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Análisis de Infernax - El último nieto de Castlevania es tan gore como exigente

What a horrible night to be a crusader.

Eurogamer.es - Recomendado sello
Clásico y moderno a la vez, Infernax homenajea a los mitos del género de la mejor forma posible: aportando ideas propias.

Acercarse a un medio y encontrar a los títulos que dejaron huella en el mismo no es demasiado complicado. No obstante, si queremos descubrir cuáles son las obras de culto, es probable que tengamos que invertir un poco más de tiempo y esfuerzo y, además, nos encontraremos con un buen puñado de opiniones dispares porque, bueno, nadie dijo que ser una obra de culto fuera fácil. Que la primera entrega de Castlevania es un clásico indiscutible no es materia de debate, pero su secuela, Castlevania II: Simon's Quest, es harina de otro costal. Si la primera incursión de los Belmont en el Castillo de Drácula era un despliegue aventurero lleno de acción, monstruos de la más diversa índole y dificultad calibrada a la vieja usanza, su continuación tiró por unos derroteros mucho más arriesgados. Con elementos más propios del RPG, un avance que se desmarcaba de la linealidad e, incluso, sus inolvidables transiciones entre día y noche que modificaban los encuentros y dureza de los enemigos, esta entrega es tan divisiva como influyente en toda una generación de desarrolladores.

No en vano, en pleno siglo XXI, ve la luz un título como Infernax.

Desarrollado por Berzerk Studio, Infernax nos pone en la piel de Alcedor, un noble cruzado que regresa a su ducado tras salir victorioso de una y mil batallas para hallar sus tierras asediadas por incontables hordas de fuerzas demoníacas. Raudo y veloz, Alcedor - o el nombre que elijamos para nuestro héroe, en mi caso Sir Jandemor, El Protector de los Débiles - se lanza a expurgar el mal, pero para ello deberá romper los cinco sellos que custodian una olvidada e impía catedral que se alza en la lejanía...

Con esta sencilla pero contundente premisa da comienzo un juego que no se anda con tonterías. Infernax está, sin ningún género de dudas, inspirado por los Castlevania clásicos y, en especial, por los mencionados en la apertura de este texto, pero con cierto toque gamberro. Ya desde la misma introducción se nos advierte que la sangre va a brotar a borbotones en una aventura a la que no le avergüenza lo más mínimo llevar a gala sus influencias. Si bien el Clan Belmont ha hecho de su látigo una enseña, Alcedor se lanza a la caza del engendro infernal con los pertrechos que se trae de las cruzadas. Nuestra maza, claro, tendrá algo menos de alcance que el mítico látigo y mantendrá, eso sí, una de sus señas de identidad: un ligero retraso entre nuestra pulsación y la ejecución del ataque. Así, sigue la tendencia iniciada por la saga de Konami de tener que calcular con precisión nuestros ataques so pena de vernos inmersos en no pocos problemas.

Y es que, a pesar de que podremos deflectar algún que otro ataque con nuestro fiel escudo, la dificultad de Infernax es, bueno, poco menos que infernal. Vaya por delante que, obviamente, es un reto asumible, pero el hecho de que al inicio se nos plantee una elección entre dificultad de la vieja escuela y otro modo más asequible debería hacernos sospechar. De caer en combate, la primera nos devolverá al anterior punto de guardado sin la experiencia y oro que hayamos obtenido hasta ese momento. La segunda, por el contrario, será más piadosa y nos permitirá mantener parte de lo obtenido hasta nuestra muerte. Eso sí, en cualquier momento podremos allanar el camino pero dicha decisión no tendrá vuelta atrás. Este compromiso no será el único al que lleguemos durante nuestro periplo puesto que, además y sin previo aviso, se nos plantearán dilemas -algunos más obvios, otros no tanto- cuya resolución tendrá impacto en el desarrollo de nuestras peripecias.

