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Análisis de Trials of the Blood Dragon

Zapatero a tus zapatos.

El humor y el derroche estético no consiguen salvar los muebles en un spin off excesivo pero irregular.

Voy a ser extremadamente sincero: este revival de la caspa ochentera que nos ha tocado vivir me tiene absolutamente cautivado. Kung Fury está extremadamente cerca de ser mi película favorita, y cualquier cosa con neones y ruido de VHS me llena de alborozo y ganas de vivir. Soy así de simple, y por eso entenderéis el brete que supone intentar analizar de manera mínimamente imparcial un juego de motocross que te planta una uzi para luchar contra unos alienígenas comunistas que trafican con turbo crack. A nivel de estilo, de grafismo, de tono y de mil cosas más Trials of the Blood Dragon es la niña de mis ojos. Sin embargo, toca hacer un esfuerzo: no digáis por ahí que soy yo el que ha escrito esto, pero estamos ante una entrega que no es, en absoluto, el Trials definitivo. De hecho, está muy lejos de serlo.

Es un ejercicio sencillo, aunque también uno de esos que te parten el corazón: tomar la propuesta de este Blood Dragon, y eliminar capa a capa todo el humor, las referencias, la paleta de colores o los gloriosos fragmentos de anuncios pirateados de la tele por cable, y observar lo que queda. El corazón desnudo de un juego que, de ambientarse en una competición de deportes extremos al uso, ofrecería una visión bastante escuálida de lo que ha sido la saga hasta ahora: pocas pistas, no demasiadas ideas (al menos, las relacionadas con obstáculos y no con ninjas cibernéticos) y un pecado capital. Un error de bulto que lastra un porcentaje demasiado elevado de las horas de juego y que jamás debería haber superado la mesa de prototipos: poner la pantomima y la gracieta por encima de la propia jugabilidad, condenando al núcleo de la saga, las carreras de motos basadas en físicas, a observar desde un rincón como los jetpacks, los acorazados o unas atroces secciones a pie le roban un porcentaje intolerable del protagonismo. Es todo realmente divertido, y hasta los niveles de sigilo (no me lo estoy inventando) tienen verdadera gracia. Rezar durante cada pantalla de carga para que te vuelva a tocar la moto quizá no la tenga tanto.

El principal responsable es un guión deliciosamente infumable que nos sitúa en la piel de Slay y Roxanne, los dos churumbeles del protagonista del Blood Dragon original, que tras la desaparición de papá fueron adoptados por el ejército norteamericano para integrarse en su programa de ciber comandos. Desde el punto de vista narrativo todo es fantástico, porque los diálogos no podrían ser más ridículos y porque el propio juego estructura los niveles en una serie de revisiones de los clásicos géneros de derribo de los ochenta (Vietnam, el narcotráfico, las artes marciales, la ciencia ficción chusquera.. ) que de alguna manera se unen en un hilo argumental que avergonzaría a la propia Cannon. El problema, de nuevo, es que no se ha sabido concretar todo esto en unas secciones alternativas que merezcan mínimamente la pena: el jetpack es muy mejorable, las misiones con el tanque se limitan a pulsar adelante y arrasar con todo, y las misiones a pie, las más abundantes, son directamente terribles, con unos disparos anodinos y una implementación del salto y de la propia gravedad de juzgado de guardia. No solo eso, sino que todo el esfuerzo y la creatividad que despiden las secciones motorizadas suele irse de vacaciones en estos aperitivos. Así, los fragmentos de infiltración o los simples tiroteos suelen resolverse mediante un plataformeo de saldo, y el propio diseño de los niveles da muestras de una pereza espectacular. Entiendo que plantear tres o cuatro mecánicas tan pulidas como la propia conducción era pedir demasiado, pero no puedo dejar de pensar en una solución salomónica: resolver todas las bolas curvas que lanza el argumento sin bajar una sola vez de la moto. A fin de cuentas, no creo que en un juego basado en hacer caballitos sobre un misil termonuclear la coherencia fuera a ser un verdadero problema.

Si me muestro tan enfadado es únicamente porque sé lo que nos hemos perdido, y porque duele ver como te arrebatan una parte del juego que vuelve a ser una verdadera delicia. En sus momentos más inspirados, esto es, todos los que involucran unas cuantas rampas y una motocicleta, el juego es una experiencia lisérgica, un Motocross Maniacs new rave que arroja cientos de estímulos a tus sentidos mientras te asfixia con un sentido de la dificultad que, esta vez sí, vuelve a recordar a los mejores momentos de la saga. Aquí está su verdadera esencia, y aquí están también sus novedades más inspiradas, en la forma de un par de gadgets (la uzi y el inevitable gancho, claro) que añaden un nuevo nivel a algunos circuitos y aumentan la apuesta en lo relativo al control demandando que prestemos atención al stick derecho. Con él activaremos compuertas, despacharemos centinelas o apuraremos ciertos saltos balanceándonos en superficies de neón estampadas de leopardo que permiten a los diseñadores aumentar el nivel de demencia de los trazados hasta extremos insospechados. Cuando funciona, Trials of the Blood Dragon es un juego sobresaliente, una conjunción de humor, estilo, descaro y desafío muy difícil de igualar. Sin duda, los mejores momentos que he pasado con la saga se encuentran aquí, y por eso me gustaría poder recomendarlo. No creo que fuera justo.

Una de las cosas que siempre me han llamado la atención de la saga es su manera de plasmar la muerte. Más concretamente, el hecho de que caigamos como caigamos, fallemos las veces que fallemos, el contador no para de correr, y los diálogos no vuelven a repetirse. De alguna manera, dentro de la desquiciada ficción del juego, la caída, el error, son parte de la vida, y por eso cada repetición forma parte de la misma línea temporal. En Redlynx harían bien en tomar buena nota: no me cabe duda de que esto no es el final, y de que la próxima vez, librándose de todo ese lastre inservible, conseguirán aterrizar como se merecen.

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