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Análisis de Final Fantasy XVI - La definición de épico

Equis. Uve. Palito.

Eurogamer.es - Recomendado sello
Tomar riesgos en una saga consagrada es una decisión tan controvertida como valiente. La apuesta de Final Fantasy XVI trae consigo luces y sombras: el resultado es una experiencia sensacional, pero ligeramente alejada de la excelencia.

Casi todos hemos pecado en algún momento de moldear nuestra personalidad solamente para agradar a alguien; para caerle bien a una nueva amistad, gustarle a otra persona o hasta superar una entrevista de trabajo. Eso puede funcionar en un momento dado, pero a la larga, el agua tiende a su cauce: es difícil mantener una treta así extendida en el tiempo, porque la personalidad es algo natural. A todos nos gusta agradar, pero si de verdad tenemos que caerle en gracia a alguien, tiene que ser por cómo somos y no por quién fingimos ser para conseguir un propósito. No hay que juzgar a nadie por esto, ya que hay factores que pueden llevarnos a actuar así en determinados momentos, como la falta de confianza.

Tal vez algo así es lo que le está ocurriendo a Square Enix con su licencia más importante, y esto queda patente en Final Fantasy XVI. La firma nipona ha sido muy inteligente a la hora de elaborar el planteamiento para darle un lavado de cara a la marca, y lo hace apostando por una acción más directa y con un espectáculo visual en lo técnico que os dejará con la boca abierta más de una vez. Entra por los ojos y, además, cuenta con mecánicas tan sencillas como accesibles, con las que fluiremos desde el primer minuto. Pero más allá de una grata primera impresión, cuando todo esto se traslada al largo plazo, no es tan sencillo que resulte efectivo. Por resumirlo en corto: Final Fantasy XVI es un juego excelente, pero también es verdad que hay detalles que lo alejan de ser la perfecta obra maestra con la que soñábamos.

Square Enix lleva un tiempo tratando de darle un giro a Final Fantasy con el objetivo de agradar al mayor público posible e incrementar su base de jugadores, enfocándose en satisfacer los gustos de los más jóvenes. No es algo nuevo, porque la saga siempre se ha sustentado a base de cambios muy valientes en la base jugable o en spin-offs más orientados a un estilo táctico que son fabulosos. En los últimos años, esta tendencia ha ido al alza, y así ha llegado un remake dispuesto a cambiarlo todo (Final Fantasy VII Remake), una aventura de estilo soulslike (Stranger of Paradise: Final Fantasy Origin) y hasta un battle royale (Final Fantasy VII: The First Soldier). Estos proyectos pretenden acercar la marca a las nuevas generaciones, con propuestas de un estilo que les resulte más familiar y que eso los lleve a interesarse por una saga con más de treinta y cinco años de historia. De esta premisa parte Final Fantasy XVI, que si bien no es la primera entrega que trata de dar un giro drástico a la fórmula original, sí es la que apuesta por un cambio más drástico dentro de la serie principal.

Evolucionar en una industria tan voraz es necesario y ya hemos visto lo bien que ha funcionado con otros nombres poderosos de la industria, como God of War o Tomb Raider. En muchos aspectos Final Fantasy XVI lo consigue: logra ser una experiencia satisfactoria, divertida y con una historia que nos mantiene enganchados de principio a fin, regalando por el camino momentos inolvidables, de esos que recordaremos durante muchos años. Pero, por otro lado, tampoco se puede negar que hay aspectos que, si bien parten de una premisa óptima, acaban resultando erráticos en su ejecución. La gran mayoría de ellos, porque resulta demasiado evidente que su mundo, estilo y diseño se ha concebido para agradar de forma instantánea, para el impacto, más que para conservar una filosofía. Y esto no siempre queda del todo natural.

El epicentro del debate previo al lanzamiento de Final Fantasy XVI ha sido el nuevo enfoque de su sistema de combate. Desde hace unos meses, las voces más críticas reiteraban que esto “no es Final Fantasy”, abogando por los turnos que, de alguna forma, parecen haber caracterizado tradicionalmente a la saga. Una posición un tanto estéril ya que, como decíamos anteriormente, no han estado ahí siempre religiosamente, ni mucho menos. De hecho, Square Enix lleva más de diez años buscando una fórmula que los aleje de los mencionados turnos con el objetivo de ofrecer una experiencia más dinámica, y aunque ha tenido tentativas más o menos acertadas, parecía haber dado en el clavo con Final Fantasy VII Remake. Aun así, han querido ir un paso más allá en este distanciamiento de lo estratégico, y para ello han contado con Ryota Suzuki, diseñador de combate de Devil May Cry, una apuesta segura por la acción que resulta divertida y gratificante.

