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Avance de La Tierra Media: Sombras de Guerra

Cuando haces pop, ya no hay stop.

Supongo que todos recordaréis la escena. Sucedió durante la conferencia de Microsoft en el pasado E3, y tenía como protagonista a una bestia de varias toneladas (no, no me estoy refiriendo al coche) que acababa de aplastar la cabeza de un pobre infeliz con las manos desnudas. Así es el día a día en la tierra de Mordor, y esa es la única diplomacia que entiende la raza de carniceros grotescamente deformes que siempre hemos conocido como los orcos. Si nos ponemos puntillosos, realmente no estábamos ante uno de ellos: su desproporcionada corpulencia lo identificaba como un Olog, un miembro de esa subespecie de trolls especialmente fuertes y malignos de la que Tolkien dejara escrito que eran resistentes a la luz del sol y que hablaban más bien poquito; quizá la interminable perorata previa al combate debería habernos hecho sospechar. Aun así, todo estaba bien hasta entonces: sangre, vísceras, desmembramientos, todo correcto, lo que uno tiende a esperar de este tipo de gente. Y entonces sucedió. Un truco mental, un nuevo adepto para nuestra causa, y Brúz el Descuartizador, que así se llamaba el angelito, se despide de nosotros animadamente introduciéndose el dedo índice en la boca y dejando escapar un sonoro "¡pop!". No hace falta mucho más para conseguir que alguien se remueva en su tumba.

No es que al viejo profesor le hayan faltado ocasiones para hacerlo, porque es lo que tienen las modas y de alguna manera hay que seguir estirando el chicle. Sin ir más lejos, no hay más que ver la progresiva degeneración de unas adaptaciones cinematográficas que comenzaron con un hobbit gruñón viendo pasar el carromato de Gandalf y acabaron con Legolas haciendo parkour y un tórrido romance entre Evangeline Lilly y un enano guaperas. Shadows of Mordor, con sus Graugs y sus Caragors y sus cientos de concesiones por metro cuadrado parecía formar parte del mismo problema, pero contaba con una cualidad que lo hacía especial: entender a los orcos. Entenderlos a nivel mecánico, quiero decir. Su envoltura era otro cantar, pero bajo el capó resonaba un sistema, el Némesis, que abrazaba su naturaleza caótica y nos la devolvía como algo vivo, como una complejísima red de traiciones, rencillas personales y relaciones de dependencia en la que la esperanza de vida dependía exclusivamente de la capacidad para hacerse respetar. Jugando al original no era extraño ver interrumpida una misión principal por habernos cruzado en mal momento con un cabecilla que nos la tenía jurada, u observar desde lo alto de una loma como nuestro objetivo era devorado por un par de bestias descontroladas sin que tuviéramos que mancharnos las manos. Eran momentos que nadie había previsto, situaciones completamente emergentes que tenían sus consecuencias a largo plazo, y observar como el organigrama del ejército orco iba adaptándose y absorbiéndolo todo fue sin duda su mayor hallazgo. Por eso llovieron los premios y las alabanzas, pero de esto ya nos advirtió el propio Tolkien: como sucediera con el anillo, con los silmarills y con aquel collar tan bonito, es peligroso enamorarse de lo que uno mismo ha creado.

Enamorarse hasta el punto de doblar la apuesta, porque el movimiento más evidente a la hora de continuar con un juego basado en dar personalidad a los orcos era, claro, darles mucho más de eso. Ahora los apellidos amenazantes, las cicatrices personalizadas y las piezas de armadura intercambiables ya no sorprenderían a nadie, y supongo que por eso cuando me pongo a los mandos y me preparo para mi primer asedio el orco que encuentro a mi lado lleva un gorro de pirata y habla con acento de viejo lobo de mar. En la mano esgrime algo parecido a una guitarra, y cuando se lanza a la carga no puedo evitar acordarme de aquel otro vídeo promocional en el que uno de sus compinches se levanta de un trono de huesos y nos ataca con un lanzallamas. La consigna es que todo vale, y que esa aventura ligeramente díscola que otorgaba un papel discutible a Celebrimbor ha dado paso a un desparrame absolutamente gobernado por las mecánicas. Un festival de cameos y referencias torcidas que no solo nos permite montar dragones, sino materializar a un Graug de la nada cuando no nos apetezca recorrer el camino a pie. Si funciona, está dentro.

El asunto es que lo hace. La fidelidad a las sagradas escrituras ya está fuera de discusión, pero lo que emerge tras todos estos sacrilegios es un conjunto de sistemas realmente bien pensados, un juego lleno de posibilidades y un sandbox que solo pretende ser eso y hace tiempo que dejó de preocuparse de la reacción de cierto tipo de fans. Y en cierto modo es algo romántico, porque que un juego decida pasar por encima de su licencia (y más de una como esta) para apostarlo todo a su base jugable no es tan sencillo de ver. Lo que quizá sea más preocupante son sus guiños a cierto tipo de espectáculo descerebrado, algo que queda patente en la resolución de la misión principal que nos ofrecía esta demo: tras una sección de sigilo construida alrededor de un pozo y unas cuantas torres de vigilancia alguien decide apretar muy fuerte el botón de las palomitas, y sin comerlo ni beberlo nos vemos envueltos en una pelea a puñetazo limpio entre nuestro Graug y un Balrog con armadura. Habrá quien disfrute de estas cosas pero un juego así no necesita necesitarlas, y ver como la escena acaba recurriendo a cinemáticas y quick time events duele; principalmente, porque escasos minutos antes la palabra clave era libertad.

