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Análisis de Etherborn

Gravity is workin' against me.

A pesar de su brevedad e incluso de su puntito pedante, Etherborn es una idea fenomenal y un debut sumamente prometedor.

El primer análisis que publiqué, una pequeña reseña de Super Hexagon para la por aquel entonces recién estrenada web de Antihype, comenzaba con una cita de Jean Baudrillard. El fragmento giraba en torno al concepto de hiperrealidad, uno de los puntales del pensamiento del posestructuralista francés, y buscaba introducir lo que por aquel entonces entendí como una afiladísima reflexión acerca del significado y los límites del videojuego mismo. Del videojuego como entidad pura, como artefacto de lo hiperreal que trasciende su origen como mera simulación y trabaja exclusivamente en el campo de las ideas; del videojuego como contrapunto a lo que entendemos como existencia.

Super Hexagon era un punto de partida perfecto porque en sus vertiginosos laberintos de polígonos planos y abstracción absoluta no hay un solo referente mundano, y también toda la justificación que un entusiasta aspirante a analista necesitaba para divagar un buen rato sobre mapas y territorios, citando a Borges todas las veces que fueran humanamente posibles. Sigo recordando el texto con mucho cariño e incluso considero la reflexión acertada y aprovechable, pero quizá hoy me hubiera ahorrado escribir que era esta una cuestión que "surge con facilidad" cuando cualquiera se sienta a jugar. Visto con la perspectiva que dan los años, no me queda otra que reconocerlo: sí, es posible que aquel primer texto fuera un poquito pedante.

Si comienzo contando todo esto no es por querer arrebatarle a Etherborn ni un ápice de protagonismo, pero puestos a tirar alguna que otra piedra (pequeñita y bienintencionada, pero piedra al fin y al cabo) prefiero aclarar primero que aquí nadie está libre de pecado y llevarme de paso el primer coscorrón. Un coscorrón que quizá en su momento me hubiera costado encajar, porque en el fondo todos hemos estado ahí: calentando en la banda antes del primer partido, con un hambre infinita en las botas y el entusiasmo sincero de quien se enamora de un medio y a la vez pretende hacer temblar sus cimientos desde el minuto uno. Aquí estoy yo, y vengo dispuesto a cambiarlo todo.

Todos hemos querido hacer ruido, todos hemos venido dispuestos a comernos el mundo, y el resultado suele ser ese primer disco, esa primera novela, ese corto de estudiantes que aguanta los planos eternamente y cierra sus diecinueve minutos de diálogos sobreactuados con imágenes de una playa y una flor marchitándose a contraluz. Etherborn no es ajeno a todo esto, y ni siquiera estoy seguro de que debiera serlo: creo que es una etapa necesaria, que dejarse llevar por el entusiasmo tiene su punto tierno y encantador, y que por eso el debut de la gente de Altered Matter resulta esperanzador. Porque parte de un proyecto de estudiantes a los que les sobraron las ganas, y porque en el fondo, bajo toda la pompa y el artificio, reluce algo que no es tan sencillo encontrar en todas esas óperas primas. Algo tan simple y necesario como una idea realmente buena.

Y por eso prefiero empezar hablando de ella, y quizá pasar de puntillas sobre todos esos interludios en los que se nos arrebata el control y su etéreo protagonista transita de etapa a etapa, escalando por un árbol en apariencia infinito o perdiéndose en el horizonte mientras una voz en off recita pasajes de un texto al que le sobran toneladas de intensidad. En lo narrativo, en lo formal, en todos los recursos que utiliza para envolverse de una impostada capa de trascendentalidad, Etherborn resulta excesivo y artificioso, pero lo que podría leerse como un exceso de confianza revela pronto una ausencia de verdadera fe en un componente mecánico suficientemente robusto como para soportar el peso de la experiencia y, creo, cualquier discurso que se quisiera alcanzar aquí. Un componente mecánico que, ahora sí, sorprende por su simpleza, por la elegancia de un conjunto de reglas que van mutando y engordándose con el tiempo, pero que en el fondo podrían reducirse a una sola: la gravedad como entidad variable, como fuerza que reinterpreta los escenarios atendiendo a las superficies que los componen y que de alguna manera consigamos alcanzar.

