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Análisis de Graven - Tan acertado en algunos aspectos como fallido en otros

Gravenmente perdido.

No sé si alguna vez he sacado a colación este tema, pero vamos allá: más allá del hecho de que parece existir la creencia, tan extendida como errónea, de que el camino fácil de la crítica reside en centrarse en las obras de calidad estelar, lo cierto es que los textos más duros de componer son los que se refieren a juegos ramplones. Cuesta muchísimo menos encontrar palabras de elogio - o de demolición - que de tibieza. Es mucho más sencillo hallar elementos desastrosos - o brillantes - que conceptos rescatables en propuestas en las que, por otra parte, no hay mucho que rascar. No obstante, lo mediocre es una máscara tras la que se ocultan muchas caras; las hay que apuntan a la excelencia y yerran el tiro, aquellas que se limitan a copiar sin aportar mucho esfuerzo a los grandes y también las que se esconden detrás de los méritos de los demás.

Graven pertenece, por desgracia, a la primera categoría.

Desarrollado por Slipgate Ironworks para 3D Realms y Fulqrum, Graven vió la luz allá por los lejanos tiempos medievales en los que ambienta su historia (2021) en forma de Early Access. Tras no pocos altibajos en su desarrollo, la versión final está por fin entre nosotros y trae consigo los tres actos que la componen.

El primero de ellos, claro está, comienza poniendo al jugador en antecedentes para que sumergirse en el mundo de Graven no sea como asomarse al abismo con los ojos vendados. Aunque no demasiado, la verdad sea dicha, porque poco sabremos además de que nuestro protagonista es un virtuoso sacerdote de la Orden Ortogonal que es juzgado y condenado al exilio por sus camaradas tras cobrarse la vida de un compañero cuando éste intentaba sacrificar a su hija en un oscuro e impío ritual. Aceptando su destino, este desdichado sacerdote vaga por las arenas del desierto rezando por que la muerte le libre de la doble condena que lleva sobre sus hombros: no poder volver a ver a su hija y haber sido expulsado de su orden. Sin embargo, y antes de perder la consciencia, una voz le indica que si quiere paz, tendrá que ganársela.

Así es como, y casi con toda probabilidad por arte de algún arcano poder, damos con nuestros huesos en una misteriosa embarcación que nos está transportando, a través de un sombrío pantano, a la ciudad (si es que se puede llamar así) de Ríacrucis. Sus decrépitos muelles serán nuestro destino y allí darán comienzo nuestras aventuras. Es una potente toma de contacto, alabada sea La Orden Ortogonal, puesto que desde el mismo momento en el que tomamos el control de nuestro desposeído héroe - al que, ya que estamos, se puede bautizar como más gustemos - podremos observar la densa atmósfera que envuelve a este título. Esta es debida, sin ningún género de dudas, a una talentosa dirección artística que aúna con brillantez el crudo estilo de los FPS noventeros y un lúgubre manto que recubre todas sus localizaciones de perdición, soledad y abatimiento.

Pronto daremos con el motivo de tanta desolación, puesto que los guardias que custodian la entrada a Ríacrucis no nos permitirán acceder a la ciudad a menos que restauremos el sistema de alcantarillado. Esta primera tarea, además de para indicarnos que gran parte de los NPCs son unos caraduras de mucho cuidado, servirá para familiarizarnos con los sistemas que soportan la jugabilidad de Graven. Y es que nada más poner un pie en las alcantarillas de Ríacrucis entendemos por qué han preferido estar un tiempo indeterminado con toda la ciudad oliendo a sólo-dios-sabe-qué antes que bajar a investigar qué pasaba ahí. Grupos de infectados, montones de cadáveres y esqueletos con espadones son el comité de bienvenida a un pobre sacerdote exiliado que, al menos, cuenta con un robusto báculo y la primera página de su libro de hechizos para defenderse. La magia en la Orden Ortogonal está prohibida, pero nos han expulsado injustamente así que qué más da, abrámonos paso a base de fuego arcano y estacazos en la cabeza de los no-muertos y que el Altísimo de este universo escoja a los suyos. Entre piromancia y piromancia, pronto comienzan a emerger ciertos patrones que se mantendrán a lo largo del título: niveles que suelen - permitidme incidir sobre esta palabra, puesto que no siempre sucede - fluir con elegancia, una sana intención de mezclar elementos de los immersive-sim con la contundencia jugable de los FPS clásicos y, finalmente, el firme propósito de que sea el jugador quien deshilvane el orden y concierto de todos los acontecimientos.

