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Pequeños detalles: Counter Strike

El plan de siempre.

"Pequeños detalles" es una serie de artículos dedicados a analizar los elementos individuales, filosofías de diseño y demás aspectos que marcan a videojuegos concretos.


Según mi iPod, ahora mismo tengo una lista de reproducción de 4999 canciones. No son tantos discos si lo comparas con un melómano veterano, pero la cifra implica más que cantidad. Aquí hay de todo; tienes a Bach, a Battles, a Serrat, Skrillex y Sigur Rós, a Radiohead y Robbie Williams, pero nada de Nickleback. Aún así, es una buena ristra que cubre un amplio espectro de géneros, tonos y estilos. Hay tanta música que casi puedo redescubrirla si paso demasiado tiempo sin escuchar nada. Es suficiente como para durarme a lo largo de varios días. Siempre escucho las mismas diez canciones, y entre mis veinticinco más escuchadas hay doce que pertenecen a la banda sonora de Undertale. Creo que este es un rito que todos conocemos: poner la lista de reproducción en "aleatorio" pero luego pasar canciones hasta que aparezca esa que realmente quieres escuchar. Somos criaturas de costumbre, al fin y al cabo. Nos gusta ir a los lugares de siempre, al bar de siempre, el plan de siempre y con los amigos de siempre. Y si existe un escenario familiar en el mundo de los videojuegos, ese debe ser de_dust.

Counter Strike es una obra de hábitos. Es fácil saber quién es el novato, o más bien saber que el novato eres tú, porque mientras consideras cuidadosamente qué arma te vendría bien tras haber probado otras cinco en las últimas rondas, el resto ni se molestan en mirar. Saben la combinación de botones que necesitan, la pulsan y esperan. Puedes oír cómo se equipan las armas casi al mismo tiempo, como un ejército de robots, y luego todos se dividen en equipos para cubrir los mismos puntos de siempre de la misma forma de siempre. Unos por la derecha, otros por la izquierda, algún capullo por el frente, y de nuevo el clásico atasco en aquél pasillo. Otra vez una granada de humo en este mismo punto. Ese maldito campero que siempre está esperando en una esquina. Y la peor costumbre de todas: algún ruso te vuela la cabeza a cincuenta metros con una pistola. Eso también ocurre en el juego.

A pesar de que se demuestre una y otra vez lo contrario, parece haber un acuerdo tácito en el reino de los videojuegos: que más es mejor. Más modos, más armas, más mapas. El año pasado hubo quejas porque títulos como Rainbow Six Siege no tuvieran modo de un jugador, porque por supuesto eso es lo que mantiene la balanza en equilibrio. Counter Strike, en todas sus versiones, parece luchar a contracorriente, quizá por mantener las apariencias, y muestra una plétora de mapas que nadie acaba utilizando.

¿Exagero? Un poco. Tampoco quiero ser literal, pero si uno se apunta a una partida o decide mirar por YouTube, acabará regresando a los mismos lugares conocidos. Y entre ellos, liderando, ahí está de_dust. Hay una cierta seguridad cuando se juega en este mapa; una idea de familiaridad que trasciende el hecho de conocer aquél sitio. Uno acaba conociendo todos los mapas de un juego multijugador cuando le echa suficientes horas, pero de_dust ha sobrevivido a todas y cada una de las revisiones de Counter Strike. Es aquél bar que lleva existiendo desde la España de los Austrias, un pilar que te recuerda cómo, en el fondo, nada ha cambiado. Y cuando uno juega en Counter Strike, en de_dust, en el fondo nada cambia. Los puntos en que se encuentran ambos equipos son tan habituales que parecen una regla no escrita, que siempre hay que encontrarse en el mismo punto y, desde ahí, se avanza en una u otra dirección. Funciona como un pachinko en que los jugadores son las bolas y estos enfrentamientos, aquellos palos que mantienen el resultado impredecible.

Quizá lo que busca la gente cuando pide cantidades no es el número en sí mismo sino la posibilidad. A más mapas, más modos, más armas, más seguridad de encontrar un sitio al que pertenecer. Tarde o temprano encontramos un método favorito. Nuestro luchador principal, ese vehículo que tanto nos gusta para Burnout o aquella canción que podemos poner en VA11 HALL-A. Enfrentarse a una obra nueva lleva un grado de riesgo, al fin y al cabo ¿Y si su método no nos convence? ¿Y si esta no es una inversión que haya merecido la pena? Puede que, en el fondo, lo único que busquemos sea definirnos a través de algo, y esas cifras pueden tener la respuesta, aunque sea en algo tan absurdo como el color de nuestro traje. En un entorno virtual de tantos cientos de miles, millones de jugadores en movimiento, siempre con uno por encima de ti, puede ser difícil mantener los pies en la tierra. Todo se mueve demasiado deprisa.

Los jugadores de Counter Strike conocen su videojuego de una forma tan exhaustiva que supera la de cualquier shooter. Call of Duty será el rey del mambo, pero el dueño del bar donde se baila es Valve. Pasan de un arma a otra como queriendo mantenerse activos, casi jugueteando con aquellas piezas para combatir la inquietud hasta que aparezca alguien a quien poder pegarle un tiro. Se mueven con decisión y disparan con una puntería aterradora; si no eres un veterano, te vas a sentir fuera de toda esta experiencia, principalmente porque estarás muerto y observando a tus compañeros más hábiles.

También es lo que pasa cuando entras a un lugar donde no conoces a nadie. No pillas los chistes ni entiendes a la gente. Estás por ahí, paseándote entre los habituales a ver si logras absorber algo de aquél ambiente. En su vídeo sobre Team Fortress, Overwatch y la idea de comunidad, Chris Franklin reflexionaba sobre cómo el primero era un lugar donde se iba a encontrarse con los mismos de siempre, mientras que el segundo servía como punto de reunión para que tú y tus amigos jugaseis previo acuerdo. No digo que Counter Strike sea lo mismo y ahí todos se conozcan, pero sí se perciben esos ritmos cíclicos. Es el placer de la costumbre; todos con las mismas armas, en las mismas posiciones, con el mismo equipo. Todavía hoy sigo jugando a Halo 3 cuando mis amigos vienen a casa, y las pocas veces que hemos cambiado de mapa siempre hemos vuelto al mismo: Zanzíbar. El mismo modo de juego y siempre el mismo resultado. Las mismas muertes. Las mismas tonterías; siempre hay alguien que se sube a un propulsor para ser lanzado por todo lo alto y disparar cohetes desde arriba, y siempre que nos vemos por el rabillo del ojo empezamos a dar brincos como si fuéramos conejos porque sabemos que, si no, nos van a hacer volar por los aires. La idea no está tanto en aquella competición como en el concepto subyacente de la rutina. Algo que nos ate en un mundo que siempre cambia, que mantenga la noción de que, a pesar de todo, seguimos siendo nosotros. Lo que gusta y sabemos que nos gusta.

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