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Análisis de Dragon Quest XI

Encanto +10.

Eurogamer.es - Recomendado sello
Dragon Quest XI es conservador, pero confundir el clasicismo de sus mecánicas con falta de ambición sería un grandísimo error.

Llamadme cursi, pero siempre he pensado que uno de los principales secretos de los juegos de ocho y dieciséis bits era su capacidad para estimular la imaginación. Creo que esto es especialmente cierto en el caso de las grandes franquicias del rol oriental, y que toda esa nostalgia fuera de control que uno siente al recordar su primer JRPG tiene mucho que ver con la limitación tecnológica, con los aldeanos clónicos, con las fortalezas voladoras resueltas con cuatro píxeles y con esas historias épicas pero justitas en lo visual que impactaban de lleno en un chaval arrodillado frente a la tele, con la mente dispuesta a llenar los huecos. Si estos juegos sabían pegarse a la piel es porque en cierto modo teníamos que hacerlos nuestros, y aunque esto podría llevarnos a una preciosa discusión sobre lo mucho que hemos perdido por el camino y lo bonito que era rebobinar cassettes con un bolígrafo creo que este es el motivo por el que, sin ser en absoluto un fan de la saga, esta undécima entrega de Dragon Quest me ha fascinado desde el preciso momento en que fue anunciada.

Más concretamente me refiero a su versión portátil, esa pequeña genialidad que utiliza la doble pantalla de 3DS para dibujar una línea en la arena y situar a ambos lados presente y pasado. Dos juegos, dos épocas, dos encarnaciones de la misma historia corriendo al unísono, bañando el marco inferior de píxeles y nostalgia bidimensional y mostrando en el superior, como por arte de magia, el aspecto que realmente tendrían todos esos muñecos. El salto de las dos a las tres dimensiones, en cierto modo el salto entre imaginar y ver, como justificación definitiva de un experimento que parecía sacar los colores incluso a vacas sagradas del género: no hay más que recordar el reciente remake de Secret of Mana, y su timidez a la hora de representar unos escenarios originales que, recluidos en una esquina y despoblados de enemigos, no eran más que un triste recuerdo. En fin, ojalá mis sagas favoritas se hubieran atrevido a tanto.

Así las cosas he de reconocer que la versión que nos ocupa, el lujoso e indudablemente más potente Dragon Quest XI que alberga Playstation 4, parecía perder parte de su encanto. O eso pensaba yo, porque me alegra poder decir que este es uno de esos casos en los que estoy encantado de equivocarme: es cierto que el gimmick se echa de menos y que la ausencia de un espejo directo donde mirarse podría restar impacto a un apartado gráfico vistoso pero simplemente correcto en lo técnico, pero todos esos fantasmas se dispersan pronto, en cuanto tropiezas con el primer grupo de limos y te das cuenta de que la única pantalla inferior que necesitas está en tu memoria. Es, supongo, la recompensa justa a esa cabezonería y esa apuesta sin condiciones por la tradición que la serie ha mantenido desde sus inicios, encarnada aquí en una colección de diseños inconfundibles que ahora por fin contemplamos en toda su gloria, en una forma final que excede a nuestra propia imaginación mientras se contonea juguetona por la pantalla.

Es un encanto difícil de explicar, una alquimia construida a base de colorido, animación y descaro casi infantil que rezuma de cada zombie patizambo intentando mantenerse en pie y de cada caballerete que cae de culo al perecer su montura. No me gustaría caer otra vez en el tópico de Toriyama y lo que le debe la humanidad, pero como trabajo de actualización Dragon Quest XI es un auténtico festival, y sólo el paquete de animaciones con las que cada miembro de su bestiario se presenta en batalla vale de sobra el precio de entrada.

Evidentemente Dragon Quest XI hace caja de la nostalgia, pero no es el único cometido que cumplen sus gráficos. No suele gustarme hablar mucho de ellos, pero sería un pecado restarle mérito a un juego así de bonito, y sobre todo a uno que consigue de manera tan contundente sus objetivos, que nunca han sido otros que transportarnos a un anime de sábado por la mañana. Insisto en que no hablamos de ningún milagro en lo técnico, pero en lo personal me cuesta recordar un solo título que haya sabido sacar más partido a los lugares comunes del JRPG moderno: hay juegos más amplios, y ejercicios de estilo más descarados, hay Xenoblades y Personas, pero Dragon quest XI no va de eso: va de ser adorable, de acertar siempre con sus diseños, de coreografiar de manera obsesiva unas cutscenes que regala a cada segundo y de calcar la manera en la que alguien debería caminar si abandona una habitación visiblemente avergonzado. De eso, y de bañarlo todo de una iluminación contagiosa, optimista, que coquetea con el realismo y aun así sabe resultar mágica. ¿Os he dicho ya que la animación es espectacular? Sigamos.

