos con perder el tiempo), y como es natural sacar verdadero partido de todo esto pasa sí o sí por dejar atrás la tienda de campaña inicial y hacerse con las escrituras de una vivienda como es debido.

Una nueva hipoteca, un techo sobre nuestra cabeza, y el acceso a una suite de decoración directamente heredada de Happy Home Designer que sorprenderá a quienes no quemaran un buen montón de horas en el spin-off de casitas para 3DS: podemos rotar cada estancia de manera libre, acceder a una vista lateral para colocar los cuadros o elevar la cámara para probar el efecto de ese nuevo parquet, probar con diferentes filtros e iluminaciones, y en general gestionar nuestro mobiliario con unas herramientas de selección ágiles e intuitivas. Como de costumbre la falta de espacio será el único enemigo real de nuestra creatividad, aunque por fortuna el bueno de Nook también tiene una solución para eso. ¿Una nueva galería? ¿Ampliar el salón comedor? ¿Renegociar una nueva hipoteca? Firme sobre la línea de puntos, caballero.

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Y ya que hablamos de interfaces y de soluciones de usabilidad, llama la atención que en este ambiente tan vacacional, tan agreste, tan de pioneros abriéndole paso a la civilización con una pala en la mano, sea el teléfono móvil el nexo del que cuelgan la mayor parte de estos sistemas nuevos. No es en absoluto una fórmula rompedora, pero aunque algunas de las apps suenen a ya visto (un mapa, el mencionado editor de texturas, un modo foto bastante apañado, etc.) todos los añadidos son de agradecer y con el tiempo también se cuelan cositas interesantes. De entre las que podemos mencionar por el momento destaca ante todo el acceso directo a un cooperativo que sorprende por su transparencia, y que afortunadamente se olvida esta vez de las limitaciones artificiales tan típicas en la compañía: podemos visitar otras islas y como es natural también podemos invitar a unos cuantos amigos para una tarde de pesca, pero si lo que nos apetece es simplemente recorrer nuestros dominios en compañía de nuestra pareja, nuestro compañero de piso o en general de cualquier usuario con el que compartamos isla, consola y copia del juego el procedimiento es tan sencillo como conectar otro mando y ya está. Un jugador ejerce de líder del grupo, el otro le sigue y se materializa a su lado cada vez que ambos se separen más de la cuenta, y si queremos invertir ambos roles podemos cambiar de sesión en caliente con un sencillo comando. Por una vez es refrescante que no nos calienten la cabeza con estas cosas.

Aún así, y hablando de añadidos de envergadura, quizá tenga más enjundia ese sistema de terraformación al que accederemos con el tiempo y los permisos correspondientes y que intenta llevar ese espíritu de la hoja en blanco hasta sus últimas consecuencias. Si mover edificios de aquí para allá se nos queda corto, si no nos conformamos con cambiar el estampado de nuestras alfombras y si ese riachuelo que divide la plaza en dos nos está fastidiando los planes, New Horizons también nos permite emplear un par de herramientas nuevas para alterar el cauce natural de las cosas. Para crear cascadas, para tender puentes, o para elevar el terreno bloque a bloque hasta que nuestra nueva mansión ocupe el lugar que le corresponde por encima del populacho. Es un sistema potente, aunque como todo en Animal Crossing quizá dependa demasiado de nuestra tolerancia a la repetición y el trabajo mecánico: cuando hablo de trabajar bloque a bloque lo hago de manera literal, y cuesta entender que ni siquiera se haya contemplado un atajo para construir en línea recta de manera automática. Quizá pedir la complejidad de un Minecraft o del mismo Dragon Quest Builders era pedir demasiado, pero un mínimo de respeto por el tiempo del jugador no hubiera estado de más.

Tampoco es un asunto especialmente grave. Si Animal Crossing: New Horizons se permite el lujo de apostar contra nuestra paciencia de cuando en cuando es porque se lo ha ganado, y porque se limita a darnos lo que siempre le hemos pedido: truchas que pescar, vallas que reparar, muros que levantar. Tareas honestas y sencillas con las que desconectar durante unos minutos al día. En ese sentido, en el del bálsamo y la terapia, el éxito vuelve a ser absoluto, y aunque el catálogo de novedades aporta lo suyo en el fondo sus fortalezas son las de siempre: la familiaridad y el mimo infinito por los detalles. New Horizons es un juego más abierto, más maleable y me atrevería a decir que más creativo, pero si me apetece volver es, ante todo, por saludar a Corcelia por las mañanas, y porque las pintas de Nachete me sacaban de quicio y acabé presentando una queja en el ayuntamiento. Ahora me siento un poquito culpable, así que espero que todo le vaya bien. No sé. Supongo que simplemente les echo de menos, y en el fondo eso es lo mejor que puedo decir sobre el juego.

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