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Análisis de The Legend of Zelda: Breath of the Wild

La mano de Dios.

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Breath of the Wild no es ni mejor ni peor que Ocarina of Time. Es diferente, y por eso es tan importante.

Una tarde soleada del verano de 1986, con la guerra de las Malvinas bien reciente en el recuerdo, un argentino menudo y regordete se disfrazó de Dios para recorrer toda la cancha en solitario, rompiendo la cintura a cuantos ingleses encontró en su camino y marcando al final el gol más legendario de la historia del fútbol. Su nombre era Diego Armando Maradona, y su gesta no solo cambió la historia de este deporte, sino que le confirió poderes casi divinos en su patria natal; se habla mucho de la que puede organizarse en Argentina el día de su funeral, y me gustaría pensar que aquí sucederá algo parecido el día que nos falte Chiquito. Un par de generaciones después otro argentino inesperado, un pibe de apariencia frágil y escasa estatura, repetía su hazaña de manera casi fotográfica: un par de quiebros fugaces, una carrera interminable con la matrícula bien a la vista, tres, cuatro, cinco quiebros, picadita y al fondo de las mallas. Hoy por hoy, observar un montaje paralelo de ambas obras de arte sigue causando estupor, así que imaginad lo que fue en su momento. Al día siguiente, la prensa, ese ente malvado tan propenso a entusiasmarse, no escatimó en elogios, y se apresuró a coronar al joven Lionel Messi como el heredero de Maradona. Razones no les faltaban, pero tampoco faltaron quienes se tomaron aquello como la mayor de las afrentas: hay cosas que son sagradas, y nombrar al barrilete cósmico en vano puede costarte la excomunión. Así, entre acusaciones cruzadas de partidismo y acaloradas tertulias de barra de bar pasaron aquellos días; unos días que perdimos debatiendo sobre si el fútbol de ahora puede compararse al de entonces, en lugar de sentarnos y disfrutar. No sé si os suena de algo.

La cuestión es que no les faltaba razón. Porque las leyendas lo son porque hicieron cosas que nunca se habían hecho antes, y es imposible superarlas sin inventar algo nuevo. Por eso aquel gol se quedó en una mera curiosidad: hoy por hoy, Messi no es quien es por el partido contra el Getafe, sino por Wembley, por el Olímpico de Roma, y por esos segundos en los que se suspendió en el aire para batir, de cabeza y por alto, a un bigardo de dos metros de altura. Incapaz de vencer al astro en su terreno no le quedó otra que dibujar uno nuevo, el mismo camino que ha seguido Nintendo con este Breath of the Wild. Porque todos llevamos esa ocarina demasiado agarrada al pecho, y nada de lo que hicieran los que vinieron después podría ser suficiente. Nada salvo una cosa: atreverse a dejar de imitarla.

Creo que lo más sensato es intentar atajar el debate antes de que comience: no sé si Breath of the Wild es mejor que Ocarina of Time, y la verdad, no podría importarme menos.

Por eso creo que lo más sensato es intentar atajar el debate antes de que comience: no sé si Breath of the Wild es mejor que Ocarina of Time, y la verdad, no podría importarme menos. Sé que he sentido cosas parecidas, que todo en él huele a revolución y que deja las cosas igual de difíciles a quienes junten arrestos para sentarse a levantar un proyecto parecido a partir de ahora. Puede que hablar de magia sea un lugar común, o una salida fácil cuando toca poner en negro sobre blanco lo que significa una experiencia así. No me pagan para eso, así que intentaré ser más concreto: siento que ya he hablado mucho sobre cómo el juego te hace sentir pequeño, y ahora me gustaría contar cómo te hace sentir todopoderoso.

