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Análisis de Sifu - Una ensalada de hostias como rara vez ha visto el videojuego

Antes de empezar un viaje de venganza, cava dos tumbas.

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Refinado a todos los niveles, Sifu coge lo mejor de los soulslike, los roguelike y de la propia Sloclap para ofrecer un auténtico prodigio.

Edward Said entendía por orientalismo la exageración que se hacía de los rasgos culturales de Asia y la supuesta inferioridad que estos reflejaban con respecto de la cultura occidental. Esto ha llevado a pensar que el orientalismo es siempre un prejuicio que señala aspectos para hacerlos ridículos e inferiores, pero eso no es así. En ocasiones, el orientalismo señala aspectos como positivos solo para convertirlos en alienígenas, para demarcar la otredad del oriente, el hecho de que esas personas son completamente diferente de nosotros. El ejemplo más claro de esto son las artes marciales.

Desde Occidente las artes marciales se ven como algo místico. Con toda una filosofía de la no agresión, de la armonía y el pensamiento comunitario sobre la individualidad, se les ha investido siempre de un carácter esotérico difícil de aprehender - algo que, en la propia China, no tiene ni remotamente esa consideración. De ese modo, se ha pretendido comunicar una idea específica de los países con los que asociamos las artes marciales: son espirituales y además, tienen una actitud servil y poco dada a la violencia, incluso cuando hablamos de hacer uso de la misma. Esto puede sonar como un halago, pero acaba sonando como la confirmación de la inferioridad de todo un continente, anclado en ideas infantiles sobre la mística, con respecto de la racionalidad occidental, que reconoce la auténtica verdad científica.

Sifu, a pesar de transcurrir enteramente en China, con personajes asiáticos, y girando entorno a las artes marciales, tiene un equipo de desarrollo enteramente occidental, a excepción del músico encargado de la banda sonora. Caer en el orientalismo hubiera sido tan sencillo como dejarse llevar por la mística de las artes marciales y acabar caricaturizando, sin querer e incluso desde el cariño, una cultura entera como si se tratara de un niño repolludo al cual se avala ante los amigos, jactándonos con amor de los logros de ese pequeño al que tanto admiramos. Y sin embargo, Sloclap ha demostrado no solo una extrema sensibilidad a la hora de abordar una cultura que no es la suya, sino que además ha firmado un juego excepcional donde todos sus elementos se dan la mano para ensalzar las verdaderas particularidades del kung-fu, que están muy lejos de tener nada que ver con la mística y sí con el trabajo duro y la observación minuciosa de la realidad.

A raíz de eso, el videojuego ha tenido muchos problemas para representar las artes marciales. Con excepciones, como el sobresaliente Sleeping Dogs, el combate cuerpo a cuerpo en el videojuego casi siempre se encuentra en una encrucijada: si es satisfactorio requiere muchísima habilidad, como suele ocurrir en los juegos de lucha, y si no requiere muchísima habilidad apenas sí es satisfactorio, como suele ocurrir en los juegos de acción. Para nuestro regocijo, Sifu ha entendido la clave detrás de las artes marciales: la combinación entre sencillez mecánica y complejidad técnica.

Todas las artes marciales son, en su base, movimientos fáciles de entender. Es necesario tener en mente lo que está haciendo en cada momento cada músculo involucrado, respirar adecuadamente y ser conscientes de nuestro entorno, pero si nos concentramos, atendemos a las explicaciones y lo hacemos con cuidado, es relativamente fácil que nos salgan bien. Hacerlos bien de forma consistente ya es más difícil, y hacerlos perfecto siempre es muy difícil. Y hacerlos perfecto en una situación de combate requiere un nivel de concentración, conocimiento y familiaridad que no es atrevido definir como sobrehumana. Y así es exactamente como se comporta Sifu en lo que respecta a su base mecánica.

