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Análisis de Transference

Syntax error.

Transference falla en lo que fallan los novatos, pero bajo toda esa tosquedad se esconde la intención de hacer algo grande.

Transference es, entre otras muchas cosas, un juego sobre el error. Lo es desde un primer momento, desde que nos da la bienvenida a una virtualidad que alguien (sea Ubisoft, sea SpectreVision, o sea Raymond Hayes, el científico desarrapado que nos recibe desde dentro de la ficción) ha creado para nosotros y comienza a arrojarnos líneas de código incompletas y texturas que se retuercen por las paredes para recordarnos a cada momento que nada de esto es real. Su estética es la del bug, la del glitch, la de un surrealismo digital que tan pronto referencia a Dalí de manera explícita como lo interpreta a través de comedores que no entienden la gravedad o relojes que no se doblan pero vomitan cifras hexadecimales sin ningún sentido. Es un ejercicio interesante, sobre todo jugado en realidad virtual, porque todos esos protagonistas sin rostro y esos muros que de pronto podemos atravesar, esos frutos de un trabajo perezoso que normalmente sirven para compartir montajes divertidos en Internet y para pedir furiosos la cabeza de alguien en una bandeja, en el fondo dejan al descubierto a un mundo que se revela contra sus propias normas, una farsa que se delata a si misma. Transference habla de todo eso, pero también de los errores de un padre.

Un padre que se obsesiona también con el fruto de su trabajo, que busca la trascendencia para él y para los suyos, que intenta crear algo más allá y por el camino olvida lo que es importante. No creo que proceda contar mucho más, en parte porque si Transference tiene un valor sin duda radica en desentrañar esa historia, y en parte porque honestamente me costaría hacerlo: el juego, intencionalmente críptico y en justicia un puntito pedante, busca el desasosiego también por aquí, por un hilo narrativo potente pero ligeramente desaprovechado que se ve forzado a descomponerse en susurros, en pequeñas notas garabateadas en el recibo de un banco, en figuras infantiles que aparecen al fondo de un corredor buscando a su madre y en una colección de piezas de vídeo desordenadas que generalmente buscan más el impacto que la narración verdadera, al estilo de las temporadas flojas de Perdidos.

Pese a que hay una verdad oculta para el que la sepa buscar, este efectismo constante y esta intención de parecer siempre innovador y rupturista en lo narrativo y en lo formal en el fondo no hacen más que camuflar una sartenada de referencias a los grandes éxitos del indie reciente: hay mucho de Gone Home en sus resguardos de agencias de viajes, sus test de embarazo y sus cartas escritas a medias, hay otro tanto de What Remains of Edith Finch en su tono, su lectura de la familia y su obsesión por desperdigar por el escenario referencias musicales y literarias (Perdidos, de nuevo), y en cuanto a todas esas piezas de vídeo y a la estructura de la narración misma cuesta no acordarse de Her Story, y también no echar de menos su sutileza a la hora de mantener tenso el sedal. Transference tiene buena intención y no dudo que mucho trabajo detrás, transpira constantemente cierto aire de intelectualidad que no deja de agradecerse de cuando en cuando y ante todo respeta a su espectador, pero salvando momentos muy puntuales raramente saca verdadero rédito de todo esto, y por supuesto palidece ante los fenomenales espejos en que se mira. Y la culpa, me temo, es del puzzle, del acertijo, del desasosiego y el desconcierto como pilar de todo el diseño: entiendo que es el objetivo final, pero quizá el estudio debería haber tomado un par de notas de la moraleja que su propio juego intenta plantear.

