Avance de Assassin’s Creed Shadows
Bola de partido.
Por fin hemos jugado a Assassin's Creed Shadows. Lo hemos hecho durante cerca de cuatro horas, arrancando desde el principio, experimentando de primera mano las historias de origen de ambos personajes protagonistas y saltando en el tiempo más adelante hasta una misión posterior, la busca y captura de un objetivo infiltrado en la nobleza nipona que implicó la colaboración entre ambos y sacarle partido las habilidades avanzadas que ofrecen en torno al nivel veintitantos. Es una partida de una duración apenas testimonial comparada con la escala que se le adivina al juego, pero suficiente para despejar un montón de dudas y hacerse una idea diría que bastante certera de lo que ofrece el Assassin’s Creed más esperado de todos los tiempos. Han sido meses de incertidumbre a raíz de ese par de retrasos que hoy, a la vista del nivel de pulido del que por fin puede presumir un juego de esta franquicia, parecen completamente justificados; han sido también años de desarrollo, y sobre todo han sido décadas de ilusión y de esperanza alimentando a una base de fans que siempre soñó, y con razón, que una saga sobre corretear por tejados y rajar gargantas en silencio desde las sombras tenía que pasar por Japón. Y en ese sentido tengo buenas y malas noticias: el juego es lo que estábamos esperando. Exactamente lo que estábamos esperando.
Y esa es la primera sensación que te sacude: la de la más absoluta familiaridad. La de un juego que parecía estar llamado a suponer un salto fenomenal, un volantazo en el rumbo de ese trasatlántico que es la franquicia similar al que supuso la apuesta de Assassin’s Creed Origins por el RPG de acción a lo Witcher. Entonces la maquinaria de desarrollo y publicación de la saga se paró un año, como hacen a veces los defensas con experiencia y oficio sacando el balón por banda deliberadamente para dar tiempo a que se reorganice el equipo. Esta vez se ha parado cuatro. Son los que han transcurrido desde la publicación de Valhalla, y por eso llama tan poderosamente la atención que Assassin’s Creed Shadows se sienta y se juegue tan parecido. Desde luego no se ve igual, porque lo de esta gente en el apartado visual sigue siendo digno de ver, y eso dejando claro que nuestra sesión de prueba funcionó en remoto y a una resolución de 1080p; el juego final en 4K debe ser un buen espectáculo. Assassin’s Creed Shadows combina un músculo técnico más que solvente con, sobre todo, una dirección de arte sobria y acertadísima y los desorbitantes valores de producción marca de la casa, pero incluso ahí se echa en falta menos oficio y más picardía. No se. Lo que quiero decir con esto, supongo, es que cuando Sucker Punch se animó a hacer su propio Assassin’s Creed del japón feudal apostó por una estética diferente, la del colorido de los cerezos y el blanco y negro de Kurosawa. Frente a esto, la propia Ubi solo propone eso, un Assassin’s Creed del Japón feudal. Elegante, funcional y probablemente más cercano a la realidad, pero también un puntito derivativo.
Pero vayamos por partes, y en esta ocasión es una tarea muy fácil porque el juego se sustenta sobre dos pilares perfectamente identificables: Yasuke y Naoe, el Samurai y la Shinobi, la fuerza bruta y la agilidad y, ante todo, el combate a cara descubierta contra el artificio y la infiltración. Dos maneras de entender no ya la franquicia, sino el género de la aventura de acción en su totalidad que de manera muy agradecida el juego parece poner en nuestra mano en todo momento: salvando el prólogo de la campaña, que obviamente presenta a los personajes y nos obliga a encarnar a ambos en puntos concretos de una introducción que apenas se prolonga durante una hora, la estructura de misiones posterior parece permitirnos elegir de manera libre a la hora de encarar cada encargo, y de hecho algunas de las misiones más complejas se dividen en etapas en las que se nos da la oportunidad de volver a pedir el relevo. De hecho, el propio menú del juego menciona que en ocasiones será ventajoso elegir a alguno de los dos personajes para no ser reconocidos “cuando al otro lo anden buscando”, con lo que parece que existirán mecánicas concretas en torno a esto y estados de busca y captura que podríamos explotar en nuestro beneficio. Sea como sea, el juego siempre nos ofrece dos opciones extremadamente diferenciadas: la de acometer la misión a pecho descubierto apostando por el combate directo y derribando (literalmente) la puerta principal a cabezazos, o la de hacerse uno con las sombras e infiltrarse donde toque como una asesina sigilosa que deja tras de sí un reguero de lámparas apagadas y cadáveres de guardias que jamás supieron lo que les golpeó. Y vais a permitirme que comience por aquí, por el sigilo y la sombras, porque con el juego final en la mano salta la sorpresa en Las Gaunas: tras toda la polémica con Yasuke, al final resulta que jugar con Naoe es muchísimo más divertido.