Desde el primer instante resulta muy sencillo hacerse con el control de la situación, y esa quiere ser la clave del éxito de esta decimosexta entrega. No necesitas saber si un enemigo es débil a un estado elemental o si te compensa más potenciar la defensa para sobrevivir; basta con pulsar los botones correspondientes y estar atento a las acciones enemigas para realizar esquivas y el espectáculo fluye en la pantalla. Es la baza perfecta para que un nuevo público se acerque a un título de la licencia. Y si bien a priori el planteamiento inicial es interesante y nos hace disfrutar hasta el punto de quedarnos alucinados en las primeras horas de partida con lo que tenemos entre manos, este enfoque pierde algo de fuelle en el medio y largo plazo, debido a una evolución y desarrollo discutible en este aspecto. Al mismo tiempo que pone sobre la mesa una carta ganadora abriendo paso a un nuevo futuro, Final Fantasy XVI tampoco termina de desprenderse de algunos elementos que entorpecen este enfoque.

Por eso, y por exigencias de guion en las que no vamos a profundizar demasiado para no chafar sorpresas, Clive, el protagonista, acaba absorbiendo distintos poderes, los cuales podemos desarrollar para que sean todavía más eficaces haciendo uso del árbol de habilidades diseñado para la ocasión, en el que invertir los puntos de experiencia obtenidos. Llegado un punto de la historia, nuestro único héroe (que solo haya un personaje controlable es otro de los elementos diferenciales con respecto a otros FF) se vuelve tremendamente poderoso, y es capaz de eliminar a decenas de personajes de forma simultánea con apenas un par de acciones que ejecutaremos con delicada simpleza. Sobre el papel esto puede sonar muy épico, pero termina dando la sensación de que el juego está un poco “roto”, de que no hay reto alguno. Sin que aquí estemos buscando una experiencia exigente al más puro estilo soulslike, ni mucho menos, desde cierto punto todo resulta demasiado sencillo (hemos jugado en el Modo Acción y sin amuletos activados). Es una invitación clara a que nadie se quede atascado en ningún momento, de que nadie deje el juego en la estantería por no ser capaz de superar una zona o acabar con un jefe. La complacencia elevada a su máximo esplendor. Los nuevos tiempos del sector.

Esa ausencia de reto puede sentar mejor o peor depende del tipo de jugador que seáis y la perspectiva que tengáis a la hora de disfrutar con un mando en la mano, evidentemente. Más allá de eso, el concepto inicial del sistema de combate se antoja escaso en cuanto a desarrollo y habilidad. Es cierto que hay suficientes opciones para acabar con los enemigos: ataques estándar, los poderes Eikon, o la ayuda de Torgal. El juego te da mucha versatilidad para que las utilices como quieras y resulta una buena opción para aquellos que quieran crearse el reto por sí mismos. Pero quizás el mayor defecto de todo el conglomerado de los combates de Final Fantasy XVI es la desidia que se vislumbra en la concepción de la gran mayoría de combates, ya que se resuelven usando la misma táctica: todo se reduce a una rutina de atacar con todo lo que tenemos, sin contemplaciones, esquivar cuando leamos que nuestro adversario va a iniciar un ataque, y repetir el proceso. Hay enemigos de gran tamaño, pero no hay puntos débiles o zonas en las que sufran más daño.

Aquí es donde se puede echar de menos ese aroma Final Fantasy, y es tal vez es lo único que necesitaba el juego para ser redondo. Puedes encontrarte un grupo de Boms de Fuego y hacerles un daño devastador usando el mismo fuego, algo que otrora era impensable; o medirte ante un Molbol y que su aliento fétido apenas quite un poco de salud, sin infringir un estado alterado que haga replantear la táctica de combate. Tampoco hay ningún momento en el que buscar vulnerabilidades a los enemigos para mermar sus capacidades, como una parte del cuerpo a la que atacar para dejarlo fuera de combate unos segundos; basta con alternar entre los poderes Eikon, que mejorados al máximo causan un devastador daño de área, atacar con uno mientras se recarga otro y así sucesivamente. Teniendo en cuenta que a lo largo de la aventura obtenemos habilidades con distintos poderes elementales, ¿por qué no se ha incorporado un sistema de daños donde esto tenga influencia? Es algo muy sencillo de comprender y añade ese plus de variedad que un juego de más de cincuenta horas necesita para esquivar la monotonía. La ausencia de ese mínimo componente táctico termina acarreando situaciones que no exigen nada al jugador. Todo está diseñado al milímetro para no romper sus dosis de espectacularidad. Para no frustrar. Para complacer. Es una decisión comprensible, pero también lo es que esto pueda pesar entre los fans más aguerridos de la marca.