El mayor beneficiario de todo esto es su mundo, un entramado de cordilleras, caminos, mazmorras, cuevas subterráneas, rutas marítimas, pequeños pueblecitos y grandes núcleos de población al que la etiqueta de mundo abierto podría venirle grande, pero que cumple mejor que bien su cometido ejerciendo de mera comparsa a la historia a la vez que alimenta nuestras ansias de salir ahí fuera a explorar. Es un equilibrio complejo, y por eso sorprende que el juego sepa manejarlo tan bien: porque la narración (salvando unas secundarias que, todo sea dicho, no suelen tener demasiado fuste) es en su mayor parte lineal, porque la trama suele ser generosa al guiarnos, y porque aun así en todo momento nos sentimos libres. Quizá sea por lo que apetece tomar desvíos, por ese aspecto meramente visual que consigue endulzar hasta el más plomizo de los grindeos (de cuando en cuando son necesarios, de esta no os escapáis), por los secretillos que se esconden aquí y allá o por las facilidades que nuestro caballo o la posesión de determinados bichejos aportan a la hora de moverse por los escenarios. O quizá solo era necesario que las vistas merecieran la pena.

Sea como sea al final del camino siempre espera un nuevo episodio, y si hablo de nuevo en términos televisivos es porque la serie no ha perdido su punch a la hora de hacer encajar historias pequeñas dentro de historias más grandes. El porqué hablo en plural de las primeras y también de las segundas me lo reservaré para el juicio, pero sería una buena idea esperar a que terminasen de rodar los créditos. Hasta entonces, y hablo de una barbaridad de horas tan esperable como incompatible con las obligaciones de la vida adulta, lo que nos espera es una sucesión de historietas que enlazan unas con otras, llevando a los personajes de la mano a través de puertos comerciales, ruinas turísticas, reinos submarinos y academias para señoritas a cada cual más imaginativa que la anterior. Cada ciudad, y estamos hablando de un par de cifras, es una nueva idea, un guiño a una nueva cultura, un nuevo acento chapurreado de manera descacharrante y sobre todo una nueva historia: algunas son ligeras y muy divertidas, porque siempre apetece enfundarse las mallas para participar en un torneo de artes marciales o hacerle los deberes a un príncipe pusilánime, pero buena suerte conteniendo las lágrimas de cuando en cuando. Dragon Quest XI también sabe hablar de abueletes, de sirenas y de sueños truncados, y es en esos momentos especialmente duros en los que tiendes a olvidar que esos capítulos a su modo autoconclusivos solo son la gasolina de una misión aún mayor. Una misión de la que os contaré poco: hay un niño con una marca en la mano, un gran árbol que alimenta al mundo y un monarca que no ve con buenos ojos al elegido; también hay, por descontado, unas cuantas revelaciones con las que no contábamos y un puñado de orbes de colores por recoger, y ni siquiera en ese momento, el que bien podría ser la madre de todos los clichés, el juego permite que perdamos el interés.

El mérito es de todas esas pequeñas historias y de ese efecto Netflix que hace condenadamente difícil no jugar un ratito más para ver que nos espera tras la siguiente posada, aunque me gusta pensar que, como en esos sábados de manta y sofá, la compañía también tiene parte de culpa. Me refiero, claro, a un elenco de acompañantes que vuelve a trabajar el encanto como principal moneda de cambio, y que como sucede con todo el resto del juego no inventa absolutamente nada pero da calorcito y apetece quedarse a vivir. En lo personal, en los guiños y en las bromas internas, en lo que realmente cuenta, se trata de un grupo de aventureros que pese a mostrar altibajos en cuanto a carisma y reproducir de manera bastante despreocupada alguno de los peores vicios del género (como por ejemplo las muy endebles motivaciones de la mayoría para seguir al protagonista) sabe hacerse entrañable casi desde el principio, y por eso importa poco que en el fondo hablemos de una colección de clichés andantes: hay vejetes que saben más de lo que parece, ladronzuelos con un corazón de oro y por supuesto sanadoras atolondradas que, siento decirlo, huelen un poco a cerrado. Y ya que sacamos el tema, lo mismo sucede con las artistas marciales que golpean de manera sugerente a sus enemigos mientras brotan corazoncitos potencialmente incapacitantes. 2018, chicos.