Y diría también que muchísimo más fiel al ADN de la franquicia, en su esencia un juego de sigilo y parkour que se beneficia mucho más de ciertos aportes técnicos en estos dos apartados que en el combate cuerpo a cuerpo directo. Es el caso, por ejemplo, de la sombras que dan título al juego, ahora un elemento dinámico que influye de manera radical en nuestra visibilidad y permite armar estrategias de infiltración mucho más orgánicas de lo acostumbrado: no es simplemente cuestión de ir apagando manualmente o mediante un proyectil las linternas y farolillos que nos encontremos, que también, sino que aprovechar la arquitectura de cada nivel para identificar dónde se encuentran los puntos oscuros es a veces tan útil como saber por donde se mueven los guardias. En cuanto a la movilidad, sensaciones algo agridulces con la inclusión del gancho, ese dispositivo exclusivo de Naoe con el que ascender por paredes verticales o balancearnos de tejado a tejado: evidentemente es un añadido muy útil, pero al menos en un primer contacto no lo he sentido tan físico y tan real como prometieron: hay puntos de anclaje donde podemos lanzarlo identificados con un prompt visual, y sus animaciones, pese a que resultan vistosas, siguen pareciendo hasta cierto punto precocinadas.
Es quizá uno de los únicos puntos decepcionantes de un sistema de infiltración por lo demás variadísimo y lleno de posibilidades, que obviamente arranca con una fase casi obligatoria de lectura del terreno y con una novedad que personalmente agradezco: esta vez no hay águilas ninja que sobrevuelen el escenario como un dron trivializando la fase de reconocimiento, y lo que tocará es ascender a un punto elevado en persona e ir marcando desde allí enemigos, amenazas y posibles botines de la manera tradicional, uno a uno. Es, por cierto, el mismo sistema que ahora utilizan las atalayas, a las que toca escalar como siempre pero que una vez arriba no se cortan a la hora de robarle a Breath of the Wild ese proceso de identificación de puntos de interés manual.
Una vez trazado el plan toca ejecutarlo, y en este sentido Naoe es una mujer de recursos. Dicen que se trata del protagonista más ágil de la historia de la franquicia, y así lo atestigua un parkour que sigue estando simplificado respecto a las entregas originales (solo hace falta pulsar la A para atravesar saltando una hilera de plataformas, por ejemplo) pero que recupera de entregas como Unity ese descenso activo y acrobático ligado ahora al botón B. Podemos caminar por lianas, podemos utilizar proyectiles como el kunai para ejecutar enemigos de manera silenciosa a distancia, podemos efectuar ejecuciones desde el aire o por la espalda que sólo fallarán si el enemigo nos supera ampliamente en nivel, y por supuesto seguimos pudiendo escondernos en un fardo de heno y silbar para que algún pobre diablo acuda a comprobar si se trataba de un gato. Y como novedad podemos incluso tumbarnos, reptando como si de un shooter militar se tratase para, por ejemplo, camuflar nuestra presencia en zonas de hierba alta. Un montón de herramientas para un sigilo que invariablemente siempre termina saliendo mal, y por eso es una suerte que Naoe no sea en absoluto un rival al que menospreciar en el combate directo. Hace menos daño y resiste menos impactos, por descontado, pero como contrapartida hablamos no solo de un combatiente extremadamente ágil que además ofrece un blanco más pequeño, sino de un arsenal más que imponente basado en tres armas principales: la katana, la kusarigama y el tantō.

La primera no necesita demasiadas presentaciones, aunque sí que va bien comentar que su funcionamiento, así como el del sistema de combate en general para ambos personajes, incide más que nunca en el timing y toma de éxitos recientes del género samurai como Tsushima, Rise of the Ronin o el propio Sekiro un foco casi absoluto en el parry, pero por lo demás sigue sintiéndose muy parecido al de Valhalla, sin ir más lejos: los ataques fuertes y rápidos se ejecutan con gatillo y bumper derecho como es costumbre, ambos pueden cargarse para, por ejemplo, romper los movimientos de guardia rivales, y ejecutar un parry o una esquiva en el momento perfecto dejará al rival en un estado de vulnerabilidad que podremos aprovechar para infligir daño extra. Todo funciona estupendamente y las animaciones como siempre resultan espectaculares, pero Ubi parece haber apostado más por la familiaridad que por un salto importante en profundidad; una profundidad y una variedad que al final vuelven a aportar los movimientos especiales, vinculados de nuevo al gatillo derecho y a unos árboles de habilidades que vuelven a ser mareantes: hay seis por cabeza, y si son indicativos de la duración final del juego, que Dios nos pille confesados.
