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Análisis de Cursed to Golf - Un batiburrillo de géneros con más peros que aciertos

Buena bola, Sergio.

Lejos de ser un arcade frenético, Cursed to Golf exige un nivel de perfección que no se corresponde con la recompensa.

Como críticos, uno de los mayores problemas que solemos encontrarnos es el de las expectativas. Nuestro propio público acude a nuestras secciones de preguntas y respuestas, o a nuestras cuentas personales, y cuestiona si determinadas opiniones de nuestros textos o vídeos no vienen demasiado salpicadas por lo que pensamos que iba a ser el juego y lo que ha acabado siendo. Es un equilibrio complicado: hay, desde luego, razones lógicas alimentadas por las campañas de publicidad, el pedigrí de los estudios o la propia pertenencia a un género que pueden tintar, de manera justa, nuestra opinión final sobre la obra; pero también existe la posibilidad, aunque sea nuestro trabajo evitarlo, de que el desencanto por no cumplir el escenario ideal que habíamos ideado en nuestra cabeza acabe manchando levemente nuestro análisis.

Con Cursed to Golf, he intentado más fuerte que nunca que eso no pase; y para entender por qué me pasa esto, tengo que remitiros una vez más a mi pasión desenfrenada por los juegos de golf. Hay algo en esa mecánica de ajustar potencia y dirección, en el cálculo del viento a la hora de apuntar al green, en la elección del palo, etc. que me vuelve loco, y lo lleva haciendo desde Neo Turf Masters a, por decir uno más reciente, Everybody’s Golf. Desconozco si es un afán perfeccionista, de satisfacción cuando das un buen golpe y el propio deporte lo premia rebajando la puntuación establecida de cada hoyo, o si es simplemente que soy un jugador de golf frustrado por esa minucia llamada “no tener dinero”; pero el tema es que aquí llegué yo, una vez más, dispuesto a comerme el verde y a demostrar a la peñita del swing quién manda. Horas de experiencia, como si fuera un piloto de aerolínea curtido en viajes transoceánicos, deberían de haberme servido para llegar aquí con la confianza y habilidad de un Tiger Woods que ha tomado mejores decisiones en su vida.

No ha sido el caso, y no tengo claro del todo si he sido yo, o ha sido él. Antes de daros mi opinión, expongo los hechos: Cursed to Golf, juego que en sus primeros tráilers parecía un simulador de golf loco similar a aquellos minijuegos Flash de clase de informática en secundaria, no tiene nada que ver con ninguno de los anteriores juegos citados; y es en realidad un roguelike con elementos de deckbuilder, con cierto aire a página de videojuegos de los dosmiles y que, a la hora de la verdad, se juega con la lentitud y exigencia de un puzle.

Si la combinación os resulta extraña, es porque… bueno, lo es. Pero esto, por muy raro que suene, no es lo que me chirría. Puestos a tirar del libro de los juegos de golf, se agradece que haya quien se atreva a salir de la fórmula clásica, un poco como hizo Golf Story con sus elementos de RPG, y a poner sobre la mesa retos distintos. Tener que pensar en cada golpe como si fuera el último (muchas veces, de hecho, lo es) en vez de diseccionar cada hoyo para encontrar la manera óptima de encararlo no es mi elección favorita, pero puede funcionar. Al final, lo que el juego de Chuhai Labs hace no es más que exagerar el componente cerebral que tiene el golf, y convertirlo en un reto en el que cada fallo se paga extremadamente caro.

Este nivel de dificultad altísimo es lo primero que se percibe tras morir cómicamente en el campo y reaparecer en las profundidades de un inframundo en el que también gusta lo de golpear la pelota con el palito. Cursed to Golf es extremadamente difícil, no solo por su componente de roguelike, sino también por su elevadísimo nivel de exigencia. A diferencia del golf, donde por mucho que sea malo podemos sumar golpes sin conocimiento, aquí el contador va hacia abajo, y en el momento en que llega a cero nos toca reiniciar nuestro progreso. Esto hace que cada golpe sea importantísimo, y que el más mínimo error en nuestra inmaculada partida pueda provocar un efecto dominó que tire por tierra todo nuestro buen hacer previo.