En lo básico, Sifu tiene cuatro botones para pelear: ataque fuerte, ataque débil, parada y esquiva. Técnicamente, cuando nos adentramos en los combos, hay otros elementos involucrados, como dejar breves pausas entre pulsaciones, mover la palanca en movimientos determinados o dejar pulsado un botón en vez de pulsarlo sin más, pero nunca llega al nivel de complejidad de un juego de lucha. Siempre es perfectamente posible conseguir hacerlo a los pocos intentos si nos concentramos en la secuencia. Si la intentamos varias veces, es fácil que además la memoricemos. Y a base de práctica, pronto nos saldrá naturalmente contra enemigos la mayoría de veces. Pero la clave está en ese «la mayoría de veces».

Sifu es un juego exigente. Dos o tres golpes mal recibidos pueden noquearnos, y si bien es posible mantener el botón de bloqueo para parar todos los golpes normales que queramos, si no esquivamos los golpes fuertes, que nos avisan con una luz roja en las extremidades de los enemigos, acabaremos sin barra de defensa y recibiremos daño igualmente. Algo que, si suena a Sekiro, es porque Sifu se mira de forma evidente en el espejo de los Souls en general, pero de Sekiro en particular.

Si bien no tenemos barra de resistencia, tanto nuestro personaje como todos los rivales tienen una barra de bloqueo que va llenándose si hacemos defensas perfectas o si reciben golpes mientras bloquean. Esto hace que, a excepción de cuando usemos armas, lo normal será que rompamos su barra de bloqueo antes que su barra de vida, lo cual nos llevará a una vistosa ejecución donde nuestro personaje encadenará una serie de golpes de kung-fu para acabar con su rival mientras la cámara hace virguerías para enseñárnoslo desde el mejor ángulo posible. Si a esto sumamos que podemos robar las armas a nuestros enemigos y usarlas hasta que se rompan, o incluso usar objetos del escenario como armas improvisadas, empuñándolas o tirándolas directamente a su cara, nunca nos encontraremos en una situación donde no tengamos un par de maneras alternativas para salir del paso.

Esto hace que Sifu siempre sea, como mínimo, vistoso, especialmente porque rara vez, por no decir nunca, nos encontraremos en una situación donde sintamos que tenemos un control absoluto sobre la situación.

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En ese sentido, también es un juego como Sekiro. Entender las bases es fácil, pero dominarlas es difícil y el juego quiere que las dominemos. Eso significa que todos los enemigos pueden hacer mordernos el polvo si nos descuidamos, que los jefes tienen sus propias rutinas que debemos aprender a contrarrestar, y que si intentamos pasarnos Sifu sin aprender a esquivar bien o hacer bloqueos perfectos nos encontraremos que el propio juego no nos considera dignos de ver el final. Al fin y al cabo, esto es un juego sobre kung-fu, de la lucha entre seis maestros de kung-fu, y no tendría sentido que existiera un maestro que no hubiera aprendido cómo hacer algo tan básico como saber defenderse de los golpes.

Pero como en Sekiro, la muerte no es el final. Cada vez que morimos, se suma un año al contador, y entonces resucitamos con tantos años más como años haya en el contador. Si morimos a los treinta con un contador de tres, resucitaremos con treinta y tres años gracias a un talismán, este sí, con poderes místicos. Eso hace que la muerte no sea el final, pero solo hasta que alcancemos los setenta años, donde se romperá el taslimán, y ya solo nos quedará una oportunidad para acabar la run. Porque como en los Souls, aquí no hay punto de guardado, y a diferencia de los Souls, Sifu bebe mucho de los roguelike.

