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Volviendo a Pokémon Go: Edición Paula

La ciudad y la ciudad.

El verano de 2016 no fue el mejor de mi vida pero ahora pienso en él como si lo hubiese sido. Las circunstancias personales que lo empañaron parecen nimiedades en comparación con una fiebre muy particular que medio mundo tuvo en esos meses: la de Pokémon Go. Una especie de ensoñación colectiva en la que alguien te veía jugar por la calle y te paraba para explicarte que había un Gyarados un par de calles más allá; en la que personas que no se sabían, un día antes, el nombre de más de dos Pokémon habían pasado horas paseando y capturando. Hubo quien lo entendió como el fin de la civilización, incluso: qué iba a ser de nosotros, como sociedad, si nos pasábamos el día mirando al mundo de mentira que había en nuestras pantallas, en lugar de al mundo de verdad que había fuera. La verdad es que, de haberse cumplido estos presagios trágicos, a mí me hubiese dado un poco igual: cuando pienso en aquellos meses estivales de hace cinco años se me ocurren cosas malas (un trabajo terrible, ciertos problemas de salud) pero ocupan mucho menos espacio que las buenas (salir a cazar Pokémon con mi madre; una noche con mis amigos en un parque a las tres de la mañana, alrededor del único nido de Squirtle que nos sabíamos).

Supongo que el éxito de la propuesta tuvo, a la vez, todo y nada que ver con ser un juego de Pokémon. La genialidad de la propuesta no hubiese calado tan hondo si no hubiese venido acompañada de la enorme mitología y los años de trayectoria de la saga; el nombre que ya tenían Pikachu y compañía para los jugadores y fanáticos varios no hubiese sido suficiente, en sí mismo, como para sacarla del estadio de aquella manera. Al fin y al cabo, no era el primer título de la saga para móviles, y no era el primero que era gratuito. Lo que sí hacía era establecer un concepto que, aún a día de hoy, suena un poco futurista. Salir a cazar Pokémon a la calle, como si existiesen de verdad, parece tan buena propuesta que da la sensación de que tiene que esconder algún transfondo oscuro. Cumplir los sueños de varias generaciones de niños y adolescentes, y de rebote apoyar las fantasías - de primera o segunda mano - de otros tantos millones de adultos no podía ser tan fácil como sacar el móvil e instalar una aplicación.

Al final, resultó que sí lo era.

Después de aquel furor inicial jugué durante meses; diría que fui la última de mi entorno en abandonarlo. Y, desde entonces, he ido entrando y saliendo a temporadas: un poquito en 2017, un poquito en 2019, y otro más hace unos meses, en un verano que no se está pareciendo nada aquellos meses iniciales, pero que de repente se hizo un poquito más amable. No sólo es que la brillantez del concepto no haya envejecido un sólo día desde entonces: es que el juego no ha hecho más que crecer en estos últimos años, y entre los cambios se cuentan muchos, muchísimos más aciertos que errores.

Casi parece mentira pensar en lo poco que había para hacer en el juego cuando empezó. Cazar Pokémon era, esencialmente, todo lo que llenaban horas y horas de Pokémon Go. Encontrar nuevos bichos en zonas no particularmente pobladas - en mi caso, fuera de la zona más céntrica de Zaragoza y de algunos parques - era todo un desafío, y el sistema de combate de los gimnasios, mucho menos desarrollado que ahora, daba la sensación de ser un poco aleatorio. Ni una, ni dos, ni diez veces alguien me quitó un gimnasio justo después de derrotarlo, no dejando espacio para mis Pokémon; otro buen puñado de veces mantuve la dominancia de alguno durante una o dos semanas. Tuve una pelea invisible con algún jugador del equipo Instinto que constantemente disputaba el gimnasio que había justo en frente de mi oficina, y me escapé incontables veces en los descansos a recuperarlo durante un rato. No era por las monedas, ni por ningún progreso dentro del juego: era porque esa esquina de la ciudad era mi esquina, y ese gimnasio también parecía, de alguna manera, mi gimnasio.