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Unas peripecias que, como es lógico y teniendo en cuenta cuáles son los referentes de Infernax, se desarrollarán de una forma bastante cercana al género del metroidvania. Nuestros mazazos justicieros nos llevarán de un lado a otro de un mapeado perfectamente cohesionado pero que, al mismo tiempo, tendrá unos evidentes puntos de fricción que sólo superaremos al adquirir ciertas habilidades. Estas mejoras, como no podía ser de otro modo, sólo las obtendremos tras aventurarnos en los castillos en los que nos aguardarán los Demonios Mayores, custodios de los Saaellum Maelificarum - este nombre me lo he inventado, pero suena turbo-demoníaco - que cierran el mausoleo donde está el Demonio Supremo. Si esta dinámica resulta sospechosamente similar a la de otros clásicos del metroidvania es porque, en realidad, es su intención. El evidente crecimiento de nuestro personaje gracias a la adquisición de poderosas y útiles habilidades - impulso vertical o devolver proyectiles a los enemigos - va de la mano con un sistema de mejoras que nos permitirá invertir nuestra experiencia y oro en evolucionar a nuestro héroe. Porque ser un cruzado no nos impedirá dar nuestros primeros pasos en el camino de la magia o gastar a manos llenas en brebajes, mazas y armaduras.

Una inversión que, a la larga, dará sus dividendos cuando salgamos fuera de los confortables límites de nuestra ciudad. En el resto de zonas - algunas otras ciudades inclusive - no nos quedará más remedio que exorcizar a mazazo limpio a todo engendro del inframundo que se cruce en nuestro camino. Ghasts, zombies, los siempre bienvenidos esqueletos y ojos flotantes serán los primeros enemigos de un listado con una jerarquía bien delimitada y cuya representación en el plano largo - del mismo modo que la práctica totalidad del juego - bebe directamente de los 8 bits en general y de Castlevania en particular en lo que respecta a lo estético. No obstante, pequeñas pinceladas de modernidad asoman en algunos momentos mucho más cinemáticos y que representan con mayor detalle, crueldad y gore ciertos acontecimientos que requieren un mayor impacto visual. Todo ello mientras suena una banda sonora impecable que hubiera encajado sin tiranteces en cualquiera de los títulos de la Saga de los Belmont.

Pero no sólo de mazazos, batallas contra esqueletos y crujir de dientes al ver ponerse el Sol vive la dificultad de Infernax. Si bien no podremos dejar de prestar atención en ningún momento a los encuentros con los enemigos, gran parte de la elevada curva de dificultad de Infernax se debe a un plataformeo que alcanza su cenit en los tramos que corresponderán a los castillos. Cada uno de estos segmentos nos recibirá con una sencilla sala que nos mostrará las dinámicas que nos encontraremos a lo largo del resto de habitaciones del castillo. Fosos llenos de lava o ácido, pinchos por doquier, plataformas que se disolverán a nuestros pies o saltos imposibles serán sólo unos pocos ejemplos de las lindezas que nos irán arañando nuestra vida y nuestra paciencia como antesala de los enfrentamientos con los jefes finales. Del mismo modo que estas mecánicas son clásicas en su origen y diseño, también lo serán en su dificultad, exigiéndonos altas dosis de precisión si no queremos ver caer a nuestro héroe en una cruel y detallada secuencia de muerte que, en caso de estar disfrutando de la dificultad de la vieja escuela, nos devolverán a la entrada. Cosa que, ya que estamos, también sucederá en los enfrentamientos con los jefes finales. Alegría.

En no pocas ocasiones he jurado por los dioses antiguos y nuevos jugando a Infernax y, sin embargo, el reto que plantea, sus mecánicas y las múltiples referencias a toda una era y un género de los videojuegos me empujaron a completar una aventura que, en suma, mereció la pena. Si bien es cierto que algunos de sus enfrentamientos finales podrían estar mejor calibrados - de hecho, algunos son casi anticlimáticos si los comparamos con el durísimo plataformeo que los precede -, es innegable el cuidado puesto en todo el diseño que rodea a este Infernax. Otros detalles como los objetivos secundarios, sus secretos o una sana intención de que experimentemos todo lo que nos venga en gana con sus mecánicas sólo hacen que añadir valor rejugable a un título que es, en última instancia, un potente homenaje jugable, estético y sonoro que sabe alzarse por sí sólo.

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