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Análisis de For Honor

En el filo.

Una campaña irregular no consigue eclipsar el mérito de un sistema de combate tan fuerte como su comunidad.

En una de las escenas más recordadas de Conan el Bárbaro, concretamente aquella en la que una inocente muchacha se despeñaba al vacío solo porque así se lo pedía su mentor, James Earl Jones sentenciaba que el acero es fuerte, pero no es nada comparado con la mano que lo empuña. Según parece, tras una juventud dedicada a saquear coquetas aldeas vikingas y a decapitar Nadiuskas, al buen hombre le habría llegado la iluminación: desvivirse por forjar buenas herramientas es una pérdida de tiempo si no puedes confiar ciegamente en la voluntad de quienes las utilizan. Sobre esto, sobre lo voluble de la voluntad humana, aprendíamos también un par de buenas lecciones en Braveheart, una película que cambiaba guerreros nórdicos por caballeros y de la que recuerdo haber hablado en mis primeros contactos con For Honor. Decía entonces que el juego venía a cumplir un sueño, una pequeña fantasía personal alimentada, claro, por cientos de películas de espadas y brujería: ese momento en el que los dos contendientes se encuentran en el campo de batalla e inician una danza mortal completamente ajenos a las multitudes que se enfrentan hasta donde alcanza la vista. Siempre me ha parecido una estampa poderosísima, aunque toda la vida me ha asaltado la misma pregunta: ¿Cómo se las arreglaba esa gente para evitar que una puñalada traicionera les alcanzara en mitad de la espalda?.

La respuesta, según For Honor, es que simplemente no lo hacían. Porque la voluntad, en este caso la de jugar bien, es frágil, y por aquellos tiempos lo más normal era que la épica se fuera por el retrete porque alguien decidía que dos siluetas batiéndose al amanecer eran una oportunidad perfecta para acercarse a hurtadillas y arañar unos puntos fáciles. Recientemente, en una entrevista concedida a EDGE, los responsables de diseño de Battlefield 1 apuntaban un problema similar, uno que lleva persiguiendo a la saga desde sus orígenes: los jugadores que utilizan esos carísimos cazas de combate para tirarse en paracaídas y campear desde las montañas. Sus intentos para corregir el asunto son más que loables, pero cualquiera que le haya dedicado más de un par de rondas sabe que Battlefield y conducción responsable siguen sin ser precisamente sinónimos. Es lo que tiene Internet, esa prueba del algodón que insiste en enfrentar a los mejores conceptos contra ese fuego real que es la mediocridad humana. Si For Honor tiene un problema es precisamente ese: que muchas veces el honor es lo último de la lista.

Y es una verdadera lástima, porque de haberla encontrado en su juventud, el bueno de Thulsa Doom se hubiera maravillado ante la factura de una herramienta hecha para deslumbrar en las manos adecuadas. Hablo de su sistema de combate, la verdadera piedra angular de toda la experiencia; un conjunto de mecánicas estudiadas al milímetro, pulidas capa tras capa para adaptarse a cualquier situación, como se fabrican las mejores espadas. Unas mecánicas profundas y ante todo obsesionadas por el equilibrio, que requieren aprendizaje y lo recompensan con una fe infinita en sus propias posibilidades: cada ataque tiene una contra, y cada campeón aparentemente invencible un punto flaco que aprovechar. Sin embargo, puede que sea esa misma fe una de las raíces del problema, porque For Honor, aunque guiado por la mejor de las intenciones, también es un juego que apuesta sobre valores que no cotizan especialmente alto en el multijugador: la paciencia, el respeto y la cooperación. Es algo que se aprecia especialmente bien en las situaciones de desigualdad numérica, episodios que se repiten con relativa frecuencia y que el propio diseño de los niveles parece decidido a premiar. Como es constante en el resto del juego, aquí aporrear botones como gato panza arriba no va a servirnos de nada: si estamos capturando un punto y un grupo de atacantes coordinados nos sorprende con las manos en la masa, lo inteligente es replegarse, aguantar, intentar encadenar bloqueos renunciando por completo al ataque y vendiendo caro el terreno hasta que alguno de nuestros compañeros de servidor decida acudir al rescate. No sé ni como te llamas, pero fenomenal lo tuyo, muchacho. Eso es tener agallas.

El sistema lo tiene todo pensado, y como digo nos da herramientas de sobra para hacer posible una hazaña así; por ejemplo, el medidor de venganza, que se llena con cada bloqueo y también con cada tajo encajado, y nos permite desencadenar un ardor guerrero que derriba a los rivales circundantes y nos convierte en un rival temible. El sistema de bloqueos secundarios hace otro tanto, exigiendo atender a la orientación exacta de los golpes de nuestro objetivo principal pero permitiendo devolver los de sus acompañantes solo con pulsar el stick hacia el agresor. Cuando todo esto sale bien, la recompensa es inimaginable: actuando con cautela y evitando ser rodeado, es relativamente factible plantarle cara a tres o incluso cuatro oponentes armados y sentirte como el mismísimo Kairo Seijuro. Al menos, hasta que tus compañeros ignoran por completo la situación, acabas con la mayor parte de los asaltantes en combate singular y el único rival en pie decide comenzar una ridícula carrera por el mapa porque le queda un pellizco de vida y las zonas controladas permiten recuperarla. Como digo, un arma noble para tiempos más civilizados.

