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Análisis de Dragon Quest Builders 2

Heart shaped box.

Eurogamer.es - Recomendado sello
Como sucedía con un original al que supera en todo, Builders 2 es absorbente y divertidísimo, pero ante todo sabe hacerse querer.

Tras desembarcar en la orilla de una nueva isla, con algo de arena en los zapatos y el recuerdo de un traicionero derrumbe que casi acaba con la aventura antes de empezar, nuestra pareja protagonista alcanza un pequeño valle rodeado de formaciones rocosas. La tierra parece árida y muerta, y los restos de lo que parece un pueblecito minero en mitad de ninguna parte alfombran el suelo, las paredes y el exterior de una sima de aspecto más bien fantasmal; hay estructuras de madera semi derruidas, y carretillas abandonadas, y en el centro un par de figuras descansan a pleno sol. Se llaman Bertu y Pelayu, así, como suena. Se llaman Bertu y Pelayu, y echan de menos la mina.

Bertu se queja con amargura, porque no consigue olvidar el aire viciau de allí abajo y porque la vida de prexubilau nun vale un pijo; Pelayu, más optimista, intenta recordarle que volver a las viejas galerías implica atravesar la roquina que descansa en la puerta, y que prometiéronse a si mismos que algún día regresarían sus días de gloria. Es una labor difícil, una tarea que requerirá esfuerzo, motivación, y también vérselas con un golem con anemia que debería aportar el músculo necesario para terminar el trabayu. Es exactamente el tipo de misión que no puede encararse sin disponer de algún localín donde te sirvan un mostu moradu al finalizar la jornada, y por suerte en esas entramos nosotros: alguien tiene que reconstruir el chigre local.

Y a mi, que soy una persona simple, hace falta muy poquito más para conquistarme. Por eso he decidido empezar por aquí, por una escena juguetona y gamberra que no habla de reinos enfrentados ni de grandes males que amenazan al mundo, y que precisamente por los mismos motivos encapsula mejor que bien no solo lo que es Dragon Quest, sino lo que esta subsaga Builders está haciendo por el JRPG promedio: rebajar el tono un par de peldaños, quitarle hierro a unos argumentos demasiado preocupados por la épica de garrafón, y trabajar la sonrisa cómplice y el pasar un buen rato como principales monedas de cambio.

Dragon Quest Builders 2 es así, es despreocupado y burlón, es un juego que cae simpático porque tiene verdadera gracia y porque sabe cuando parar. Porque plantea una premisa tan sencilla como la de un mundo sumido en el caos y una antigua secta que ha prohibido la construcción, y porque la subvierte a los cinco minutos mediante un sacerdote vestido de forma ridícula que no puede evitar querer liarse a poner ladrillos. Como es natural las cosas se acaban complicando, pero en el fondo todo lo que el juego quiere contar está ahí. En los aldeanos que te miran con recelo pero acaban mandando a la secta a paseo porque construir es divertidísimo, y en el agricultor que estaba destruyendo su granja pero se lanza a pecar azada en mano en cuanto delimitas el terreno fértil con unos palos. En el sentimiento de comunidad, en un mensaje tan tonto y tan necesario como que construir cosas es mejor que hacer lo contrario, y en el hecho de que ahora todos los aldeanos te pagan con corazones.

Es solo una de las novedades que incluye una secuela literalmente plagada de ellas, pero es la que más te calienta por dentro. Es la expresión física del amor, del agradecimiento, encarnada en los corazoncitos que alfombran un huerto bien construido tras una cosecha satisfactoria, o los que brotan como una pequeña explosión de júbilo de la cabeza de Sol, de Bonanzo o de Rosita tras construirles una pequeña cocina o un sitio para dormir. Como mecánica tiene su miga, porque obviamente estos corazones van a ir engordando un medidor que determina, entre otras cosas, la progresión en niveles del pueblo, nuestra capacidad de comprar ciertos planos y recetas especiales o el desbloqueo de islas secundarias que visitar, pero a mi me parece más importante su funcionamiento en lo sentimental: cómo refuerzan el sentimiento de pertenencia, de grupo, de favores desinteresados y de gente arrimando el hombro con el único objetivo del bien común. Creedme, pocas cosas hay en los videojuegos más satisfactorias que echar media tarde decorando el pueblo sin que nadie te lo pida y recolectar después doscientas unidades de cariño solidificado.