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Tan es así, de hecho, que más allá de unas escuetas notas que nuestro protagonista tomará en su diario conforme sucedan eventos, a su juicio, reseñables, lo cierto es que seremos nosotros quienes tendremos que indagar sobre la ubicación de hasta la más esencial de las localizaciones. Por no tener, no tendremos ni un mísero mapa (función que sí estaba en las versiones anteriores de Graven) que nos oriente en torno a las laberínticas ubicaciones enlazadas a sus distintos nexos. Así, es posible que, por ejemplo, se nos pase por alto que los herreros suelen estar en la plaza central o que cuando una de las anotaciones se refiera a, yo qué sé, “el pantano” no tengamos ni idea de a qué lugar se refiere porque se nos vendrán a la cabeza, al menos, tres sitios que podrían pasar como un buen pantano. Estos problemas se ven agravados, además, por un incomprensible sistema de guardado que contiene checkpoints y puntos de reaparición diseminados por sus niveles pero que, contra todo pronóstico razonable, nos devuelve a la plaza central que hará las veces de nexo de cada capítulo si abandonamos el juego. Una inexplicable ruptura del ritmo jugable que aunque se ve amortiguada, en parte, por la posibilidad de aprovechar los múltiples atajos que desbloquearemos en los escenarios que ya hayamos recorrido, no evita, ni por lo más remoto, el fastidio que supone volver a recorrer un lugar en el que ya habíamos estado.

Máxime cuando hay mecánicas que, además de estar poco pulidas, están empeñadas en obstruir el funcionamiento de las que sí están bien desarrolladas. Viene al caso, y de qué manera, el medidor de resistencia. A nadie sorprenderá que dicho medidor vaya agotándose conforme esprintemos, pateemos cajas para encontrar suministros o nademos por procelosas aguas. Por ahora, todo bien. La cosa se complica cuando observamos que podemos destrozar infinitas cajas con nuestro báculo o que, como apuntaba antes, tenemos que desplazarnos desde el centro de la ciudad hasta una ubicación que está donde el viento da la vuelta; es ahí donde la mecánica de resistencia evidencia no poca falta de testeo. Por desgracia, las carencias del juego no se quedan ahí. Allí donde la propuesta de Graven ofrece un combate intenso y con muchas posibilidades, su sistema de inventario se encarga de frenarlo en seco. Y esto siendo generosos; es, sin lugar a dudas, una relación tormentosa la que mantienen estas dos mecánicas, ya que mientras que la primera se encarga de ofrecernos una escalada progresiva de recursos en forma de más armas y hechizos, es el segundo el que se dedica a tomar las decisiones equivocadas.

No habría problema en obligar al jugador a decidir cuáles son los elementos a colocar en la barra de acceso rápido - aunque es una decisión que choca de forma frontal con el espíritu de los FPS clásicos a los que tanto mira - siempre y cuando pudiéramos disponer de la totalidad de sus huecos. Los lectores más astutos habrán sospechado que Graven no cumple esta premisa, y estarán en lo cierto: el báculo y el arcano tomo en el que inscribiremos nuestros hechizos siempre estarán en la barra de acceso rápido, con lo que tendremos que gestionar el resto de los espacios como buenamente podamos. Si a esto le sumamos otros detalles como el hecho de que las armas más competentes ocupan un montón de ranuras o que la munición no aparece por ningún lado del inventario principal, queda claro que, en algún momento, estos conceptos tuvieron sentido por separado, pero al conformar un todo evidencian múltiples aristas.

Y aún quedan un buen puñado más de ellas en el tintero como los elementos para resolver puzles colocados de forma obtusa o la inexplicable elección de otorgar barra de vida a unos jefes y otros no. En resumidas cuentas, Graven es un título que parece que se dedica a hacerse la zancadilla a sí mismo de forma ininterrumpida. Sus destellos de grandeza aquí y allá - principalmente en el desarrollo de sus niveles, lo divertido de su combate o la impecable dirección artística - son unos cimientos sólidos que se ven deslucidos por decisiones que ponen de manifiesto que Graven comenzó su andadura en la dirección correcta pero, en algún momento, no mantuvo con firmeza el rumbo.

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