No hablo del mismo tipo de poder del que puede presumir un Kratos, aunque algo de eso hay, porque aquí también encontramos arcos místicos y les leemos la cartilla a criaturas de diseño excesivo y desorbitados poderes cósmicos. Y todo eso está muy bien, aunque a estas alturas es algo que puede hacer cualquiera, y Link siempre ha sido un tipo de héroe más dado a las sutilezas. A buscar soluciones, a encontrar caminos, y a preguntarse si lanzar una flecha al ojo de aquella estatua puede hacer que avancemos un par de pasitos más. Esa es, sin duda, la verdadera razón de ser de este Zelda: que siempre dice que sí. Que todo lo que podamos pensar ya estaba pensado antes, y que cualquier cosa que se nos ocurra afectará al mundo de una u otra manera. Que algo tan sencillo como un pedazo de carne puede servir para preparar un estofado, pero también para dejar que se congele a la intemperie en las cimas más altas y luego nos sirva como un remedio para combatir el calor. Quien sabe, incluso podríamos probar a dárselo de comer a un perrete, si queremos un nuevo mejor amigo que nos persiga por todo el campamento agitando la cola. Es una libertad, una amplitud de miras, que no solo se aplica a nosotros mismos, porque los enemigos también son plenamente conscientes de que las reglas han cambiado. A lo largo de todas estas horas lo he utilizado en mi beneficio, disparando al corazón de monstruos de fuego que han envuelto en llamas todo un campamento enemigo, pero también he visto como el más grande de todos ellos tomaba en sus manos al que había salido peor parado y me lo arrojaba de vuelta mientras todavía estaba caliente. Son solo algunos ejemplos, pero creedme, hay mucho más, y no puedo evitar sentir que estoy hablando demasiado. Por favor, no dejéis que os lo arruinen con gifs.

Breath of the Wild es Nintendo jugando a los dados con el universo, y confiando de manera ciega en un conjunto de sistemas tan bien pensado que deja obsoleto cualquier intento de marcar un guión.

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Para lograr todo esto, o más concretamente para darle sentido, había que romper por fuerza con esa estructura clásica que dicta que por aquí no puedes pasar porque todavía no tienes las bombas. No es un tipo de diseño contra el que tenga nada en contra, porque construir un mundo que nos guíe de manera invisible y mantenga todas esas variables girando en el aire siempre me ha parecido una cosa de brujos, pero es cien veces más impresionante comprobar como todas esas piezas saltan por los aires para caer invariablemente de pie. Breath of the Wild es, en cierto modo, Nintendo jugando a los dados con el universo, y confiando de manera ciega en un conjunto de sistemas tan fuerte y tan bien pensado que deja automáticamente obsoleto cualquier intento de marcar un guión. Vamos a toparnos con muros, sin duda, pero siempre hay una solución alternativa para continuar avanzando, aunque todo esto también tiene su cruz: es perfectamente posible (de hecho, sucede con frecuencia) que tengamos todos los elementos necesarios para solventar un problema, pero nos toque esperar un buen rato porque, simplemente, se ha puesto a llover y las antorchas se apagan. Todo esto podría sonar a palabrería, pero hay hechos de sobra para respaldarlo, y cualquier atisbo de sana incredulidad salta por la ventana la primera vez que te quedas sin flechas de fuego y decides liarte a porrazos con un pedacito de pedernal cerca de un montón de madera. Todo es posible.

Así las cosas, intentar marcar un tempo sería ponerle puertas al campo, y por eso no puedo sino aplaudir la decisión que ha tomado Nintendo a la hora de atacar esa patata caliente que es la narrativa en Zelda: relegarla a un muy acertado vagón de cola. Con esto no quiero decir que no tenga su importancia, porque probablemente Breath of the Wild sea la entrega que más y mejor cuida a sus personajes, que más se preocupa por hacerlos inolvidables. Las cinemáticas, aunque breves, pueden presumir de una factura espectacular, y ese look Ghibli que tanto bien le hace a sus prados y a sus mesetas gana un protagonismo incluso mayor cuando las distancias se acortan. Sin embargo, Nintendo ha sido suficientemente inteligente como para entender que aquí las prioridades son otras, y donde muchos se hubieran dejado cegar por su propia obra ha tenido las agallas para convertirla en algo plenamente opcional, un conjunto de recuerdos que podemos perseguir recorriendo cada rincón del mapa o podemos simplemente ignorar. Un extra que nos obsesionaremos por conseguir precisamente porque nadie nos lo impone, y que entiende que las historias que realmente definen a este Zelda son las que creamos nosotros mismos escalando un acantilado porque alguien nos ha dicho que en lo más alto crecen unos hongos de propiedades fenomenales. Hasta tal punto cree Nintendo en esto, hasta tal punto confía en lo que ha creado, que desde un primer momento dinamita cualquier noción previa sobre estructuras o cadenas de quests indicándonos que ahí está el castillo, ahí el enemigo final, y que si nos apetece podemos ponernos inmediatamente con ello. Buena suerte con eso, por cierto.

