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Análisis de God of War

De dioses y hombres.

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Santa Monica entrega su mejor juego hasta la fecha, deconstruyendo al personaje principal y cuestionando todo aquello que creíamos saber.

"Ya los dioses me llaman a la muerte. [...] Pero no quisiera morir cobardemente y sin gloria, sino realizando algo grande que llegara a conocimiento de los venideros." Homero - La Ilíada.

Héctor, uno de los protagonistas de la Ilíada, sabe que su final está cerca. Desesperado y en el fragor de su batalla contra Aquiles, lanza una proclama a los cielos buscando redención, no mediante la expiación de sus pecados sino mediante una última acción, un último momento exitoso capaz de perdurar en el tiempo. Es una forma como cualquier otra de afrontar a la muerte, y da igual cual sea la nuestra porque todas tienen algo en común: no es lo que hemos sido en el pasado lo que cuenta, sino la llama que vive en el recuerdo de las personas que siguen adelante. Héctor no quiere que su muerte sea en vano, pero no solo por venganza, sino para que todo aquel que piense en él sepa ver más allá de sus imperfecciones y no olvide todo lo que se mostró determinado a ser.

De muerte sabe también mucho Kratos, tanto de la de otros como de la suya propia. God of War no obvia que la última vez que le vimos, harto del ciclo de violencia y destrucción al que se había visto sometido por culpa de las intrigas de los dioses, optaba por herirse de muerte y desaparecer en el mar hacia un destino incierto. Al contrario, el juego nos sitúa años después y nos presenta a un dios de la guerra distinto, más reflexivo, más reposado: una evolución lógica para un (casi) humano que osó convertirse en dios y acabó pagando un precio mucho más alto de lo que ninguno querría pagar. Kratos tiene ahora una nueva vida, con mujer e hijo, y sabiendo que nunca podrá devolver todo aquello que ha arrebatado, opta por intentar ser mejor para que otros -en este caso Atreus, su hijo- sepan cómo actuar.

Hay muchas cosas que sorprenden en este God of War, pero quizás ninguna tanto como su capacidad para deconstruir el personaje que creíamos conocer y comenzar a sumar nuevos elementos sin descartar lo que había antes. A un nivel puramente narrativo, el juego deja atrás el simplismo y la mera traslación de algunos mitos griegos para comenzar a contar, esta vez sí, una historia propia, con todos los matices que se le supone a algo que pretende crear conexiones con la vida misma. Se hace raro hablar de equilibrio o naturalidad en una saga cuyo mayor exponente era la violencia desmesurada y la espectacularidad puramente estética, pero Sony Santa Monica ya no se conforma con repetir fórmulas, y por eso nos lanza a la cara temas como la responsabilidad, la pérdida y cómo el afrontarla nos define también a nosotros como personas. Es un juego más maduro, sin duda, y también mucho más interesante, en el que nunca dejas de encontrarte nuevos motivos para profundizar y reflexionar.

Por esa misma razón no es fácil hablar del argumento sin destripar algunas de las sorpresas más impactantes y otras que, sin tener la misma relevancia, pueden ser incluso más satisfactorias. Lo que comienza como un viaje de padre e hijo para honrar el último deseo de su madre y esparcir sus cenizas en la montaña más alta del reino acaba convirtiéndose, como no podía ser de otro modo, en una intriga en la que los dioses, esta vez del panteón nórdico, tienen un papel capital como seres que creen estar por encima del bien y del mal. Estas son quizás las tres capas más interesantes, aunque no sean las únicas: la relación entre Kratos y su hijo, en la que ambos deben aprender su lugar en el mundo y sus responsabilidades hacia él; la relación entre dioses y humanos, siendo los primeros criaturas egoístas y los segundos meros peones de un juego en el que se les niega la posibilidad de mover; y por último eso que comentaba precisamente al principio: la muerte como momento definitorio que termina con nuestras vidas pero no con nuestro papel en el mundo, aunque sea a través de las acciones de otras personas.

A esta capacidad para hablar de grises se le suma una ambientación que termina de apuntalar el conjunto. Las tierras nórdicas que han recreado son variadas en lo estético, y acaban conformando un mundo mucho más vasto de lo que parece a simple vista, ayudándose a mayores de leyendas, historias y personajes para hacernos sentir partícipes de algo más grande que nosotros mismos. No es exactamente un mundo abierto, porque la linealidad está presente en las primeras horas del juego y también en determinados puntos a los que no podremos acceder hasta no haber obtenido la habilidad que nos lo permite, pero sí se siente como algo más extenso que los pasillos camuflados de anteriores entregas; sobre todo cuando terminamos el juego y vemos todo aquello que nos ha quedado por recorrer y explorar.