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Es una colisión entre intenciones y realidad, entre las mecánicas y quienes deben utilizarlas, que se hace especialmente evidente al introducir un tercer elemento en la ecuación: cientos de guerreros artificiales que sencillamente no tienen voluntad ninguna. Son los minions, ese nuevo lugar común del videojuego reciente que una vez más tienen como cometido servir de carne de cañón, hacer bulto y acercar todo el diseño un par de pasitos más cerca de League of Legends de lo que sería recomendable. Por eso no acaba de funcionar Dominio, un modo con tres carriles, poderes desbloqueables y un montón de cascarones sin vida en el centro que pasa por ser el plato principal del menú, y que propicia como ningún otro las melees descontroladas y la concentración de jugadores en un mismo punto: salvando alguna partida esporádica, intentar pensar en parrys y movimientos de finta aquí es un poco como intentar interpretar una pieza de Paganini subido en el Dragon Khan. Más satisfactorio, aunque incomparablemente menos popular, resulta Escaramuza, una versión libre del mismo concepto que elimina los puntos de control y reduce drásticamente la presencia de inteligencias artificiales, manteniendo uno de los mayores hallazgos de Dominio: la fase de ruptura, una suerte de muerte súbita que puede revertirse y que exige dar caza y ejecutar a la totalidad del equipo contrario antes de dar la partida por ganada. Es en esos momentos, cuando el caos se reduce y todo se vuelve más personal, en los que realmente brilla For Honor, y por eso las verdaderas estrellas de la función son, como era de esperar, los modos por los que nadie daba un duro: Duelo, Pelea y Eliminación. Esto es, diferentes configuraciones (1vs1, 2 vs 2 y 4 vs 4) para un mismo concepto, esa pelea entre iguales que debería soportar todo el título y que lo hace brillar como lo que realmente es: un fenomenal juego de lucha uno contra uno.

Dado que su fuerte está ahí, en el combate cara a cara, en los espacios, las fintas y los contraataques, cabría esperar que eliminando el componente humano de la ecuación todas esas mecánicas desnudas podrían reclamar el protagonismo que sin duda merecen. No es del todo falso, porque a nivel mecánico su campaña intenta aportar exactamente eso: un entorno controlado, libre de exploits y de caraduras, donde medirse el lomo con oponentes que entienden por obligación contractual de qué va eso de el arte de la guerra. Por eso son memorables las batallas contra los jefes, aunque del resto de enfrentamientos no siempre se puede decir lo mismo, porque en su vertiente singleplayer For Honor comete ese error tan común de confundir calidad con cantidad: hay demasiados enemigos, demasiados de ellos no saben hacer la O con un canuto y la sombra del Musou de época planea demasiado cerca de muchas de las situaciones que intenta plantear. El argumento tampoco ayuda: los diálogos son pobres, los personajes son más que planos y en general el nivel de escritura se sitúa a años luz de otras producciones recientes de la compañía, como el fenomenal Watch Dogs 2. Incluso las breves escenas introductorias que nos dejó la reciente beta de Ghost Recon Wildlands, otro juego claramente enfocado al multijugador, mostraban mayor empeño en lo narrativo, y por eso esta historia de facciones enfrentadas por motivos poco claros deja cierto regusto amargo: porque parece plenamente satisfecha en su condición de mero aperitivo, y arroja la toalla antes de empezar. No es ningún desastre porque de hecho es un aperitivo, pero uno compuesto de 18 platos, organizados en tres mini campañas de seis capítulos; evidentemente no se acerca a los parámetros de un Zelda, ni siquiera a los de un Uncharted, pero una duración que se mueve entre las ocho y las diez horas debería dar espacio suficiente para algo más de ambición.

Por eso, de vuelta a los inhóspitos campos de batalla del multijugador, la buena noticia es que todos esos baches, todas esas traiciones y todas esas puñaladas traperas tienen una solución, una única respuesta inmortal: git gud. Mejorar, simple y llanamente, y hacer frente a aquellos que se empeñan en jugar mal jugando excepcionalmente bien. Aprovechando las posibilidades que ofrece una herramienta inmejorable, y utilizándola para el bien. Zambulléndose en sus sutilezas, y dejándose absorber por un sistema que no recompensa a quienes se contentan con aprender lo básico. Atreviéndose, sin ir más lejos, a abandonar la relativa seguridad de los héroes de Vanguardia: optar por un Orochi, por ejemplo, implica tener que sincronizar las guardias en cada ataque, pero sus combos de contra te abren un mundo nuevo.

Esas, las mecánicas y las sutilezas, son las armas de Ubisoft para intentar enderezar la experiencia, los cables metálicos que guían a un arbolito que, como todo en la naturaleza, se empeña en crecer de cualquier manera. Por eso, y ya que hablábamos de películas de vikingos y caballeros, no me gustaría despedirme sin acordarme de las palabras del único guerrero oriental que realmente importa: el anciano señor Miyagi. Él nunca perdió la calma, ni aunque un montón de gamberros con máscaras de calaveras hubieran intentado quebrar su pequeño bonsái. Todo puede sanar, Daniel-san. Si las raíces son fuertes, el árbol sobrevive.

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