Y no creo que sea casual, porque como decía antes uno de los grandes pilares temáticos, quizá el mayor, de esta segunda parte es la colaboración y la comunidad, y a nivel mecánico y estructural todo obedece a los mismos principios. Por un lado porque ya no estamos solos, porque pese a nuestro reeditado papel de constructor de leyenda ya no es solo nuestra la responsabilidad de llevar el barco a buen puerto, y porque ahora hay alguien dispuesto a echar una mano. Es algo que el juego deja claro a los pocos minutos, cuando tras un breve pero simpático tutorial a bordo de un barco prisión despertamos en una playa, desorientados y sin aliento, y encontramos a nuestro primer y más valioso compañero.

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Se trata de Malroth, un tipo peleón y como no podía ser de otra manera amnésico que el juego utiliza para jugar al despiste en lo argumental (con escaso éxito: su papel es extremadamente previsible, e incluso diría que es parte del encanto) y para facilitarnos las cosas de cara a un componente de combate claramente secundario. Malroth es el músculo, el guardaespaldas, el zoquete de buen corazón que se limita a repartir estopa a nuestro lado y a portar las armas más gordas que podamos crear en unos enfrentamientos tan frecuentes y tan sencillos como lo eran en la secuela: blandir el arma, aporrear el botón de ataque, intentar apartarse del camino cuando nos devuelvan los tajos y curarse de vez en cuando. Salvando algún pequeño puzzle en los bosses, no hay mucho más.

Por eso es mucho más refrescante ver como actúan los otros. Cómo el resto de habitantes del pueblo, de cada pueblo, de cada isla, también se desviven por ayudar. Cómo van creciendo con nosotros, cómo cada nivel de asentamiento que desbloqueamos a fuerza de corazón les permite plantar tomates más rápido o ayudar de esta u otra manera, funcionando cada vez de una manera más autónoma y liberando de nuestros hombros las tareas más aburridas: sembrar, recolectar, extraer minerales, proteger el perímetro de la base... si le damos una espada a un aldeano se lanzará el solo a pelear contra los esqueletos que amenazan nuestros sembrados, y si dejamos unos cuantos ingredientes en los baúles de la cocina el continuo faenar de nuestros compañeros los irá transformando en platos elaborados. Todos suman, todos colaboran, y quizá el ejemplo más bonito de todo esto esté en la construcción misma. En ese momento en que trazamos un ambiciosísimo plano en el suelo, nos marchamos a guerrear, y a la vuelta descubrimos a todo el pueblo atareado, subiendo y bajando las escaleras, tallando a mano, bloque a bloque, un coloso de varios pisos. Ojalá pudiéramos devolverles nosotros un corazón.

Pero hablábamos también de estructura, de orden, y de un sentimiento de comunidad que por fuerza tiene que basarse en atraer a nuevos miembros a nuestras tierras, y ahí está la clave. En nuestras tierras. En una base que comienza con la nada, con una playa abandonada y tres camastros de paja sobre la arena, y que por fin podremos llevar hasta donde alcance nuestra ambición. Si El Dragon Quest Builders original fallaba en algo era en esto, en ese desarrollo capitular tan estricto que nos obligaba a levantar un castillo de arena y lo derribaba siempre al final, obligándonos a cambiar de tercio en un nuevo ambiente y con un nuevo conjunto de recetas y habilidades, empezando de cero una y otra vez.

Es complicado crear verdaderos vínculos con lo que sabes que es pasajero, pero también resulta arriesgado apostar semejante cantidad de horas de juego contra una sola carta, contra un solo ambiente que no introduzca puntualmente novedades de verdadero peso. Dragon Quest Builders 2 cuadra este círculo de manera salomónica, situando en el centro del mapa y del océano mismo una sola isla, un solo proyecto que resista el paso del tiempo, un hogar en definitiva, y obligándonos a zarpar de cuando en cuando en busca de nuevos entornos, nuevos materiales, nuevas recetas y nuevos amigos para los que merezca la pena ampliar los dormitorios de casa.