Son muchas, por ende, las horas que podemos dedicarle, empezando por las treinta que dura aproximadamente la historia principal, y lo cierto es que ninguna de ellas termina por hacerse pesada gracias en parte al uso del cacareado "plano secuencia", que se traduce en una experiencia sin cortes explícitos y evidentes en forma de tiempos de carga. Otra sorpresa más que sumar a su cinturón, ya que resulta difícil de creer que consiga mantener el nivel gráfico que muestra en varios de sus momentos bajo estas circunstancias. Es justo reconocer que no es, como se intuía en las primeras impresiones, el juego más puntero del catálogo de la consola, pero este minimísimo sacrificio en favor del ritmo se compensa con algunas situaciones capaces de dejar con la boca abierta a cualquiera, ya sea mediante momentos tan espectaculares como los que solíamos ver en la saga como con escenarios majestuosos e imaginativos, llenos incluso de color.

Y sin embargo, puede que el mayor cambio de todos se encuentre en las mecánicas. God of War abandona el hack 'n' slash y se lanza de cabeza al action-rpg, pero lo hace con sentido, inspirándose claramente en aquellos que han sabido recorrer con sabiduría antes ese camino. No quiero caer en el cliché de la crítica de videojuegos, pero resulta difícil no pensar en cierta saga de videojuegos japonesa o incluso en otros que caen más cerca, como puede ser Horizon: Zero Dawn, a la hora de buscar referentes. El combate ya no es un machacabotones lleno de combos, sino un toma y daca en el que es tan importante saber cubrirse con el escudo, esquivar y hacer un parry como atacar a distancia con nuestra hacha o utilizar sabiamente las habilidades temporales de las que disponemos; y tan solo consiguiendo nuevo equipo, subiendo estadísticas y modificando el estilo de combate a nuestro gusto comenzamos a sentirnos como las máquinas de matar todopoderosas que éramos antes. Una transición poco brusca, muy natural, que se traduce en una mayor contundencia de los golpes y una mejor visión de cómo se comporta cada enemigo, a diferencia de lo que sucedía en los enfrentamientos contra masas uniformes de antaño; y donde tan solo unos jefes finales menos inspirados que de costumbre logran hacer sombra a un apartado que admite poca discusión.

A todo esto se le suma Atreus, cuya importancia va más allá del peso que tiene en la historia. La relación que tienes con tu hijo acaba permeando todos los aspectos, incluso el combate, donde su arco y flechas es una mecánica más que usar a nuestro favor; y esta dependencia mutua acaba fomentando aún más el vínculo entre ambos personajes. Pero son los pequeños detalles, los momentos más inesperados, los que acaban por vendernos el conjunto: es en nuestro hijo pidiendo que le contemos historias mientras navegamos en barca por el mundo, en las reacciones inocentes de un niño ante cosas que le superan o en el dolor de un padre que debe tomar decisiones que sabe que serán difíciles de entender donde el juego sobresale, donde se deja atrás cualquier idea preconcebida de lo que debe ser un God of War y mira hacia delante con un relato maduro, tierno y con mucho más sentimiento del que jamás hubiéramos esperado.

Planteado como un reinicio además de como una continuación, Sony Santa Monica ha conseguido lo más difícil, que es redefinir a un icono como el espartano y hacerlo relevante de nuevo por motivos muy distintos a los que le hicieron grande en primer lugar. Como su semicompatriota Héctor, Kratos no busca redención -pues sabe que está lejos de su mano-, tan solo pretende dejar atrás el pasado, aprender de sus errores y vivir honrando los valores de la persona que quiere ser. Esta epifanía, esta "muerte" -metafórica, claro-, ha acabado por dar lugar a una de las súperproducciones más interesantes de los últimos tiempos; a una nueva saga -el final, relativamente abierto, así lo corrobora- donde las posibilidades de maniobra son tan variadas como estimulantes; y a una obra que abarca, sobre todo emocionalmente, mucho más de lo que nadie pudo imaginar.

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God of War

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Diego Pazos

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Licenciado en Historia por vocación, gallego de profesión. Le gusta el punk-rock, el post-rock y el whisky on-the-rocks. Sus chistes malos son solo suyos y no representan la opinión de la empresa. Puedes seguirlo en Twitter: @yipee182.

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