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Tenemos que hablar de Phantom Fury

Half-Fury.

En contadas ocasiones, uno encuentra inspiración para escribir sobre videojuegos en los lugares más inesperados. Decía John Benjamin Toshack, laureado futbolista galés y entrenador de hilarantes frases lapidarias, que tras perder un domingo uno podía verse empujado a cambiar el once inicial de arriba a abajo. Conforme avanzaba la semana, ese impulso se iba rebajando día a día y, llegado el sábado, volvía a alinear a “los mismos once cabrones de la semana pasada”. Y es que al final, quieras o no, juegas con lo que más te conviene.

Como en un FPS con serios problemas de balanceo, que es, por cierto y ya que estamos, una de las cosas que le ocurre a Phantom Fury.

Esta secuela oficiosa de Ion Fury, desarrollada por Slipgate Ironworks para 3D Realms, prometía acción, boomin’shootin’ e ingentes cantidades de one liners por parte de Shelly “Bombshell” Harrison. Sin embargo, y a diferencia de su predecesor, su propuesta iba a alejarse del FPS a golpe de Build Engine que enarbolaba Ion Fury para encuadrarse en un sentido y constante homenaje a todo un referente como es Half-Life. Ambiciosa empresa, vive Gordon Freeman, y más aún si tenemos en cuenta la trayectoria de un estudio como es Slipgate Ironworks y su retahíla de títulos con grandes pretensiones y tropiezos de similar calado.

Sin embargo, el comienzo de Phantom Fury es, a todas luces, prometedor. Alejado de la contundencia e inmediatez de la introducción de Ion Fury, los primeros compases de Phantom Fury consiguen establecer, con solidez, un ritmo más pausado y con una jugabilidad que logra introducir un mayor número de variables en forma de puzzles de físicas y exploración. A todo ello se suma una dirección artística encomiable que, sin ser una copia directa, sí mimetiza con inteligencia gran parte de los modos y maneras del clásico de Valve. Amplios escenarios exteriores, claustrofóbicos laboratorios secretos y constantes guiños a momentos icónicos de Half-Life conforman unos escenarios que, a priori, deberían funcionar.

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Ahora bien, es ahí donde acaban los parabienes para Phantom Fury y comienzan los reproches hacia decisiones de diseño cuando menos cuestionables. Abriremos fuego con el hecho de que, en contraposición a Ion Fury, Phantom Fury posee un arsenal enorme. Monstruoso. Gigantesco. El caso es que, a diferencia de su precuela, Phantom Fury no deja de añadir armas a nuestro repertorio de forma constante y, si bien esto no debería de suponer ningún problema, la realidad es que muchas de ellas son totalmente prescindibles, máxime si tenemos en cuenta que varias pertenecen a la misma categoría. Con una panoplia que rebasa la media docena de herramientas de escupir plomo - o plasma, misiles y otros derivados - es complicado, por no decir imposible, justificar la inclusión simultánea del revólver que tan buenos ratos nos hizo pasar en Ion Fury junto a una sencilla pistola o dos modelos distintos de escopeta. Y todo ello sin entrar a valorar los distintos modos de fuego alternativo de todas y cada una de las armas que tendremos a nuestra disposición.

No obstante, eso no sería problema alguno si la variedad de enemigos justificara semejante despliegue armamentístico. Por desgracia, gran parte de nuestro periplo justiciero se reduce a aniquilar la soldadesca del EDF (con mayor o menor empaque) o mutantes (ver la anotación sobre la soldadesca del EDF). Y aunque Phantom Fury intenta añadir variedad espolvoreando algún que otro jefe final a lo largo de su desarrollo, la falta de contundencia en sus apariciones unida a la repetición en varias ocasiones de sus modelos desemboca en un lugar similar al que lo hacen los enemigos más sencillos. Esto es, claro está, un desarrollo repetitivo e insípido gracias a una escasa variedad de situaciones y enfrentamientos… pero también de soluciones, porque pronto seleccionaremos nuestro repertorio de armas favoritas que funcionarán de forma excepcional contra todos los problemas que Phantom Fury nos presentará, relegando al olvido el resto de armas salvo en aquellas contadas ocasiones en las que agotemos la más que abundante munición que encontraremos por los escenarios. Y es que, por mucho que nos guste experimentar, al final nos daremos cuenta de que siempre terminamos jugando con y contra los mismos cabrones de siempre.

Y, por si fuera poco, todo lo anterior bien podría ser un preludio a sumergirnos en procelosas aguas como los más que habituales problemas de colisiones, bugs que eliminan las habilidades de nuestra protagonista o decisiones inexplicables como eliminar de un plumazo los guardados manuales o que los controles con mando sean mucho más intuitivos que los del teclado de toda la vida. Pero tampoco es plan de hacer aún más leña del árbol caído. Y aún así, dentro de Phantom Fury residía la semilla de un título llamado a dejar huella por los motivos adecuados. Escenarios repletos de posibilidades, armas interesantes e interludios repletos de acción y adrenalina apuntaban a un desarrollo mucho más rico que el que hemos recibido. En ocasiones, uno encuentra inspiración para escribir sobre videojuegos en los lugares más inesperados, pero ojalá hubiera podido iniciar este texto inspirándome en el palmarés de Toshack y no en esa cita.

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