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Análisis de Assassin's Creed: Valhalla - Si la fórmula vende, ¿para qué cambiarla?

Val-jarl-la.

Eurogamer.es - Recomendado sello
Un juego más prefabricado que artesanal, que contentará a quienes busquen lo de siempre pese a empezar a mostrar ya sus costuras.

Recientemente, y a modo de protesta por la falta de novedades en el FIFA 21 de Nintendo Switch con respecto a la edición del año pasado (y el anterior, y el anterior...), un compañero de un medio americano decidió copiar y pegar su texto del título de 2020 alegando que, si ellos no iban a hacer el esfuerzo de disimular la desidia con la que habían afrontado su desarrollo, él no iba a ser lo contrario. No os voy a engañar: he estado tentado, vistas las similitudes de este Assassin's Creed: Valhalla con sus dos predecesores, y especialmente con Odyssey por motivos evidentes, a revisitar mi texto anterior y extraer las ideas más importantes de él para enarbolar un discurso parecido, aunque sin intención de quejarme y más como manera de ahorrarme un esfuerzo intelectual en desarrollar lo mismo que dije entonces, con otras palabras.

No lo haré, finalmente, en parte porque es justo reconocer que existen los suficientes cambios como para justificar que se revisite este juego sin necesidad de apelar a los anteriores - o no mucho, al menos, porque es inevitable referenciar ciertos puntos comunes - y en parte, porque aquello que aupaba y condenaba la aventura de Kassandra no es exactamente lo mismo que abandera con orgullo y de lo que adolece este.

Hablando rápido y en plata, Assassin's Creed: Valhalla es una obra extremadamente continuista: es el mismo juego de acción, mezclado con dosis cada vez más pequeñas de sigilo y pequeñas pinceladas de RPG; con un mucho mejor ritmo gracias a su estructura relativamente lineal, y también con una serie de errores arrastrados casi desde que decidieron ponerle una capucha a Altair. Es un "si algo no está roto, no lo cambies" mezclado con "¿no querías caldo? pues toma dos tazas". Es, en definitiva, otra prueba más de que mientras la fórmula siga siendo rentable y el juego siga atrayendo a las masas, no existe necesidad de corregir nada.

El tema es que, escasez de valentía aparte, existen motivos de peso para no tocarlo más de lo necesario. Las recreaciones, en este caso más de una Inglaterra medieval que de la Noruega a priori esperada por quienes veían en esta entrega la posibilidad de vivir sus fantasías nórdicas, alimentadas tanto por series de televisión de reciente cuño como por grupos metaleros involuntariamente homoeróticos, siguen siendo excelentes, tanto en lo visual como en el mimo a todos y cada uno de los detalles. Eso sí, es inevitable, al haber optado por esta aproximación, que los escenarios sean menos espectaculares que la antigua Grecia o Egipto; pero el juego sabe suplir este aire extremadamente similar al título que hizo famoso a cierto estudio polaco por una dirección de arte que ya podemos considerar casi marca de la casa, en cuanto a que nos convence de estar recorriendo con nuestro caballo la campiña inglesa, o pisando restos romanos aún frescos en ciudades de la pérfida Albión.

Más importante aún, en el lado de lo positivo, está el haber decidido abordar el tradicional exceso de iconos, misiones y cometidos en el mapa con un desarrollo argumental que, si bien toca todos y cada uno de los palos a los que ya estamos acostumbrados (a saber: traiciones, giros de guion locos, ensoñaciones y, como si fuera un documental del canal Historia, aliens), al menos se encuentra bien estructurado. Se apoya, de hecho, en la que es la gran novedad de este título: un sistema extremadamente simple de gestión de nuestro campamento, en el que deberemos de ir haciendo evolucionar los edificios mediante la obtención de recursos en saqueos - o lo que es lo mismo, combates multitudinarios como las batallas de conquistas de Odyssey, pero en los que también buscaremos tesoros y cofres -; y una serie de alianzas con las poblaciones adyacentes que se basan, casi siempre, en resolver a golpe de hacha los problemillas que tenga el regente de turno para ganarnos su lealtad. Esto hace que, aunque el síndrome de recadero roce niveles casi absurdos, el juego se sienta más concreto; más contenido, incluso, pese a que la duración total de mi partida se ha disparado más que en ninguno de los anteriores, hasta las casi 45 horas solamente para acabar la historia principal.

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Pero yéndonos ahora a la otra cara de la moneda, y es algo que ya habíamos intuido antes en la saga pero aquí es quizás más acusado que nunca, se constata que comienzan a importar cada vez menos los distintos sistemas que Ubisoft implementa para darnos muchas opciones. Y digo esto porque, quienes esperabais afrontar las misiones con el sigilo característico de los asesinos, quizás deberíais de replantearos vuestra estrategia: no porque no podamos seguir haciéndolo, sino porque todo parece diseñado, en conjunción con la violencia inherente de un recio vikingo como Eivor, nuestro protagonista (o nuestra protagonista, como fue mi caso), para pelear a golpes y evitar perder más del doble y el triple de tiempo en algo cuyo beneficio va a ser exactamente el mismo. Las habilidades que descubrimos explorando el mapa, las armas - mucho más escasas aquí en número, y pensadas para aguantar más en nuestro arsenal mediante mejoras - y, especialmente, las numerosas imprecisiones tanto de la IA como de nuestro personaje interactuando con el escenario deberían de ser suficiente para convencer a cualquiera de que, al menos en este título, hemos venido a patear culos y a masticar chicle, y no se ha inventado todavía el chicle.

El mayor problema del juego no está aun así en todo esto, sino en su apartado técnico: sorprende que tras un Origins que era bastante estable y un Odyssey que mantenía lo suficiente el tipo, volvamos aquí a la fiesta del bug, el popping, el clipping y demás términos que suenan a noruego, pero conocemos en realidad bastante bien. De aquí a un tiempo pueden cambiar las cosas, vaya por delante, pero como persona que ha tenido que reiniciar misiones en más de cuatro, cinco y seis ocasiones; y como espectador fascinado por los personajes y los lugares que aparecen de la nada, los caballos que se olvidan de su animación de correr o las piernas que atraviesan toda clase de objetos macizos, debo decir que lo de este juego está cerca, aunque se quede por poco a las puertas, de versionar los grandes éxitos de la saga.

Y aun con todo esto, no puedo decir que Assassin's Creed: Valhalla sea un mal juego. De hecho, como me sucedió con el anterior, estoy seguro de que la aceptación masiva de un público ávido por exactamente todo esto que he alabado y de lo que me he quejado hará que poco a poco vayan pesando más sus cosas buenas de entretenimiento palomitero puro que las malas. Pero creo que, a estas alturas, sí conviene hacer una reflexión, porque la sensación constante que yo he tenido durante todas estas horas dedicadas a él es la de estar ante un juego del pasado, que mira muy poco hacia delante y vive acomodado en un espacio beneficioso en lo económico pero muy poco en lo creativo.

Ubisoft, completamente ajenos a la evolución del medio en cuanto a narrativa, a estudios probando nuevas fórmulas para hacer que la inmersión del jugador sea total y a virguerías técnicas que reflejan el cuidado de los desarrolladores por mantener la ilusión en todo momento, ha creado lo que podríamos considerar un dinosaurio moderno: un espécimen antiguo fascinante de ver, que desentona tan pronto es ubicado -y comparado- en el panorama actual. Valhalla es, al final, como ver un drakkar vikingo participando en una regata de vela: algo espectacular en un primer momento, pero que tras esos cinco minutos hace que te preguntes qué demonios está pasando aquí y si estamos seguros de que va todo bien.

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