Fuera de algunos episodios claramente orquestados, el juego sigue permitiéndonos hacer las cosas como nos dé la gana, y nos arroja a la cara un flujo constante de nuevos sistemas.

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Fuera de estos episodios claramente orquestados el juego sigue permitiéndonos hacer las cosas como nos dé la gana, y nos arroja a la cara un flujo constante de nuevos sistemas: podemos coronar una torre de manera rapidísima mediante el nuevo salto doble y destripar a un vigía, o teleportarnos entre ellas sin levantar sospechas, o generar una explosión aprovechando una fogata del campamento y aprovechar la confusión para entrar con todo. El combate sigue siendo el rosario de stunts, contras y multiplicadores que recordamos, un sistema que comienza haciendo las cosas sencillas y va abriéndose poco a poco gracias a un muestrario de habilidades ya más que nutrido en el original y que ahora podremos configurar al gusto. Cada una de ellas tiene una forma canónica, pero invertir algún punto extra nos permite acceder a una serie de casillas secundarias y, por ejemplo, absorber energía de los enemigos caídos o añadir daño elemental a ciertos ataques. Volvemos a lo mismo: la gran mayoría de estas habilidades tienen muy poco que ver con Tolkien, y asumir una forma fantasmal para encadenar un par de ejecuciones sigilosas no podría estar más lejos del canon, pero aquí quien sale ganando no es el espectáculo vacío, sino la jugabilidad. Si vas a saltarte las reglas, sáltatelas de buen rollo, tía.

El principal campo de pruebas para todo esto también es nuevo, y se concentra en torno a esas grandes batallas por el control de los bastiones que dominan cada región del mapa. Como una atalaya hipervitaminada, cada una de estas localizaciones se encuentra bajo el control de un gran señor de la guerra, y de otros tantos secuaces más modestos que a la vez comandan una saludable cantidad de soldadesca dispuesta a vender caro cada centímetro. No estamos solos, claro, y es aquí donde el juego se abraza más decidido a su particular doble o nada: si el sistema Némesis gustó, toma dos tazas. Su interpretación más clásica sigue ahí, porque cada uno de estos cabecillas con nombres y apellidos sigue sujeto a una cadena de mando que evoluciona de manera libre según el resultado de estos y otros encontronazos, pero nuestra renovada capacidad de firmar contratos en servilletas viene a cambiarlo todo: ahora entrar en la mente de los enemigos debilitados nos permite ganarles para nuestro bando, aprovechando su clásica tabla de debilidades y fortalezas para, por ejemplo, encargar a un espécimen especialmente corpulento que cargue contra las puertas mientras otro comanda una unidad montada. Antes de cada sitio nos tocará configurar cuidadosamente nuestras fuerzas atendiendo a la cantidad de puntos de asalto disponibles, y después, si todo ha salido bien, encargarnos de repartir ascensos según corresponda. Durante, y esto es lo realmente interesante, lo que tenemos es un sistema totalmente orientado a la acción en el que escalaremos murallas y desbarataremos esa unidad de arqueros que está causando estragos en nuestras filas, pero también la encarnación definitiva de lo mejor que la franquicia puede ofrecer, esto es, su capacidad para generar narrativas completamente emergentes.

Shadow of War no busca agradar a los más puristas, y su vigencia como adaptación no podría importarle menos porque su valor hay que buscarlo lejos de la Tierra Media.

Con todas las piezas en movimiento veremos enfrentamientos entre viejos rivales, y traiciones, y juegos de dobles lealtades que se destapan en el momento más oportuno. A nivel mecánico, resolver una de estas batallas no implica más que plantar la bandera en unos cuantos puntos calientes que previamente deberemos haber asegurado, pero cuando ves morir a un compañero en el que llevabas tiempo invirtiendo (quizá incluso emocionalmente) las cosas se ponen más serias. Puede que intentemos acudir corriendo hasta su posición y no consigamos salvarlo, o puede que sí lo hagamos y más tarde nos devuelva el favor. Puede que, como premio, decidamos entregarle el castillo, o incluso es posible que decidamos seleccionarlo como ese fiel escudero que invocar en cualquier momento del más puro aire para que nos acompañe en nuestras correrías. Sí, ahora también podemos hacer eso.

Como muchas otras a lo largo del juego es una decisión con la que no cuesta enfadarse, pero que en el fondo da muestras de la ambición de un estudio que solo intenta explorar sus propias posibilidades. Shadow of War no busca agradar a los más puristas, y su vigencia como adaptación no podría importarle menos. Su valor hay que buscarlo lejos de la Tierra Media, un simple decorado con el que experimentar, y más cerca del videojuego puro, y de ese cajón de arena decidido a edificar sobre los que sabe son sus puntos más fuertes. Sobre los orcos, sobre su sociedad y su naturaleza, aunque en esta ocasión se eche en falta que se comporten un poco más como tales. Es, supongo, un problema de pura ambición, y un exceso de celo a la hora de construir personalidades de lo que siempre había sido mera carne de cañón. En ese sentido Shadows of Mordor era una mina de oro, pero nuevamente solo hace falta volver a Tolkien: no seríamos los primeros en aprender por las malas de los riesgos que entraña excavar demasiado profundo.

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