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Para paliar esta limitación, tenemos un par de elementos a nuestra disposición. Uno son los distintos tótems que vamos encontrando por el campo, estatuillas de distinto color que, al ser golpeadas, suman golpes a nuestro contador y nos dan un poco más de margen. El otro son las cartas, y aquí es donde entra el componente de deckbuilder que mencionaba antes. En cada run, y solo aplicables a ese intento -a no ser que decidamos guardarlas en nuestro álbum para intentarlo con más garantías en otro- podemos hacernos con cartas especiales que buscan hacernos la vida más sencilla. Algunas, eso sí, con más éxito que otras: las que suman golpes o nos permiten volver al anterior golpe no requieren de mucha explicación y tienen un efecto beneficioso inmediato, pero hay otras con “poderes”, como multiplicar el número de bolas o cambiar la dirección del golpe en el aire, que suman una capa más de profundidad y también de exigencia para sacar un buen resultado de ellas.

El principal problema que tienen para mí todas estas opciones, y que hace flaquear el conjunto, es que combinar tantos géneros y ofrecer tantas mecánicas exige una ejecución casi perfecta que aquí no existe. El juego sobresale en el apartado gráfico y en cuanto a diseño artístico, con un pixel art que entra fácilmente por los ojos, pero flaquea en lo jugable al pedir más de lo que sus propias mecánicas pueden ofrecer. Si vas a hacer un juego en el que fallar un golpe equivalga prácticamente una derrota, debes poner todas las herramientas posibles para que el jugador sea el único responsable de su fracaso; y aquí, gran parte de la culpa la suele tener el propio título.

Un ejemplo claro de esto se ve en la cámara. El juego nos da la posibilidad de activar un modo exploración que nos permite moverla libremente para ver los obstáculos que nos rodean, pero a la hora de golpear, la cámara se fija en nuestro muñeco sin apenas dejarnos ver nada a su alrededor, haciendo que casi todos los golpes largos vayan con una mezcla de intuición y suerte. Otro ejemplo donde podemos apreciar este tipo de problemas tiene que ver con la decisión de convertir este juego en un roguelike, y me explico: que haya mecánicas nuevas cada vez que saltamos de mundo y pasamos a una nueva ambientación es habitual en el género y una decisión muy aceptable, pero poniendo el listón de la dificultad tan alto, resulta casi imposible evitar que nuestra primera visita a una pantalla sea como firmar una sentencia de muerte, ya que el más mínimo toque a un objeto o una zona desconocida nos puede devolver a la casilla de salida.

Estos dos ejemplos son solo la punta del iceberg en un océano de capas innecesarias y errores en su planteamiento. Con esto no quiero decir que sea un juego incontrolable, y para demostrarlo está el hecho de que dedicarle horas e intentos hace que avances lento pero seguro por los distintos caminos y/o jefes, pudiendo incluso llegar a guardar el progreso en determinados momentos y obtener una oportunidad adicional; pero cuando la suerte es tan importante y cuando tantas cosas se escapan de tu control o son tan volátiles, es inevitable no ver ciertas injusticias.

Pudiendo haberse limitado a ser un juego divertido y sencillo sobre un fantasma al que le mola el golf y repartir golpes de putt a diestro y siniestro por el inframundo, sus responsables han optado por otra vía. Es admirable que, en vez de optar por lo fácil, hayan decidido hacer el Dark Souls de los juegos de golf (chupito por la comparación) y creado una opción que bebe de tantos juegos distintos para hacer algo distinto y original. El problema es que para sacar adelante un concepto tan complejo hay que tener un pulso perfecto y, por desgracia, no es el caso; Cursed to Golf tiene buenas ideas, pero hace que nos preguntemos más veces de las necesarias si ha sido culpa nuestra o si es que el juego no nos ha dejado apenas opción. Y eso, en un género como el del golf, es imperdonable. Al final, después de mucho pensarlo, creo que no se trata de que el juego haya traicionado mis expectativas; es que, me temo, no ha llegado ni siquiera a cumplir las suyas.

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