Donde el juego sí da un golpe en la mesa es en las batallas contra los Dominantes. Lo que hasta ahora eran para nosotros invocaciones que echaban una mano en los combates, aquí se utilizan como un excelente recurso narrativo, para darnos los que son, de lejos, los momentos más satisfactorios de la experiencia de Final Fantasy XVI. Bien es verdad que pecan, en mayor escala, de repetir el proceso mencionado anteriormente de ataque/esquiva, que es la plantilla que se utiliza en cualquier batalla de la aventura, solo que aquí se intercala con impresionantes y épicas escenas (y algún que otro QTE) que nos hacen levantarnos del asiento gracias a su espectacularidad y a un poderío técnico que traspasa la pantalla. Es verdad que son momentos bastante guionizados, pero están tan bien diseñados y se ha puesto tanta atención al detalle para que sean perfectos, que solo con vivirlos sustentan y compensan otros puntos menos brillantes. Además, son considerablemente largos, y las siete u ocho batallas de este tipo que encontramos te dejan la sensación de que cualquiera podría pasar por ser la batalla final. Todo esto, además, está aderezado con un nivel técnico y artístico de sobresaliente, y la pantalla es un festival de personajes y efectos especiales en prácticamente todos los combates, sin que nada empañe la fiesta. En el Modo Rendimiento se aprecian algunos bajones en el frame-rate, pero eso no debería empañar un trabajo formidable en este aspecto, sin bugs ni otros defectos habituales en propuestas de este calibre.

Otro puntal de la saga Final Fantasy ha sido la exploración. El equipo responsable siempre ha querido remarcar que no esperásemos de esta nueva entrega un juego de mundo abierto, sino una construcción de mundo más comedida, guiada por la historia, pero con escenarios más abiertos y amplios para añadir algo del que ha sido el ingrediente que ha hecho que varias generaciones se enamoren de la saga. Aquí es donde aparecen las misiones secundarias, que son el punto más criticable de la aventura. Suena tajante, pero es algo que no generará discusión: que un juego con estos valores de producción tenga un planteamiento tan insultantemente vago en cuanto a los elementos complementarios es bastante preocupante. Desde luego, Naoki Yoshida y su equipo vienen de hacer cosas maravillosas en este aspecto en Final Fantasy XIV, pero las misiones que aquí nos van dando a medida que avanzamos son la total definición de recadero, de cosas absurdas en su mayoría al pedirlas al tipo destinado a salvar al mundo. Puede que sea para abrazar el meme que acompaña a la marca desde hace muchos años, pero la cosa varía entre poner los platos en la mesa de un restaurante a recoger objetos como flores o libros a puntos recónditos del escenario, hasta simplemente, hablar con varios NPCs para llegar a un punto en el que simplemente aparezca una excusa para tener que batirnos con un grupo de bandidos o con una criatura imponente. Todo ello, siempre con los indicadores en el mapa que nos marcan dónde debemos ir exactamente, evitando así el perdernos explorando por los distintos parajes del juego, que son moderadamente amplios, pero con una libertad dirigida en un mundo bastante más vacío de lo que nos hubiera gustado, y que palidece si osamos a compararlo con títulos recientes como The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom.