Pero habíamos quedado en hablar del resto de armas, y me vais a permitir que me detenga en la kusarigama, en cristiano una bola con cadena que en su otro extremo termina en una pequeña guadaña absolutamente letal. En manos maestras, y creedme que las de Naoe lo son, estamos hablando en esencia de un torbellino perfecto que combina corte e impacto y permite cubrir un área de hasta diez metros de manera casi inmediata, aunando el ataque a distancia con el cuerpo a cuerpo de manera casi perfecta y resultando en una herramienta ideal para los enfrentamientos múltiples y elcrowd control. Por otro lado, el tantō representa la apuesta más pura por una jugabilidad opuesta a la de Yasuke: un cuchillo pequeño en una mano, la hoja oculta de la orden de los asesinos en la otra, y una sucesión de ataques a cortísima distancia y velocidad absurda que permite, además, derribar a los enemigos para acuchillarles decenas de veces antes de que puedan siquiera ponerse de pie. Lo que decía, ojito con tomarse a Naoe a broma.
Y quizá por eso el combate y la jugabilidad general con Yasuke se sientan más limitadas: sabíamos que iba a ser más voluminoso y por tanto más lento, pero su efecto en el combate es quizá menos sensible que en las opciones de infiltración, prácticamente nulas en las secuencias que he jugado con él: Yasuke es una amenaza directa, sin sutilezas, un tipo como un armario que infunde terror en sus enemigos con su mera presencia y que puede cargar contra puertas cerradas para derribarlas sin necesidad de perder el tiempo buscando la llave. Por eso en su caso casi todo gira en torno al combate, un cara a cara constante cuya máxima concesión a la sutileza es un arco con el que ejecutar enemigos de manera silenciosa a cierta distancia. Esa es una alternativa; la otra es la de tirar la sutileza por el retrete y optar por el fusil Teppo, un arma de fuego prehistórica que combina un mayor alcance que el arco y una penetración brutal en las armaduras con el tiempo de recarga más desesperante de la historia de los videojuegos, así que cuidado con no buscaros la ruina.

Y ya que hablamos de armaduras, una parte crucial del nuevo sistema de combate que nos verá derribando poco a poco la barrita de protección de un samurai rival hasta que su casco o sus hombreras salten por los aires revelando la cara de un hombrecillo asustado, hay que hablar también del kanabo, una maza absolutamente brutal que solo podría manejar un mastodonte como Yasuke. Es lenta, es pesada y sus ataques cargados suponen una ventana de indefensión que deberíamos meditar muy cuidadosamente, pero cuando te engancha es un viaje solo de ida al más allá de los ninjas. Y es tremendamente satisfactorio, porque siendo cierto que en lo mecánico el sistema de combate de Assassin´s Creed Shadows recuerda más de lo esperado al pasado, al Daimyō lo que es del Daimyō: uno de los problemas más acusados de los títulos anteriores era su falta de peso, de impacto, y es totalmente cosa del pasado. Ahora los golpes duelen, los tajos parecen sangrar de verdad, las ejecuciones resultan espeluznantes y cada impacto del kanabo se siente como una bola de demolición. Aún así es una opción arriesgada para momentos muy puntuales, y la mayor parte de los enfrentamientos vamos a resolverlos katana en mano o tirando de la naginata, una alabarda de casi dos metros que unida a la envergadura natural del propio Yasuke resulta nuevamente ideal para mantener las multitudes a raya.
Como veis, se trata de dos aproximaciones radicalmente opuestas a los conceptos de combate, sigilo y exploración que encontrarán su verdadera prueba del algodón en la manera que tenga cada misión de adaptarse a ambas vías, añadiendo además una nueva variable, las estaciones, que en nuestra versión de prueba ha sido testimonial: diría que jugábamos en verano, sus efectos no eran demasiado visibles en términos de jugabilidad y la única mención al asunto la encontré en un selector de estaciones que se encontraba desactivado pero visible en la pantalla del mapa. ¿Entiendo que esto indica que podremos alternar entre ellas de manera libre y que no dependen del paso del tiempo en el argumento? Es pronto para saberlo.