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Es una moraleja sobre el fin y sobre los medios, sobre disfrutar de la vida y no obsesionarse con preservarla que por supuesto nos han contado mil veces, aunque siempre va bien recordarlo. Por eso también sabe a error que gran parte de todo ese significado se reserve para los extras, para otra colección de vídeos que esta vez encuentra su marco fuera del juego, lejos de las pantallas de ordenador y las proyecciones en las paredes, diseminada en pendrives, bobinas de celuloide y cintas VHS que ejercen de coleccionables y han de ser visionadas desde un apartado concreto del menú principal. Sabe a error y sabe a capitulación, porque resulta amargo que un proyecto tan claramente enfocado a reivindicar el valor del videojuego como vehículo narrativo, a experimentar con sus barreras y a sacarle punta a la tecnología termine teniendo que recurrir al vídeo doméstico de toda la vida para ofrecer alguna respuesta. Aun así es recomendable detenerse aquí, porque hay revelaciones realmente jodidas escondidas en esos archivos y de alguna manera ayudan a hacer las paces con un hilo principal, el del videojuego en sí mismo, que se apaga dejando una incómoda sensación de vacío. Y no creo que sea solo culpa de su duración.

Y es que salvando algún que otro atasco (son medianamente frecuentes, aunque por los motivos equivocados) Transference puede completarse en un par de horas, una duración discreta que quizá en manos más experimentadas hubiera podido dar más de sí. Es la marca final de unas cuantas obras maestras, aunque estaría feo pedirle tanto: Transference es y se siente como un experimento, como el proyecto demasiado ambicioso de un estudiante de audiovisuales que intenta revolucionar el medio en su primer corto mientras lanza besos de tornillo a los referentes que cuelgan de las paredes de su habitación, y como suele suceder en estos casos la ejecución hace aguas rápidamente. En lo jugable, en lo técnico, en lo extremadamente limitado de su interacción e incluso en el trabajo actoral de las secuencias de vídeo todo se siente tosco y acelerado, sobrado de ímpetu pero carente de verdaderas ideas, y el ejemplo más doloroso son unos puzzles simples pero en absoluto sencillos, más enfocados al interruptor escondido y el ensayo y error que al verdadero desafío lógico. Aun así hay momentos aprovechables, y un cierto énfasis en lo ambiental, en la pista escondida delante de nuestras narices y el pensamiento lateral que intenta juguetear con nuestras ideas preconcebidas sobre el videojuego mismo, pero no son frecuentes y suelen quedar emborronados por el mismo error que comentábamos antes: el generar desconcierto al precio que sea.

Incluso a costa del propio bienestar del jugador, porque en algún momento había que hablar del elefante que siempre se esconde en estas habitaciones virtuales: Transference, o al menos el Transference que se juega a través de unas gafas, marea una barbaridad. Intenta evitarlo, porque el modo de giro suavizado (un auténtico suicidio) que mapea la rotación del cuerpo directamente en el stick derecho avisa de las posibles consecuencias en el mismo momento en que lo seleccionamos, y puede sustituirse por la clásica modalidad de rotaciones prefijadas, pero ninguna de las opciones termina por ser plenamente satisfactoria. Y es una pena, porque el otro gran valor del juego es su ambientación, y jugado de manera tradicional el impacto pierde bastante: los susurros siguen martilleando nuestra cabeza, los pasillos siguen siendo estrechos y ese piso de mil y una puertas (el escenario no va mucho más allá, aunque ciertos interruptores nos permiten saltar entre algo parecido a dos momentos temporales que reorganizan el entorno completamente) sigue resultando inexplicable y malsano, pero creo que la apuesta del estudio era precisamente esa, abrumar también en lo sensorial y hacernos sentir intencionalmente incómodos.

Quizá no hasta el punto de la apresurada visita al servicio, pero que nadie se llame a engaño: Elijah Wood, director artístico y cabeza visible del proyecto, podrá parecer muy majo en las fotos pero no ha venido a este medio con la intención de hacer amigos. Su juego es incómodo, es áspero, está lleno de preguntas incómodas y dedos acusadores, y aunque falle en algunas cosas y se exceda en otras cuantas más tiene una intención muy clara: no quiere ser divertido, y en este caso no es un error. Es una decisión consciente, y una con la que en lo personal no tengo problemas: ya hay muchos juegos enfocados a pasárselo piruleta, y de vez en cuando está bien recordar que el videojuego puede ser algo más. Puede que Transference no sea el juego que mejor defienda este caso, pero desde luego lo intenta. Y es importante llegar prevenido.

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