El resultado de todo esto es algo parecido al videojuego total. Un contenedor absurdamente libre en el que hay lugar para todo.

El resultado de todo esto es algo parecido al videojuego total. Un contenedor absurdamente libre en el que hay lugar para todo, en el que todos los géneros se despelotan en una orgía de referencias de la que nadie podría llevar la cuenta. Y si hablo de orgías no es solo porque me guste hacer chistes guarretes (que también), sino porque me preocupa sobremanera que alguien pueda ver aquí una nueva lista de la compra de esas que mezclan al buen tuntún Far Cry, Uncharted y los Batman de Rocksteady. Breath of the Wild rompe con eso porque en su interior no hay compartimentos estancos, y porque reinterpreta todas sus referencias para devolvernos una solución única en la que todo funciona a la vez. Por eso resulta tan divertido: porque podernos lanzarnos en parapente y posteriormente escapar escalando de un combate que hasta hace un par de minutos recordaba poderosamente a Dark Souls. O a lo que sería Dark Souls si en algún momento de la noche se hubiera acostado con Bayonetta, porque esquivar en el último instante los golpes tiene el efecto que todos estáis pensando.

Y como de alguna manera Breath of the Wild quiere ser todos los videojuegos a la vez, tampoco está de más que haya encontrado un ratito para intentar parecerse a un Zelda. A un Zelda clásico, me refiero, de esos tan preocupados por desplazar bloques, activar palancas y encontrarse un cofre brillando al final. A un Zelda de mazmorras, esa unidad de medida que lleva utilizándose desde los inicios para intentar sopesar de manera objetiva su calidad. Y lo que son las cosas, hasta en eso nos ha salido respondón. No por saltárselas, sino por convertir todo el esquema de templos temáticos ordenados y obligatorios en una selección de cuatro grandes desafíos y unos cien mucho más chiquititos que, de nuevo, permiten hacer con ellos lo que nos dé la real gana. En cuanto a los menores, resolverlos en grupos de cuatro nos permitirá mejorar nuestras aptitudes con un nuevo punto a repartir, aunque no hay por qué asustarse: la "hoja de personaje" se reduce al clásico indicador de corazones y a una rueda de resistencia que limita cuánto podemos nadar sin ahogarnos y cuánto podemos escalar sin pegarnos una hostia de campeonato. Cuánto y con qué facilidad podemos explorar, en definitiva, para así encontrar nuevos templos y que la rueda siga girando. En cuanto a lo que vamos a encontrarnos en el interior, aquí vale todo, y estos pequeños desafíos suponen algo así como una gran tormenta de ideas que aúna todos los grandes conceptos que han definido siempre al puzle tipo de Zelda: bloques, pasarelas deslizantes, corrientes de aire, planos inclinados y bolas electrificadas que insisten en caer al vacío un par de metros antes de llegar al final. Cada templo parte de un leitmotiv, de un concepto fundacional, y nos regala una pequeña frase como de galleta de la fortuna para indicar por dónde van a ir los tiros. No suele ser necesario porque la mayoría son bastante triviales, y los que se ponen tontos suelen respetar la nueva máxima de la serie: si la solución ideal se resiste, nadie va a juzgarnos por buscar caminos alternativos.

La mayor bofetada de este Zelda en la cara del sandbox tradicional es dejar de entender el mundo como un lugar reglado, como un decorado en que cada piedra y cada camino están ahí porque lo requiere una misión principal.

