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Análisis de Dying Light

Zombis y parkour.

Era complicado recibir con entusiasmo un juego como Dying Light. Con una escena de triples A que desde hace un par de años (lo que está durando este impasse entre generaciones) se niega a abandonar su cómoda trinchera o a correr más riesgos que los estrictamente necesarios, la idea de hundir la cabeza en esta nueva vuelta de tuerca dada por los polacos de Techland a su plantilla de Dead Island se antojaba, a priori, como poco estimulante. Con ese aspecto tan a compota recalentada de éxitos recientes; de intento de alcanzar el éxito vía el camino más transitado. ¿Zombis? ¿Mundo abierto? ¿Sexy parkour? ¿Guiños a los juegos de supervivencia? ¿Fantasías de poder para súper machos? Techland lo mete todo en su juego porque si menos es más, imagina cuánto más puede ser más. Una receta para pensar, si no en el desastre, sí al menos en una invitación al bostezo.

Pero en esta ocasión hay pocos motivos para ponerse cascarrabias: la receta ha funcionado, y tras unas primeras morosas horas de tutorial, Dying Light ha sido capaz de derribar la mayoría de los prejuicios que podíamos tener. O mejor dicho: que yo mismo tenía.

Pongámonos antes en situación: controlamos al mismo aburrido avatar que llevamos controlando desde hace diez años, el mismo Rafa Mora de cabeza afeitada, bíceps de ocho horas diarias de gimnasio, camisa apretada, barba de dos días, cejas depiladas y militar de profesión que por exigencias de guión se infiltra en Harran, una ciudad aislada por la cuarentena zombi, en busca de unos documentos importantísimos para todos los personajes del juego salvo para nosotros, los jugadores, que nos importan más bien poco. Según dónde busquemos la información, esta ciudad ficticia estaría situada en Sudamérica (¿Brasil?) o en Turquía, aunque la moneda sea el dólar, todos los periódicos estén escritos en inglés, la mitad de la población tenga acento ruso y la otra mexicano. En realidad, este no-lugar se aproxima más a la fantasía cyberpunk de un mundo globalizado, a los arrabales que se extienden más allá de la muralla de Mega City donde se agolpan unos sobre otros todos los olvidados por gobiernos y macro corporaciones, que a la recreación más o menos fiel de cualquier urbe real.

El nuevo trabajo de Techland nace con vocación de taquillazo default, el mínimo común denominador del videojuego mainstream, pero sería injusto no reconocerle que su criatura funciona.

Además de los muertos vivientes, allí encontramos otros horrores desatados por los aún no convertidos. Porque, ya sabes: en el apocalipsis zombi todos nos ponemos un poquito feudales de más, y así nos enfrentaremos con crueles caciques locales, cretinos que aprovechan el derrumbe del contrato social para sacar a pasear a su psicópata interior y para convertir frustraciones de lustros en una recreación de El Señor de las Moscas. Todo con cierta intensidad de más y con visiones sobre la condición humana no especialmente originales, pero, en último caso, funcionales para ponernos en situación.

En este contexto, el talento para fabricar armas con materiales encontrados y la capacidad para ejecutar todo tipo de acrobacias urbanas serán las habilidades que nos mantendrán vivos, mientras que los combates cuerpo a cuerpo con no muertos (nunca con pistolas, por supuesto: las balas escasean y el ruido atrae a bestias con las que no queremos cruzarnos) y el rebuscar en casas abandonadas con la esperanza de encontrar suministros y chatarra, se convertirán en nuestro día a día.

Imaginemos todo ello presentado dentro de un mundo abierto con una estructura clásica de misiones principales, secundarias y retos varios, y tendremos, en dos brochazos rápidos, una idea aproximada de qué es Dying Light.

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No hay dudas de que el nuevo trabajo de Techland nace con vocación de taquillazo default, el mínimo común denominador del videojuego mainstream, pero sería injusto no reconocerle que, ya sea por talento de sus desarrolladores o por pura fortuna -me resulta complicado saber cuál de las dos ha tenido más peso en el proceso de desarrollo-, su criatura funciona. Todos esos componentes que le dan forma y que vistos desde la distancia podrían parecer pegotes de barro lanzados contra la pared, al final se engarzan sorprendentemente bien entre ellos, y si en algún momento chirrían los engranajes, lo más posible es que ni siquiera nos enteremos, porque estaremos muy concentrados pasándolo bien. El componente de parkour y el plataformeo en primera persona de Dying Light es, sobre todo -y esto no es una cuestión menor-, divertido. Divertido de ejecutar, divertido de aprender y divertido de ver.

