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Análisis de Chicory: A Colorful Tale - Una brillante aventura sobre el proceso creativo que sorprende y emociona continuamente

Coloréame sorprendido.

Eurogamer.es - Imprescindible sello
Chicory: A Colorful Tale se reapropia con maestría la fórmula de los Zelda 2D para hablar sobre el trabajo creativo.

Una de mis actividades favoritas de las últimas semanas es bajarme a la playa a caminar mientras escucho el podcast Andar, en el que Jordi de Paco y Marina González, desarrolladores de Deconstructeam (Gods Will Be Watching, The Red Strings Club), salen también a pasear y graban sus conversaciones. Casi todos los programas giran en torno al proceso de crear: desde el peligro de quemarse por centrarse solo en trabajar hasta el vacío que queda al presentar una obra al público; también aspectos económicos que raramente se discuten en abierto dentro de nuestra industria. Ambos cuentan sus experiencias con transparencia y espontaneidad, pero sobre todo con una lucidez que facilita identificar las problemáticas inherentes al trabajo creativo. Así es fácil verse no solo reflejado, sino hasta cierto punto diagnosticado.

En una de estas casualidades cósmicas, cayó en mi regazo el análisis del nuevo juego de Greg Lobanov, el responsable de Wandersong. Chicory: A Colorful Tale, fruto de un Kickstarter exitoso hace un par de años, es un juego que habla de estos mismos temas desde una perspectiva igualmente personal. La protagonista no es Chicory, el personaje del título, sino una perrita a la que ponemos nombre nada más empezar (de aquí en adelante Sushi, que fue el que escogí en mi partida). Es la limpiadora en la torre donde se hospeda Chicory, la Artífice encargada de dar color al mundo con un Pincel especial. Un día Sushi se encuentra con que los colores se han borrado y el Pincel ha quedado abandonado, así que ni corta ni perezosa se convierte en la nueva Artífice y se embarca en una aventura para devolver el color a los objetos.

El mundo de Chicory se nos presenta monocromo, con apenas unos trazos definiendo los perfiles de los objetos, pero todo lo que vemos es susceptibles de ser pintado con el pincel. Cada zona tiene una gama de cuatro colores entre los que alternamos para dar vida a cada entorno: podemos pintar suelos, paredes, vegetación e incluso a los propios personajes que habitan el mundo. La idea podría tener la mecha muy corta de no ser por la magistral manera en que Lobanov recoge la herencia de los Zelda 2D, dándole a la aventura una gran componente de exploración. Tenemos pequeñas historias en cada pueblo, favores que realizar para casi todo el mundo ("¡pintame un logo!", "¡diseña un postre!") y multitud de puzles que hacen un uso muy inteligente del pincel.

Las mecánicas permiten que nos apropiemos del mundo; aquí no nos limitamos a cruzar el mapa en busca de aventuras, sino que lo cambiamos a base de pinceladas. El juego recuerda lo que hemos pintado en cada una de sus pantallas, así que nuestro paso por el mundo queda completamente registrado. Podemos pintar un escenario de un solo color con brocha gorda, dejar un rastro solo por donde necesitamos movernos o detenernos a darle personalidad a cada tienda; el juego recordará todas las pasadas y podremos ver el mosaico que hemos creado a través del mapa in-game.

Al principio las interacciones son sencillas, por ejemplo unas plantas que cambian de tamaño según si tienen o no pintura, pero a medida que aprendemos a dominar el pincel conseguimos nuevos poderes como nadar en la pintura a lo Splatoon o alumbrar en la oscuridad. Así conseguimos acceso a nuevas zonas, más métodos para movernos y más herramientas para unos puzles que tienen más enjundia de la que parece a simple vista. Es un título enamorado de los secretos, que siempre premia el buscar rutas alternativas y nunca da puntada sin hilo. En muchas habitaciones con puzles encontramos dos soluciones distintas: una más sencilla que sirve para avanzar y una más complicada que requiere un mayor dominio de la mecánica de la sala, con un traje para Sushi como recompensa.

No deja de sorprender en ningún momento, combinando ideas originales con referencias a otros títulos que siempre trabaja desde una perspectiva propia. Aprovecha todas sus herramientas para conseguir sacarnos carcajadas o momentos entrañables con idéntica habilidad. Aunque el control es sencillo, tiene más profundidad de la que aparenta e incluso mecánicas que parecen secundarias (decorar habitaciones, tomar fotografías con nuestro smartphone) tienen su momento para brillar.

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Chicory ya me habría parecido un juego genial solo con esto, pero creo que lo que más impacto tiene es su narrativa. En la aventura tenemos la ocasión de hablar con un gran elenco de personajes, cada uno con su pequeña historia que contar siempre con encanto y amabilidad. Incluso las más anecdóticas suelen tener alguna perla; recomiendo encarecidamente hablar con todo el mundo, dedicar tiempo a sus misiones secundarias y escuchar los problemas de los ciudadanos. Algunos tendrán interacciones divertidas, otros nos cargarán de tareas sin pensárselo un instante y muchos dejarán lecciones vitales con los que replantearse la manera en la que el trabajo está determinando nuestra vida. Uno de los cameos más curiosos que tiene el juego me ayudó a reafirmarme en mi necesidad de sacar tiempo para cosas mías fuera de la pantalla.

El núcleo emocional y narrativo del juego es, eso sí, la relación entre Sushi y Chicory. Sin destripar mucho, hablan sobre el proceso de trabajo creativo y sus efectos colaterales: desde el miedo al rechazo o la implicación emocional hasta la necesidad de descansar para no reventar. Lo hace de una manera elegante y cercana, tratando estos temas con delicadeza pero nunca dulcificándolos, localizadas a la perfección dentro del marco de una historia de crecimiento personal en la que es difícil no verse reflejado en numerosos momentos. Cuando en el párrafo inicial hablaba de las bondades de Andar es precisamente porque muchas conversaciones entre ambos personajes me han recordado a los momentos en que Jordi y Marina se abrían de manera visceral para contar experiencias personales. Lobanov parece encontrarse en un punto de su carrera similar y muchos de los temas que tratan se solapan de una manera que, como decía, parece una coincidencia cósmica.

Es refrescante encontrar un juego que no se centra solo en transformar su mundo, sino que también se pregunta cómo, por qué y de qué manera se afronta esto a nivel personal. En este sentido me ha encantado la trama opcional que se desarrolla en una academia de pintura y que nos propone reemplazar cuadros desaparecidos con obras nuestras. Los comentarios del resto de alumnos (y el efecto que tuvieron sobre mí en esos momentos) me hablaron mucho del síndrome del impostor y cómo a una sola opinión negativa se le da más importancia que a mil positivas.

Espero que no suene más intenso de lo que realmente es: casi todo el juego es agradable y reconfortante. La banda sonora de Lena Raine (Celeste) sabe acompañarnos en nuestros viajes de manera sutil, con un aire ligero y amable, pero siempre a punto para darle un pico de intensidad cuando el juego lo pide, sobre todo en unos jefes finales que rompen por completo la dinámica de la partida. Es en estos momentos cuando el juego es capaz de partirte en dos, pero siempre hay unas palabras de consuelo al otro lado.

Chicory: A Colorful Tale es una brillante aventura que emplea de manera genial su mecánica principal para darle un giro a una fórmula tan establecida como es la de los Zelda en 2D. Al principio sus referencias son evidentes, pero a cada paso que da se reafirma en sus particularidades para invitarnos a transformar el mundo y, por el camino, conversar sobre el propio acto de crear. Es un juego que esconde mucho más de lo que aparenta y que ha logrado emocionarme como pocos títulos recientes.

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