Aunque probablemente habrá discusiones sobre si Sifu es realmente un roguelike, su estructura es la de uno. Tenemos cinco escenarios, todos ellos con al menos un atajo, y al desbloquearlos podemos saltarnos secciones enteras de los mismos. Al llegar a un nuevo escenario podemos empezar directamente desde el escenario que queramos, pero lo haremos siempre con la edad mínima con la que llegamos en la run más exitosa que hayamos tenido. Es decir, si una vez llegamos con treinta años al segundo escenario y otra vez con veinticuatro, a partir de entonces siempre empezaremos el segundo escenario con veinticuatro años, además de los elementos que desbloqueamos y la edad acumulada en el contador en esa run, salvo que empecemos desde el primero intentando mejorar nuestra edad final.

Eso hace que el juego tenga el ciclo de un roguelike. Podemos empezar desde el escenario que queramos, y si bien una run exitosa no tiene porqué ser necesariamente una que empiece desde el primer escenario, siempre tendremos que volver a escenarios anteriores para intentar mejorar nuestra edad, la cifra de nuestro contador, la build que construimos consiguiendo mejoras condicionales en los templetes esparcidos en los escenarios, o todas esas cosas al mismo tiempo.

En ese sentido, todos los elementos del juego reman en una misma dirección. A pesar de llevar toda una vida estudiando artes marciales, el protagonista apenas sí tiene veinte años y necesita toda una vida literal para llegar a dominar las mismas, igual que nosotros necesitamos algo más que leer los controles y practicar un poco para poder pasarnos el juego. Es decir, Sifu supone un reto porque lo que está intentando hacer el protagonista es un reto. Por eso, en el vacío, todos los movimientos son fáciles de memorizar y ejecutar; en contexto, cuando pasamos de pelear contra yonkis para pelear contra artistas marciales, y de ahí a una sucesión de maestros de kung-fu capaz de matar ellos solos gimnasios enteros de artistas marciales, comprobamos todo lo que nos falta por aprender para llegar a ser como la gente contra la que nos enfrentamos, incluso si nunca dejamos de sentir como que somos capaces de hacer cosas increíbles, por más que otros hagan cosas aún más increíbles.

Por eso cada vez hacemos cosas más espectaculares. Porque vamos aprendiendo de nuestros rivales. Porque los imitamos. Y al hacerlo, todo fluye mejor, de forma más natural. De repente, vaciamos salas enteras sin siquiera pararnos a pensar. Y para cuando queramos darnos cuenta, si hemos prestado atención y hemos querido aprender de cada encuentro, nosotros también seremos maestros de kung-fu.

Es ahí donde se hace patente que Sifu es el soulslike de las artes marciales. Cuando entendemos que, como en los Souls, lo importante no es hacer las cosas a la primera, o conseguir pasárselo a fuerza bruta, sino aprender a usar nuestras herramientas, las de nuestros rivales y ser capaces de leer sus movimientos para responder en consecuencia. Es decir, aquí no hay mística de las artes marciales que valga; si queremos derrotar a los cinco maestros de kung-fu que mataron a nuestro padre, tendremos que ser un maestro de kung-fu todavía más capaz que cualquiera de ellos cinco, incluso si nos lleva toda una vida conseguirlo.

Todo esto se traduce también a la narrativa, porque si bien la historia es sencilla - un grupo de maestros de kung-fu matan al padre del protagonista, un niño por entonces, por lo cual decide pasarse ocho años entrenándose para cumplir su venganza -, la narrativa tiene una vistosa complejidad que nos recordará, de nuevo, a lo que hacen los Souls.

Si bien en Sifu tenemos un tablón de recortes donde se acumulan por igual elementos de la historia de los personajes y algunas claves para avanzar, los escenarios del juego nos hablan constantemente no solo sobre cada uno de los maestros, sino también de sus motivaciones. Transcurriendo en una zona degradada por la droga, en un club de alto standing, en un museo contemporáneo, en una empresa conocida por su obra social, y en una clínica que mezclan medicina moderna y tradicional, cada uno de estos sitios y los encuentros que tenemos en ellos nos va contando una historia. Algo especialmente evidente en el museo, que es una sucesión de las obras artísticas de la maestra de kung-fu contra la que nos enfrentaremos allí, pero que se da en todos los escenarios, incluso en la clase de enemigos que encontramos en cada sala en particular, haciendo que el juego no necesite contarnos con palabras la inmensa mayoría de lo que ha sucedido para que llegaran hasta la situación en la que se encuentran los personajes.