La tan cacareada diferencia entre día y noche es algo más que una excusa para el marketing: al caer el sol salen de sus nidos las peores aberraciones de Dying Light, y la presión de ponerse a salvo antes que el reloj anuncie las nueve de la noche está siempre presente.

Pensándolo ahora, puede que el parkour se trate de la argamasa que une todas las ideas del juego y lo que haga que las caídas de ritmo sean mínimas. Trasladarse del punto A al punto B nunca se vive como una obligación o un peaje obligado para alcanzar el lugar donde están ocurriendo las cosas interesantes de verdad, sino que el mismo trayecto se convierte en un atractivo en sí mismo. No porque Dying Light se trate de un juego especialmente atractivo en lo visual (que no lo es, puede ser más o menos musculoso en lo técnico, pero la poco inspirada oda al ladrillo visto, la uralita y al post apocalipsis urbano de su diseño artístico ofrecen escasas estímulos al ojo dentro de un juego que, en honor a la verdad, nunca pretende ser una experiencia contemplativa a la Red Dead Redemption o Skyrim, sino que funciona mejor a base de latigazos, nervios y carreras, no con tranquilos paseos y paisajes en los que proyectarnos), sino por el reto que supone navegar una ciudad en ruinas donde debemos olvidarnos la gramática del urbanismo tradicional y empezar a pensar en las calles, en los patios de vecinos, en las cunetas y en las tuberías de forma contraintuitiva, olvidándonos de la función para la que están pensadas y buscándoles las cosquillas. Creando, si es necesario, caminos donde no los haya. ¿Entrar en las casas por las ventanas y salir por los techos? Buena idea. ¿Convertir postes de la luz en escaleras improvisadas? Aún mejor. ¿Utilizar grandes carteles de publicidad como pasos elevados y eludir la masa zombi? Arriesgado, pero inténtalo, claro. Traceur, no hay camino, se hace camino al saltar.

Esta invitación a probar diferentes opciones de navegación por los escenarios se extiende también a la hora de gestionar el resto de problemas que nos presenta Dying Light. No estamos, ni mucho menos, ante un nuevo Deus Ex o Dishonored: las misiones son bastante lineales, pero la forma de solucionar los retos son lo suficientemente variadas como para engañarnos con una agradable sensación de libertad. El cómo gestionamos nuestro inventario, cómo utilizamos el entorno a nuestro favor o qué partido le sacamos a nuestras habilidades de combate y acrobacias introduce aspectos estratégicos a un juego que casi siempre es capaz de evitar ser fatigoso para el jugador. Se le resta peso a los coleccionables inútiles, reduce el tamaño de su mapeado para que los trayectos nunca agoten, los varios modos online (uno especialmente interesante donde controlamos una bestia zombi que se mueve por Harran como Venom por la Nueva York de Marvel) no se nos imponen a la fuerza y ninguna misión principal o secundaria -al menos, las que he podido probar- se vive como un intento por alargar de forma artificial la duración del juego. En definitiva, cada paso que damos dentro de Dying Light suele tener un propósito, un uso práctico que va más allá de hacer de recadero de NPCs.

Otro punto a favor: la tan cacareada diferencia entre día y noche es algo más que una excusa para el marketing. Al caer el sol salen de sus nidos las peores aberraciones de Dying Light, ogros perseguidores que aprovechan la casi oscuridad total para meternos el susto en el cuerpo y acelerar el ritmo de un juego que ya iba bastante a tope con carreras por nuestra vida en busca de los refugios y casas seguras repartidas por el mapeado. La presión de ponerse a salvo antes que el reloj anuncie las nueve de la noche está siempre presente y supone una buena forma de manipular nuestro estado de ánimo.

Dicho todo esto, pienso que Dying Light es más disfrutable. Sus mecánicas están bien resueltas, tiene cierta profundidad y deja buen sabor de boca. Pero su falta de atractivo visual y su similitud con otros muchos juegos parecidos creo que lo convierten en un título poco revisitable y que probablemente desaparezca de nuestra memoria con más rapidez que otros juegos peor rematados, pero más arriesgados y sorprendentes. Sin embargo, mentiría si concluyera que esto son motivos suficientes como para retirarle la palabra a una nueva e interesante aventura zombi que, al menos de momento, es merecedora de nuestra atención.

7 / 10

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