Las últimas secundarias del juego sí que tienen más carga narrativa y tocan temas interesantes, como la lucha de clases o el rechazo social que tienen las clases minoritarias, encarnadas aquí por los Portadores, que van marcados en la cara por su capacidad de hacer magia sin necesidad de cristales, y que por ese motivo son excluidos por una gran mayoría simplemente por su condición de ser diferentes. Así, vemos algunas subhistorias interesantes, emotivas y hasta trágicas que nos hacen cambiar un poco la percepción general; es digna de aplaudir esta intención de trasladar críticas sociales de actualidad en un juego como este, siendo algunas de ellas muy crudas y despiadadas con el desfavorecido (como la del padre, el hijo y los lobos), pero también ejerciendo como reivindicación de respeto y derechos humanos. La realidad es que terminamos haciendo las secundarias para conseguir mejor equipamiento, armas u objetos especiales más que por su narrativa, que es testimonial salvo algún ligero destello. Olvidaos (también en la historia principal) de mazmorras o elaborados puzles que os distraigan y reduzcan por unos minutos la intensidad, así como de minijuegos u otros complementos que favorezcan a la inmersión y a la construcción un mundo vivo, en el que tengas la sensación de que siempre hay algo que hacer; tiene delito cuando la mayor parte del equipo responsable procede de uno de los MMORPGs de mayor éxito en los últimos años. La única parte con un ligero componente de exploración llega en las cacerías, en las que debemos buscar enemigos especiales denominados “Escorias”, a los que tendremos que encontrar por el mapa leyendo atentamente las descripciones que nos dejan sobre su ubicación en el tablón de anuncios. Estos enemigos son más difíciles de derrotar que los rivales estándar, aunque tampoco suponen un reto mayúsculo.

Si bien en el diseño y desarrollo jugable todo queda un poco deslavazado alternando luces y sombras, donde Final Fantasy XVI sí brilla como nunca es a nivel argumental, con una historia que es solvente de principio a fin. Pese a que puede generar dudas el hecho de que todo gire prácticamente en torno a un personaje como, la trama va evolucionando con un montón de giros y sorpresas que consiguen hacernos mantener el interés hasta el final. Aunque Clive se lleva los focos, no sería nada sin estar acompañado de secundarios de excepción como Cid, Dion o Jill; esta última un personaje fascinante, aunque su construcción y su arco está algo desaprovechado. El tono a lo Juego de Tronos, con esas estratagemas políticas propias de la época medieval, mezcladas con fantasía, y la lucha de poder de los distintos territorios para hacerse con los distintos terrenos Valisthea, con un montón de alianzas y traiciones de por medio, aportan un atractivo fuera de toda duda. Mención especial para los ya mencionados Dominantes, que son usados como herramienta disuasoria o como arma ofensiva, según su poder, y que ponen el broche a una historia de fantasía que brilla durante gran parte de la obra.

Pese a que este toque se difumina ligeramente a partir de un determinado momento, Yoshida y su equipo cierran correctamente la que bien puede pasar a considerarse como una de las mejores tramas principales de cualquier Final Fantasy hasta la fecha. Cumple lo que prometía al buscar un contenido más oscuro y maduro, dejando por el camino momentos emotivos que calan hondo, junto con situaciones crudas en las que la sangre gobierna la pantalla, con secuencias muy viscerales en las que hay incluso desmembramientos. Si os preguntáis sobre su duración, a nosotros nos ha llevado cincuenta y ocho horas completar la aventura prácticamente al completo, realizando todas las tareas secundarias y todas las cacerías; restad unas veinte horitas si vais directos a la historia principal e ignoráis todo lo demás. Una vida útil que se puede extender todavía más con los retos en los Cronolitos o en el Monolito de Areté, donde poder poner a prueba nuestras habilidades en combate y tratar de conseguir la máxima puntuación en batallas en las que ya hemos participado. O también podemos comenzar una Nueva Partida +, en la que se desbloquea el Modo Final Fantasy, con una dificultad ligeramente mayor , cambios en la ubicación de enemigos y un mayor número de rivales durante los combates.

Incluso teniendo en cuenta algunos de los aspectos que dejan una ligera sensación agridulce, porque nada es perfecto, Final Fantasy XVI es un grandísimo juego. En una obra de este calado no se puede obviar algunas de las manchas que quizás no esperábamos debido a las expectativas generadas. El cambio de rumbo no es el problema y, de hecho, orientarse a una acción más directa es una buena idea. Pero la propuesta se acaba tambaleando un poco en cuanto a ejecución, floreciendo fisuras que se muestran en el largo plazo, resultando comedido y simplista de más. Ahí es cuando queda patente que el juego ha querido tener corazón de hack and slash y alma de Final Fantasy, pero no consigue brillar totalmente en ninguna de las dos facetas: un combate al que le falta consistencia y variedad en su evolución y un universo que carece de algunos de los puntales característicos de la saga. Aunque se piense como un ente distinto con lo rompedor por bandera, es inevitable buscar esa esencia de Final Fantasy en un título que luce en portada el nombre de Final Fantasy. Tratar de ser lo que no eres no siempre sale bien, aunque a veces es necesario intentarlo. O tal vez no.

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