Y por eso acierta de pleno. Porque cada una de esas travesías funciona como un capítulo, como un episodio independiente ambientado en un lugar con suficientes novedades como para implicarse, y porque a la vez sabes que tu base te espera en casa, a una pantalla de carga náutica de distancia. Así, y tras pretextos argumentales como el de una isla consagrada a la agricultura que ha quedado baldía o el mencionado episodio de los mineros, el juego va introduciendo escenarios que ensayan con nuevas mecánicas, y que sobre todo permiten regresar a casa con nuevos conocimientos, nuevos habitantes y nuevas metas de construcción.

Algunas vienen predeterminadas, bien sea mediante los objetivos que marque la misión principal en cada momento o a través de los desafíos extra que plantean unas tablillas que encontraremos repartidas por el territorio, pero la verdadera recompensa está en regresar a casa y decidir, sin que te obligue nadie, que ese antiguo bosque quemado sería un emplazamiento perfecto para una megalómana mina de carbón. Así sembraremos terrenos, plantaremos árboles, diseñaremos sistemas de regadío... el juego es tan ambicioso que incluso llega a la terraformación: en Dragon Quest Builders diseñábamos dormitorios comunales, aquí redirigimos el cauce de un río y cavamos con nuestras manos el nacimiento de una cascada.

No todas las empresas son tan exigentes, porque el juego también tiene hueco para los desafíos más inocentes. Para las islas más pequeñitas, las que no tienen historia ni gimmick ni acento característico, y que vienen a funcionar como pequeñas gymkanas de recolección: recorre este islote con una lista en la mano y si consigues una muestra de todos estos materiales exóticos te llevas un premio a casa. De manera similar funcionan los puzzles, algo así como micro pruebas de ingeniería que nos piden redirigir el agua para llenar un pozo o juguetear con varios interruptores y premian cada respuesta correcta con una mini medalla que canjear por nuevos diseños, disfraces o materiales. De estos últimos hay un montón, y como listar aquí todas las novedades sería de locos prefiero centrarme en algunos casos realmente especiales: ahora tenemos algo así como un ánfora infinita que nos permite inundar espacios cerrados o purificar el agua estancada, y también una especie de trapo que sirve para planear desde puntos elevados y que podría recordar a la de cierta aventura sobre un chico vestido de verde. Juego, set y partido.

Y ya que hablamos de añadidos y novedades, supongo que toca mencionar aquí un multijugador realmente completo que de nuevo parece incidir en ese sentimiento de comunidad: podemos compartir fotos chulas de nuestras creaciones mediante un tablón online, podemos visitar las islas de nuestros amigos o preparar una decoración curiosa para cuando ellos hagan lo propio, o podemos ponernos serios y abandonarnos a una nueva burbuja del ladrillo en el modo cooperativo a cuatro. Y todo eso está muy bien, aunque en cierto modo creo que rompe la magia.

Entiendo que el exhibicionismo es parte del plan, que los castillos de arena son para enseñarlos y que hoy en día comerse una paella no tiene mucho sentido si no puedes hacerle una foto. Vivo en el mismo mundo que Minecraft, quiero decir.

Sin embargo, mis mejores momentos jugando han tenido poco que ver con eso. Lo que recuerdo no son las fotos, ni los castillos impresionantes, ni siquiera las veces en las que el argumento me pedía una cosa y yo respondía obediente. Lo que recuerdo, lo que recordaré creo que siempre, son las tardes en las que decidía ignorarlo todo, picaba piedra durante un buen rato y regresaba dispuesto a diseñar el huerto de tomates más ambicioso de toda la historia. No quería enseñarlo, ni presumir, ni compartirlo con nadie. Quería poner un poco de música, pesar en mis cosas, y relajarme al final disfrutando del fruto de mi trabajo. A veces es bonito hacer algo solo por ti. Por ti, y en el fondo también por ellos.

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