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Pese a lo inmediato que resulta hacerse con el concepto jugando, ponerlo por escrito es considerablemente más peliagudo, así que intentaré aplicarme mi propio cuento y seré lo más conciso posible: en Etherborn manejamos a un pequeño humanoide que solo puede caminar, correr, saltar de manera bastante tímida y recoger una especie de orbes que se encuentran semi escondidos por el escenario y a su vez permiten activar una serie de pulsadores que despliegan pasarelas, invocan bloques de la nada y en general modifican el escenario y hacen posible la progresión. Hasta aquí todo es relativamente normal, pero el gancho reside en la gravedad misma, y en un espacio tridimensional que no entiende de abajo, izquierda o arriba: mientras transitemos por una superficie dada esta será el suelo, las adyacentes serán las paredes y las caídas obedecerán a esa orientación, pero si una pequeña rampa o un peralte del terreno nos permiten continuar la marcha por una superficie hasta entonces vertical esta pasará a no serlo, reorientando la dirección del impulso gravitatorio hasta que la mencionada pared se comporte como un nuevo suelo y viceversa. Suena complejo, pero como digo en la práctica resulta inmediato, elegante y sobre todo está colmado de oportunidades para la segunda lectura y el puzzle espacial.

La más obvia de estas oportunidades reside en la interpretación de cada escenario, una masa en principio abstracta (hay rocas, arroyos y pequeñas cascadas, pero todo obedece a una intención más funcional que figurativa) conformada de ángulos rectos y sutiles suavizados en ciertas esquinas que pronto aprenderemos a leer como partes de un posible camino, como las piezas de una coreografía espacial que nos permita, si es que reorientamos las cosas en un orden concreto, convertir esa atalaya inalcanzable en un sumidero al que dejarse caer para continuar avanzando. Aprenderemos que las paredes cortadas a cuchillo son una señal de prohibido el paso, que cualquier superficie curva es un lugar por el que habrá que avanzar, y que ese agujero en mitad del techo será más pronto que tarde la vía que de sentido al conjunto y nos permita completar el rompecabezas. Esas son las piezas básicas, los bloques de los que el juego dispone para construir unas prisiones que maravillan por su inteligencia y serpentean sobre sí mismas una vez tras otra, obligándonos a volver sobre nuestros pasos para reencontrarnos con un escenario que se resignifica completamente desde cada nuevo punto de vista. Etherborn tiene problemas, insisto, pero es igualmente frecuente topar en él con destellos de auténtica genialidad.

Una genialidad que, eso sí, no llega desprovista de referentes, porque las óperas primas también han sido siempre una ocasión para reverenciar tus ídolos. Es algo sencillo de apreciar cuando intentamos forzar la máquina y escapar de un callejón sin salida, intentando burlar las reglas de un salto para que la gravedad nos ate a la superficie como lo haría en cualquiera de los planetoides de un Mario Galaxy. También cuando intentamos portarnos bien y alejamos la cámara (una cámara, por cierto, tampoco exenta de problemas: su colocación y su manera de seguir la acción, su carácter incluso narrativo, son generalmente sobresalientes, pero se echa en falta un nivel de zoom global que nos permita hacernos una composición realmente completa de la situación) para intentar asimilar todos los posibles ángulos de unos dioramas flotantes que recuerdan poderosamente a los de cierto capitán del universo Nintendo. Cuando alguna ilusión visual nos juega una mala pasada y de pronto reparamos en todo lo que Etherborn toma prestado de Echochrome, o de cosas como Monument Valley.

Hay algo de Fez en su manera de reinterpretar cada una de las caras del escenario, algo de Braid en esa estructura que alterna conceptos y aplicación, y algo de Journey en el incesante ascenso hacia una meta que no está clara. Etherborn es una sartenada de conceptos, un conjunto de homenajes más o menos explícitos y desde luego un juego que no se avergüenza de caminar sobre los hombros de los gigantes, pero quizá en el camino ha olvidado labrarse una verdadera personalidad. Y por eso cuando termina, cuando asciende y explota y alcanza el clímax exactamente de la manera en que imaginabas, deja una incómoda sensación de vacío. Porque las ideas parecen haberse agotado muy pronto, y tras apenas un par de horas el titánico esfuerzo de imaginar todo esto parece sobrepasarle y el juego simplemente nos abandona; porque había potencial para mucho más. Había potencial para comerse el mundo, aunque supongo que sería injusto pedirle algo así a quien acaba de llamar a la puerta. Esperemos que esto haya sido solo el aperitivo.

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