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Fable III

A rey muerto, rey puesto.

En la línea de la anterior entrega, Fable III es una apuesta por la simplificación total en todos los campos: el juego ni nos castiga ni nos recompensa. En nuestras muchas peleas por liberar o por salvar Albión ser derribado carecerá de importancia alguna. No moriremos, sino que apenas perderemos una cantidad mínima de experiencia. Esto hace que los combates no se planteen como algo relevante -las peleas siempre nos tienen como ganador: es una mera cuestión de tiempo-, sino como un entorpecimiento continuo de nuestro progreso. A esto se le añade que el sistema de combate sea la simpleza elevada a categoría: un botón para cada tipo de ataque, sin necesidad siquiera de apuntar, sin la posibilidad de hacer combos, con algunas animaciones vistosas pero sobre las que no tenemos potestad alguna. Si a este esquema tan básico se le añade la certeza de la inmortalidad, la irrelevancia de la muerte, el combate acaba siendo un mero pulsar botones sin criterio ninguno hasta que los enemigos dejan de salir: Fable III no hace nada para que el jugador quiera jugar bien, porque no puede.

De la misma manera, avanzado el juego, se nos planteará la dicotomía de ser generosos con nuestra fortuna o de actuar avariciosamente, pero habida cuenta de la irrelevancia del dinero en el sistema jugable (no necesitamos comprar salud, ni armas, porque el combate siempre acaba en victoria), deshacernos de nuestras riquezas no afectará en lo más mínimo a nuestra forma de jugar. Toda la repercusión de nuestras decisiones en el juego se limitará a aspectos argumentales, pero el corazón de Fable III será el mismo en todos los casos. Si hemos tenido la precaución de ir invirtiendo en propiedades en nuestro camino hacia el trono el dilema pasará de irrelevante a inexistente; si no, la frágil estructura de las misiones nos permitirá arreglar nuestras malas decisiones acumulando dinero en muy poco tiempo si sabemos encontrar huecos en nuestra agenda de monarca. Ser rey tiene momentos brillantes en Fable III, pero son más escasos de lo deseable.

Con este mismo espíritu simplificador, Fable III ha deshecho la idea de progresión del personaje en el aspecto más rolero del juego. En anteriores entregas, ejercer de herrero, de tabernero o de bardo tenía, además de un interés puramente pecuniario, un papel que jugar en la evolución del personaje: cuanto más te empleabas en ser herrero, mejor herrero eras y más dinero ganabas. Se mejoraba no sólo la habilidad del avatar, sino la del jugador que, mediante la práctica, se iba haciendo capaz de resolver retos de dificultad creciente. En Fable III todas las habilidades se mejoran de la misma manera: invirtiendo medallas del Gremio. Estas medallas se ganan haciendo misiones, ganando combates e interactuando con los aldeanos. Para elegir las mejoras nos trasladaremos a un onírico escenario en forma de ruta ("el camino del reinado", se llama) en el que con las medallas podremos abrir cofres que contienen nuevas magias, mejoras para el combate o nuevas interacciones con los demás, desde besar a tirarse pedos, un clásico prescindible de Fable. La mejora del personaje es sólo un acto de compra, de intercambio, no una experiencia real para el jugador, como tampoco lo es la relación con los ciudadanos de Albión, que lleva más tiempo que en Fable II por tenerse que hacer individualmente.

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Fable III

Xbox 360, PC

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