Llegados a este punto, a los arquetipos, a los magos, a los guerreros y a los pícaros que pueden portar dos dagas pero aguantan un poco menos de caña, creo que no tiene sentido alargarlo más: es el momento de hablar del combate, y creo que lo justo es reconocer que nunca he sido un fan. Digo esto antes de que nadie sienta el impulso de tirar de hemeroteca, pero también porque reconozco que mi aproximación inicial al juego fue temerosa: a la hora de repartir galletas Dragon Quest XI es tan old school como llevar los calcetines a la altura de las rodillas, un maremágnum de estadísticas, estados alterados, puntos de magia y navajazos repartidos respetando el turno de la pescadería que no ha venido a hacer nuevos amigos y solo tiene en mente al aficionado de toda la vida. Podría sonar excluyente, pero lo bueno de hacer las cosas bien es que las etiquetas acaban perdiendo protagonismo, y aunque yo mismo he criticado con dureza anteriores iteraciones de esta misma fórmula Dragon Quest XI es la prueba viviente de que el debate no está en turnos sí o turnos no, sino en buenos turnos y malos turnos. Es una cuestión de posibilidades, de estrategia, y de saber balancear la dificultad y el saco de trucos propio y ajeno para que la monotonía no haga acto de aparición, planteando enfrentamientos contra jefes que aprietan pero no ahogan y encuentros en campo abierto que pese a ser rutinarios siempre pueden dar la sorpresa.

La palabra clave es balance, pero sobre todo combinatoria y sinergia: cada personaje tiene su utilidad, cada ausencia en el grupo de cuatro combatientes simultáneos se siente como una losa, y pronto nos descubrimos jugando alejados de la pantalla, haciendo cábalas mentales sobre lo fabuloso que será todo cuando desbloqueemos esa puñalada que permite multiplicar por seis el daño a los enemigos que previamente alguien haya puesto a dormir. En ese sentido trabaja también la novedad más destacable de todo el sistema, una mecánica de inspiración que potencia las estadísticas de los personajes que hayan sufrido más castigo y que, de afectar a varios combatientes simultáneamente, permite desencadenar técnicas combinadas que podrían reducirse a la galleta de campeonato, pero también establecer áreas de efecto temporales o servir como condición para desencadenar técnicas de sanación avanzadas. Es un sistema profundo y gratificante, aunque puestos a buscar peros quizá era el momento para aprovechar de verdad ese movimiento y cámara libres de los que ahora gozan los personajes en combate y que tristemente se queda en un factor estético; un Dragon Quest como este con un peso real del posicionamiento sonaría realmente bien, aunque por el momento habrá que conformarse con otra novedad revolucionaria: la posibilidad de pulsar aceptar con el gatillo izquierdo para cuando, como el propio juego indica, queramos jugar solo con una mano, supongo que mientras masacramos enemigos de bajo nivel con secuencias interminables de ataques simples mientras miramos la tele. Ya os dije que de eso no os escapabais.

Por lo demás, y dejando de lado algunas novedades más puntuales (un más que competente doblaje al inglés, la posibilidad de forjar nuestro propio equipo mediante un minijuego muy bien resuelto, una serie de modificadores para aumentar la dificultad desde el inicio, ese tipo de cosas), lo que nos queda es, supongo, un Dragon Quest de toda la vida que sin embargo me ha atrapado como ningún otro hasta ahora. Puede que sea una cuestión meramente visual, puede que sea una cuestión de gustos, de ritmo, de tono, o puede que como sospecho sea una mezcla de todo, y un juego que simplemente hace las cosas mejor que los que vinieron antes que él. No es una ambición pequeña, y el resultado es una experiencia que ningún aficionado al rol japonés debería perderse. Y no, es cierto que no inventa prácticamente nada, pero creo que la intención era esa, la que deja adivinar desde su mismo título: ser un eco del pasado, un recuerdo de que lo que entonces solo podíamos imaginar a medias sigue siendo disfrutable y vigente. Y si estoy en lo cierto creo que el éxito es incontestable.

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