Aun así, en la mayor parte de las ocasiones esa solución ideal suele depender de un uso creativo de los poderes, esas capacidades especiales que nos hemos hartado de ver en trailers y gameplays y que, esta vez sí, vienen a cubrir el hueco de los ítems tradicionales. De esta manera el progreso que facilitan los templos en forma de orbes de energía no se limita a nuestro avatar, porque el propio jugador también adquiere conocimientos y entiende que un imán puede desplazar bloques, pero también permite trabajar seguro cuando toca manipular la corriente eléctrica. Así, pertrechados de corazones, resuello y sabiduría nos lanzaremos a resolver las cuatro grandes mazmorras, de nuevo auténticos galimatías que basan gran parte de su mala leche en la combinación creativa de esos poderes, pero también en un par de vueltas de tuerca a la fórmula que no os arrebataré el placer de descubrir. Es en estos grandes templos donde Breath of the Wild más se asemeja a los clásicos y a ese tipo de puzle que alberga solo una solución, aunque en mi caso particular recuerdo haber resuelto un par de callejones sin salida más bien por las bravas: forzando la cámara, empujando cosas con otras cosas o utilizando poderes obtenidos en mazmorras previas que no tendría por qué haber visitado en primer lugar. Sin embargo, vuelvo a tener la incómoda sensación de estar hablando demasiado: soy plenamente consciente de que trato con material delicado, así que me limitaré a decir que, en relación a las mazmorras, cuando hablaba de la influencia de Shadow of the Colossus no me refería solo a la soledad. Recordad, todos los videojuegos están aquí.

Pero por suerte, además de las grandes mazmorras y los pequeños templos y las cinemáticas y las postas y las atalayas, también hay sitios donde no hay nada. O al menos a simple vista, porque la mayor bofetada de este Zelda en la cara del sandbox tradicional es dejar de entender el mundo como un lugar reglado, como un decorado en que cada piedra y cada camino están ahí porque lo requiere una misión principal o una absurda excursión para recolectar tomates. De hecho, es perfectamente posible dar por finalizado el juego sin haber visitado más de un puñado de las grandes regiones que dividen el mapa, y precisamente por eso es un mundo en el que puedes creer: porque está ahí sin obedecer a ningún motivo, porque existía antes de ti y seguirá existiendo después. Seguirá escondiendo misterios que no aparecen en ningún mapa, y alimentando rumores compartidos en tabernas y también en grupos de whatsapp. Es lo que realmente seduce, lo que incita a volver, y también, por qué no decirlo, lo que convierte al concepto postgame en una auténtica ordinariez. Sería volver a caer en el mismo error, y volver a reducir a simple "contenido" un mundo que no se merece eso. Una vez ruedan los créditos, creedme, lo que me impulsa a volver a Hyrule no es la kilométrica lista de secundarias que me miran con desaprobación, sino esa misteriosa península que traza una espiral perfecta si la observas desde cierto punto elevado. Nadie me ha obligado a ir allí, y jamás podré agradecerlo lo suficiente.

Vuelvo a dejar para el final el tema de los gráficos, porque en el fondo soy un cobarde. Sigo sin verme capaz de hacerle justicia a esto, y es una sensación que empeora a cada pequeño paso que doy. Sí puedo deciros que sigo encontrando detalles, que ver amanecer en el desierto es espectacular y que siento un profundo respeto por quien pudiéndose limitar a dibujar cuatro garabatos en los posters de las posadas los utiliza para esconder recetas. Aun así, siento que son pamplinas, y que lo que ha hecho Nintendo aquí es algo mucho más grande. Es lo que me lleva a pensar que, justo al ladito de la libertad, hay otro gran pilar que ha alimentado este Zelda: la intención de crear belleza. No hay una meta más noble, y hay que admirar a quienes lo intentan. A quienes saltan al campo con la intención de pasar a la historia y lo hacen a cualquier precio, aunque sea ignorando las reglas, aunque sean las de su propia saga. Aunque sea metiendo el balón con la mano. Por eso no puedo evitar volver a acordarme de Maradona, y más concretamente de las inmortales palabras de aquel narrador que llevaba en su voz quebrada el grito de toda Argentina:

Gracias, Nintendo. Por el videojuego, por Zelda. Por estas lágrimas. Breath of the Wild 1 - Industria 0.

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