Un argumento, por cierto, que arranca fuerte desde el principio y promete navegar con éxito un equilibrio complicado: no solo el de la tan traída y llevada fidelidad histórica, sino el de combinar la reverencia y la afectación que uno espera del Japón feudal con esa vena más pulp que siempre ha identificado a la franquicia. Y no quiero desvelar demasiado, pero la cosa va por ahí. De hecho, una declaración de intenciones: además de permitirnos optar por un “modo canónico” que elimina la toma de decisiones durante las cinemáticas (y que obviamente desactivamos), el juego permite, antes de comenzar, seleccionar lo que llama “modo inmersivo”, una pista de doblaje especial con voces en japonés y, atención, portugués.

¿Por qué? Pues porque el prólogo, en esencia una historia de origen de ambos personajes, arranca con Yasuke siendo presentado como un fenómeno de la naturaleza ante la corte de Oda Nobunaga por un grupo de comerciantes portugueses. Agora sim entendo. Evidentemente Diogo, que así se llamaba nuestro héroe en origen, no tarda en ser reclutado por el señor de la guerra, y tras una fulgurante instrucción nos toca encarnarlo en el asalto a una pequeña aldea en la que conocemos a Naoe, y en la que también arrancan los dos grandes misterios que apuntan a convertirse en el motor de la narración: una misteriosa caja que pinta a McGuffin definitivo, y una especie de secta de tipos con máscaras de animales que el juego presenta muy a lo Tarantino y a la que ambos protagonistas acabarán jurando venganza. En nuestra partida el prólogo se interrumpía aquí bruscamente, pero no hace falta ser muy avispado para entender que es precisamente esa venganza la que da pie a la colaboración entre Yasuke y Naoe. De hecho, toda la cadena de quests que jugamos posteriormente tenía como colofón la captura de uno de los asaltantes, y el diseño del propio menú de misiones hacía adivinar una cacería humana estilo Kill Bill y una estructura similar a la de cosas como Sifu o Ghost Recon Wildlands.
Pero habrá distracciones, por descontado. La más relevante, atendiendo a la info ya publicada, será la construcción de una base que venga a hacer las veces de nuestro poblado en Valhalla y que supongo servirá de hogar para herreros y comerciantes, pero el único contacto que tuvimos con todo esto durante la demo fueron un par de pinceladas del sistema de reclutas, una mecánica que nos permitirá captar nuevos adeptos para nuestra organización y emplearlos de formas diversas, recordando poderosísimamente a Assassin’s Creed: La Hermandad y dibujando de forma inmediata una sonrisa en la boca de los fans de la serie y de los accionistas de Ubi. Su uso más evidente será el directo, enviándolos al combate durante las misiones ya sea de manera directa y a pecho descubierto o como sigilosos ninjas que ejecutan a un guardia y desaparecen, pero también podremos, por ejemplo, encargarles tareas de exploración: Assassin’s Creed Shadows sigue apostando por ese modo exploración que camufla los waypoints explícitos bajo dos o tres indicaciones más vagas, pero si no nos apetece averiguar donde cae exactamente el suroeste de esa cascada siempre podemos encargarle a un subordinado que de con su ubicación por nosotros.
Por lo demás, bueno, estamos hablando de un Assassin’s Creed y de un juego de mundo abierto de Ubi: distracciones hay a montones, aunque en esta ocasión me ha parecido un juego algo más centrado. Quizá sea por la ausencia de las batalla de raperos y los concursos de beber que, fidedignos o no, le aportaban cierta guasa a Valhalla, pero las actividades secundarias que vamos a encontrar aquí tienen un tono más contemplativo y ese regusto intensito que uno espera de una peli de samurais. Podemos meditar, o rezar en los templos, o incluso quedar prendados de la belleza de un cervatillo y detener la marcha para dibujarlo en un pergamino. Y puede parecer una tontería, pero son los momentos que más disfruté. También creo que son los que trazarán la línea entre el éxito y el fracaso, porque si llevamos esperando Shadows casi veinte años es precisamente por eso. Assassin’s Creed con ambientaciones molonas hemos tenido prácticamente todos los años, y por eso con los gráficos de infarto, el parkour excesivo y el combate espectacular pero un puntito fallón ya contábamos. Si Assassin’s Creed Shadows quiere ser recordado tiene una sola misión. Solo Una. Hacernos sentir igual que Ghost of Tsushima. Y no me refiero al combate, sino a los momentos en los que te pedía que te arrodillaras en la orilla de un lago para componer un haiku.