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Avance de Fire Emblem Echoes: Shadows of Valentia

La guerra nunca cambia.

El prólogo de Fire Emblem Gaiden, si es que puede llamarse así, no era especialmente generoso con los detalles: tras una breve introducción en texto que nos hablaba de dioses y reinos enfrentados, un caballero entrado en años nos informaba de que nuestro entrenamiento había terminado, y podíamos proceder a explorar la aldea con libertad. Puede que explorar sea una palabra demasiado generosa, porque la aldea consistía en un claro de forma rectangular y un par de casitas de tejado transparente, y porque solo hacía falta avanzar un par de metros para dar carpetazo a la situación. Otro cuadro de texto, otro modesto retrato resuelto con un par de colores planos, y una especie de emisario real nos informaba de que se estaba organizando una fuerza de liberación para plantarle cara al infame General Dozer. Curiosamente había una vacante disponible, así que aceptábamos sin pestañear, y rápidamente estábamos cruzando aceros en otro tapete verdoso contra nuestro primer puñado de bandidos errantes. Todo el proceso no tomaba más de un par de minutos, rápido y sin ceremonias. Al turrón. Así eran las cosas en 1992.

Veinticinco años después el escenario ha cambiado bastante. Antes de pulsar start ya hemos visto un buen montón de escenas lujosamente animadas que saltan sin miramientos entre batallas, deflagraciones arcanas y cataclismos, y justo después de hacerlo el juego nos reserva una nueva tanda que parece relajarse en cuestión de épica para concentrarse en lo emocional. Vemos a un niño y a una niña entrecruzando sus dedos, jurándose amistad y amor eternos con esa sinceridad que solo conservan los críos. Más tarde, una figura masculina y otra femenina vuelven a coincidir en una situación que no revelaré, y podemos por fin tomar los controles. Entonces llega el entrenamiento, y los soldados, y el viejo caballero que a la postre resulta ser nuestro abuelo. Hay un campo lleno de flores, y más promesas, y cuando finalmente todo se tuerce ya solo podemos pensar en esos meñiques entrecruzados. Fire Emblem nos ha vuelto a atrapar.

En esencia el juego nos ha vuelto a contar lo mismo, porque este Shadows of Valentia no deja de ser un remake, una relectura de otro de tantos incunables del género que nunca llegó a salir de Japón. Sin embargo, su verdadero poder está en el contexto, una divisa que la saga siempre ha manejado con una soltura especial. Fire Emblem es lo que es porque sabe sacar partido de lo emocional, porque entre combate y combate suceden cosas y porque su infantería y sus unidades acorazadas son algo que realmente tememos perder. Son personajes, son personas, y recuperarlas después de todos estos años solo tiene sentido si uno está dispuesto a escarbar en ellas para dibujarlas con verdadera profundidad. A juzgar por sus primeras horas, y a falta de ese centenar de batallas que permitan sacar conclusiones en lo mecánico, ese parece haber sido el verdadero trabajo de restauración: los gráficos chulos están ahí, y los modestos sprites de entonces poco tienen que hacer ante las animaciones de combate en perfecto 3D, pero el salto adelante que realmente importa lo dan sus diálogos y sus situaciones.

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El compromiso en ese terreno parece total, y con esos antecedentes sobre la mesa quizá llamen la atención un poco menos ciertas incorporaciones a la fórmula que persiguen el mismo objetivo: profundizar, aportar contexto, y escapar del clásico bucle de batallas e intercambios de texto. Ahora escapar de nuestra aldea natal para hacernos un nombre con nuestra espada no solo implica unos cuantos diálogos más, sino que toda esa narrativa lineal permite cierto nivel de interacción, y coquetea a ratos con la aventura gráfica o las visual novel: cada localización se descompone en una serie de escenarios estáticos, y podemos acudir a la plaza del pueblo a charlar con los aldeanos o volver al campo de entrenamiento para observar uno a uno todos los elementos que pudieran resultar de interés. El interfaz, un sencillo punto de mira recorriendo la pantalla y un escueto conjunto de acciones como "hablar" o "examinar" puede no ser una revolución, pero el resultado habla por sí solo: cuando libramos nuestra primera batalla los mozalbetes del pueblo ya no son un conjunto de sprites, sino nuestros amigos y compañeros de armas.

Shadows of Valentia no deja de ser un remake, una relectura de Fire Emblem Gaiden, otro de tantos incunables del género que nunca llegó a salir de Japón.

Todo esto puede sonar atípico en un Fire Emblem, pero ya en su día el original era un juego extraño. De ahí el apelativo "gaiden", término japonés que suele emplearse para historias alternativas con cierta libertad a la hora de tomarse licencias. Es un espíritu que a día de hoy permanece, y que combina un desarrollo más o menos canónico con excentricidades más que bienvenidas. Quizá la más sorprendente tenga que ver con su manera de gestionar las mazmorras, emplazamientos más relevantes que el encuentro de campo promedio que frecuentemente se componen de varios enfrentamientos y que el juego resuelve permitiéndonos controlar al protagonista de manera directa como si de un RPG de acción se tratase: cámara libre, vista en tercera persona, y un componente de exploración directa que solo se ve frenado cuando topamos con un enemigo (son perfectamente visibles, nada de encuentros aleatorios) y la vista retorna a la clásica escaramuza táctica entre nuestras unidades y las del contrario. Mientras tanto podemos movernos por los niveles con total libertad, abriendo cofres y reventando ánforas y cajones de suministros a espadazo limpio mientras lidiamos con un sistema de fatiga que impone penalizadores a los combates consecutivos salvo que consigamos algo para picar. Como digo, puede que nadie esté inventando la rueda aquí, y es pronto para saber si no estamos ante algo meramente anecdótico, pero siempre es bonito encontrarse con nuevas posibilidades.

De vuelta al campo de batalla, sin embargo, estas primeras horas sí dejan ver una influencia más directa de un juego que, al fin y al cabo, no deja de ser la segunda entrega de la saga. Todos los pilares mecánicos de la serie están presentes, y prestar atención a las bonificaciones del terreno y a que ese señor lleva un hacha y nosotros una lanza es tan crucial como siempre, pero las novedades parecen escasas. Nuevamente es pronto para hablar, pero en general se trata del clásico sistema de turnos, casillas, áreas de influencia y objetos en el que los veteranos se sentirán como en casa, y salvo que unidades y clases más avanzadas lo desmientan la mayor aportación del juego al esquema de toda la vida pasa por cierto dispositivo mágico que básicamente nos permite retroceder en el tiempo. Evidentemente no es una barra libre y los usos son limitados, pero se trata de una herramienta que llega a redefinir el combate y no estoy seguro de si es una buena noticia. En el plano táctico sin duda lo es, porque contar con una red de seguridad que nos permita retroceder uno, dos, tres movimientos cuando nos pasamos de listos y un arquero inoportuno jubila anticipadamente a nuestra sanadora siempre es de agradecer, pero no puedo evitar verlo como una concesión excesiva. Ya lo decíamos al principio: Fire Emblem es una saga especial, pero el precio a pagar es olvidarse de la piedad y no hacer trampas con el destino. Por eso siempre, siempre, siempre, debe jugarse con muerte permanente: no solo porque haga crecer el pelo en el pecho, sino porque uno raramente valora lo que tiene hasta que lo pierde.

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