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Pequeños detalles: Sisyphos

"Cojo una roca, la tiro por el retrete..."

"Pequeños detalles" es una serie de artículos dedicados a analizar los elementos individuales, filosofías de diseño y demás aspectos que marcan a videojuegos concretos.


Obelix dirá cuanto quiera, pero la civilización antigua que realmente estaba como una regadera eran los griegos. Pasamos por alto que entre sus figuras más célebres se contaban Sócrates, el mayor tocapelotas de la Historia, y Platón, cuyo nombre en realidad era un pseudónimo que podría traducirse como "el espaldas". Ese era el nivel. Los griegos también inventaron un aparato de tortura llamado toro de Falaris: una estatua de bronce con forma del susodicho animal, y con esto me refiero al toro, en cuyo interior se introducía a la víctima. La estatua luego se ponía sobre una hoguera y el calor mataba a cualquier cosa que tuviera la mala suerte de encontrarse dentro. Esta pasión por el sufrimiento la tradujeron a su literatura, cuyos dioses caprichosos tenían un excelente ojo para el sufrimiento eterno y una lista negra que ríase usted de la caza de brujas en Hollywood; Atlas se veía condenado a sostener el mundo sobre sus hombros, Prometeo disfrutaba de una eternidad atado a una roca con un buitre devorando sus entrañas por los siglos de los siglos y Sísifo tenía la obligación de empujar una roca hasta lo alto de una montaña, único testigo de su propio fracaso porque, una y otra vez, aquél pedrusco acabaría escapándose de sus dedos y rodando hasta el principio.

Existe un videojuego sobre eso.

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Sisyphos da lo que promete: la experiencia completa de controlar a uno de los mayores sufridores de la Literatura Universal. Es un título de smartphones que se juega dando toquecillos en la pantalla que luego se traducen en pasos cada vez más cortos. Conforme la roca va subiendo por la montaña la cuesta se hace más difícil y el ritmo empieza a cambiar: lo que antes eran pulsaciones largas para intentar cubrir una zancada amplia ahora son pasitos hacia lo que parece una eternidad. Pero al contrario que tantos otros videojuegos móviles, Sisyphos nunca cambia. No hay un menú alegre dándote la bienvenida, ni una tabla de puntuaciones para comparar tu rendimiento con el de tu vecino. Jugar no te da nuevas opciones ni nuevos trajes ni hace que la roca se convierta en aquella cosa de Katamari Damacy. La experiencia, impertérrita, es la de la primera partida: Sísifo sube una roca hasta el pico de una montaña de un kilómetro de altura. Siempre la misma montaña, siempre la misma altura. Los únicos sonidos son los de el protagonista, su piedra y, en todo caso, las risas que se escuchan desde el Monte Olimpo cada vez que pierdes. Cuando se llega a la cima, la roca rueda por la ladera y toca volver a subir desde la otra dirección. Así hasta que se comete un error, el pedrusco se nos escurre y tenemos que volver a empezar. Lo único que hay es un medidor de puntuación que valora tu estoicismo y el número de veces que has superado la cima, pero el valor de esa cifra lo decides tú: en cuanto cierras la aplicación, toda esa información se pierde.

Como videojuego no tiene mucho misterio, pero como producto cultural, Sisyphos me resulta fascinante. El personaje mitológico de Sísifo es uno con muchas interpretaciones: su castigo viene tras una vida de violencia y artimañas, y fue capaz de engañar a los mismísimos dioses. Dice la leyenda que consiguió encadenar a Tanathos cuando le llegó la hora y que manipuló su rito fúnebre para así regresar al mundo de los vivos. Según a quién preguntes, su castigo se debe a un motivo u otro, pero la idea global es que le tienen empujando aquella roca como penitencia por su arrogancia. El juego está desprovisto de cualquier significado, y si lo tienes en tu móvil es porque, quizá, algún día te estés aburriendo mientras esperas al autobús y se te ocurra que matar los segundos con esto no es una mala idea. Entras a aquél desierto por voluntad y lo abandonas por hastío o porque se ha terminado la cola para comprar entradas.

Hay algo de conquista en Sisyphos, como si su existencia fuese el equivalente a un trofeo de caza para ser expuesto. Los mitos de ayer son los videojuegos de hoy, herramientas para nuestro entretenimiento. Licencias de restaurantes con el nombre de la mafia italiana, series infantiles protagonizadas por piratas. Menudo mundo. Pero lo sorprendente es que la tarea de empujar aquella roca hasta lo alto de una montaña es una perfectamente gamificable. Si han sido capaz de convertir La Divina Comedia en un videojuego, está claro que no hay nada en este mundo que no sea susceptible de convertirse en un puñado de píxeles y combos, pero el concepto de empujar una roca una y otra vez y, aún así, sacar algo de todo aquello, tiene mucho de videojuego.

Los habituales en este pozo de miseria estamos acostumbrados a repetir tareas. Llámalo recolectar plumas en Assassin's Creed, hacer una y otra vez el mismo circuito de Just Cause 3 hasta conseguir una medalla de oro, llámalo las clases de conducir de Gran Turismo, el ciclo rutinario de Persona o las visitas al Centro Pokémon. Sisyphos siempre se mantiene igual, pero hasta eso implica un pique con uno mismo, aunque sea echar una partida por ver qué tal y justo antes de llegar a la cima se te cae la roca. Dos veces. Como me ha pasado a mí. Pero con eso ya basta para querer volver a intentarlo, porque parece tan obvio y fácil que no entiendo cómo he podido ser así de torpe. Y así acabo emulando lo que los griegos habían concebido como una tortura, salvo que ahora es una pequeña pieza de entretenimiento pasajero. Sisyphos es una señal de la era en la que vivimos, una versión tróspida de las camisetas de Che Guevara, no como alarmismo, que dónde estamos llegando como sociedad, sino nuestro cambio de mentalidad respecto a aquellos grandes mitos. Podemos ser Sísifo, pero disfrutándolo. Padecerlo en el límite que nos apetezca. Y luego una partida de Angry Birds, que ese juego nunca pasa de moda.

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