El espacio ficticio que crea Pokémon Go a partir de los espacios reales siempre ha sido, para mí, uno de los grandes atractivos del juego. A la ciudad en la que vives, a las zonas por la que te mueves, se le suma repentinamente un nuevo plano abstracto en el que hay cosas diferentes. A los lugares que ya son de tu interés se les suma un interés añadido a través de un nido, un gimnasio o una Poképarada; los que a priori no te llaman la atención pueden, de repente, ser extraordinariamente relevantes para ti. Uno de mis puntos favoritos para girar Poképaradas, combatir con el Team Rocket y cazar algunos Pokémon es una pista de patinaje y atletismo por la que llevo pasando años y años, pero en la que nunca me había parado ni un sólo momento fuera del juego. Ahora, suelo desviar mi camino si estoy por allí cerca para sacar unos minutos, sentarme en un banco y hacer algunas capturas mientras descanso.

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Si os soy totalmente sincera, volver a Pokémon Go después de un tiempo fuera también ha sido, de alguna manera, una experiencia un poco solitaria. No es que me moleste muchísimo, porque disfruto particularmente de mis paseos en solitario, pero sí ha habido ocasiones en las que se ha hecho evidente que La mayoría de gente - que lleva años jugando, que nunca paró desde el lanzamiento, o que volvió hace mucho tiempo - tiene ya sus grupos de jugadores preestablecidos, sus amigos con los que salen a cazar y capturar gimnasios habitualmente. Un montón de veces, he capturado un gimnasio, y sólo cinco o diez minutos después me he encontrado con cinco Pokémon más allí plantados; muchas veces he visto un gimnasio cambiar de manos delante de mí y no he podido meter a mi bicho porque ya había un equipo de seis, perfectamente formado y equilibrado, listo para plantarle cara al siguiente jugador que viniese. Los cambios introducidos al respecto de la situación de pandemia han ayudado bastante en este sentido: poder mandar más regalos a amigos, o participar en incursiones de manera remota, te hacen sentirte extrañamente acompañado incluso cuando no están contigo físicamente.

Pero también es cierto que el propio juego piensa mucho, en su estructura, en que puedas acercarte a otros jugadores y encontrar lugares comunes con ellos. Los Días de la comunidad, que se centran en un sólo Pokémon o la hora del Pokémon destacado, que aumenta el ratio de aparición de Pokémon concretos a una hora determinada, son una buenísima excusa para acercarnos a los puntos de más actividad del juego de nuestras ciudades. El Pokémon Go Fest 2021, que se celebró el pasado mes de julio, fue especialmente brillante en este aspecto: los parques de mi ciudad estaban particularmente llenos de personas cazando, haciendo incursiones y compartiendo experiencias a ese respecto. Me hizo sentirme, en cierta medida, similar a aquel primer verano.

Si hay que sacarle una cuenta pendiente a Pokémon Go en estos cinco últimos años es precisamente el combate. Un aspecto que, desde luego, nunca ha sido el foco del juego, ni la actividad principal a realizar. Pero, aún así, el sistema sigue dando la sensación de ser primitivo y un tanto incierto, especialmente en las batallas de jugador contra jugador. Como contraposición, la estructura de misiones le ha sentado al juego como un guante: tener una serie de pequeños objetivos que puedes ignorar - o cumplir por pura casualidad - pero que sirven para guiar el juego cuando no sabemos bien qué hacer ayuda a mantener el bucle jugable siempre vigente.

Con todo esto, no queda más que concluir que, durante estos cinco años, Pokémon Go no ha perdido ni una pizca del interés que tuvo en su lanzamiento; y que todo apunta a que los próximos años serán igual de productivos, y permitirán refinar todavía más una fórmula de por sí innovadora y brillante. Seguiremos caminando, seguiremos acumulando anécdotas y cazando pequeños bichillos; emocionándonos un poco al ver a uno de nuestros favoritos aparecer en nuestra casa, en nuestra cafetería de confianza o en la parada del autobús. No se me ocurren más juegos que sean capaces de generar todas estas pequeñas emociones, esta magia a veces irracional, pero no por ello menos real.

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