Por supuesto, todo eso no sería posible si el departamento de arte no estuviera a la altura. Pero por suerte, no solo cumple, sino que además demuestra un gusto exquisito. Con un estilo marcadamente pictórico, con un gran énfasis en la luz y los colores, pero también en un excelente diseño de personajes que bien podría ser una versión lowpoly de unos personajes hechos a acuarela por Genndy Tartakovsky, el juego nos recuerda invariablemente a películas como John Wick, The Raid o The Villainess en cómo aborda los escenarios y la luz, incluso si recuerda infinitamente más a The Grandmaster, y la obra de Wong Kar-wai en general, en el uso de los colores, algo que solo rompe, con grandes resultados, en el mentado escenario del museo, que por su extraordinario uso de los blancos y la luz recuerdan a lo que hizo Dan Gilroy en Velvet Buzzsaw.

Esto, que puede parecer una ensalada de nombres que no va a ninguna parte, sirve menos para intentar destripar las referencias de Sloclap, que a fin de cuentas no conocemos, que para señalar el absoluto cuidado que hay detrás del arte del juego. Donde muchos videojuegos parecen beber de una o dos referencias y olvidarse a partir de ahí, Sifu crea un universo rico, diverso, y que si bien puede recordarnos a numerosas obras, y circunscribirse sin problemas dentro de cierta corriente del cine de acción moderno, tiene una personalidad propia tan marcada que resulta imposible negar que funciona por sí mismo, algo a lo que contribuye otro punto donde casi todo el audiovisual moderno fracasa: la música.

La banda sonora, compuesta por el músico Howie Lee, es una ecléctica mezcla de electrónica y un uso intensivo de instrumentos tradicionales chinos. Asociando un instrumento específico a cada escenario y cada elemento de los mismos, la aplicación técnica de la misma al juego hace que siempre realce la intensidad de los combates, pero también que tengamos una imagen mucho más vivida de cada escenario y cada personaje, en tanto cada uno tiene su propio juego de sonidos. Todo ello da como resultado una banda sonora que se ajusta perfectamente al juego, pero que es singular por sí misma, resultando en la que, probablemente, será una de las más serias candidatas a mejores bandas sonoras del año, no solo del videojuego, sino del audiovisual en general.

Ahí radica la belleza de Sifu: todos sus elementos funcionan por separado, resultando ejemplos de lo que es el verdadero refinamiento de la técnica; una aplicación certera de un conocimiento adquirido a través de años de práctica y una sensibilidad extraordinaria. Pero además, funcionan también a la perfección cuando se interrelacionan entre sí. Nada en Sifu parece fuera de sitio; son ríos confluyendo en un mismo lago, que lo conforman y son parte de él, siendo independientes al mismo tiempo.

Por eso Sifu no rechina en ningún momento. Nunca parece ser condescendiente con las artes marciales o con la cultura china. Porque la historia podría transcurrir en cualquier parte y no cambiaría su excelente diseño mecánico, pero la narrativa, el cómo suena, el cómo se ve, tendría que ser algo completamente diferente para ajustarse a las particularidades culturales del sitio donde se sitúa ahora la historia. En ese sentido, resulta difícil ponerse exquisito con los posibles defectos de Sifu. Porque es cierto que es un juego difícil. Que sus desarrolladores cuentan una historia que transcurre en China sin ser chinos. Pero la reverencia con la que Sloclap trata su base mecánica, su arte y su narrativa es tan prodigiosa que cualquier queja suena como un grito bajo el agua: quizás puedas sentir que tienes razones para hacerlo, pero no parece prudente ahogarte para decir algo que nadie va a oír.

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