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¿Qué tal ha resultado el salto a la gran pantalla de Assassin's Creed?

Convertirse en la muerte.

El 16 de julio de 1945, exactamente a las 5:29 de la madrugada, un hongo radioactivo de 200 metros de altura iluminaba el desierto de Nuevo México, poniendo el punto final al denominado Proyecto Manhattan y celebrando con unos fuegos artificiales carísimos el nacimiento del retoño más deseado de la humanidad: la primera bomba atómica. Aquella espectacular deflagración controlada no produciría víctima alguna, y sin embargo no deja de resultar curioso que el lugar elegido para la demostración, una franja de terreno virgen llamada Jornada del Muerto, marcara la fecha en los libros de historia con ese tipo de ironía macabra con el que a veces le gusta jugar al destino. Los muertos vendrían después, por centenares de miles, y puede que por ese mismo motivo uno de sus padres, el físico de origen judío J. Robert Oppenheimer, se mostrara prudente al celebrar el éxito del trabajo de toda una vida. "Me he convertido en la muerte, el destructor de mundos", fueron las palabras que consiguió articular tras observar los resultados de aquella prueba; unas palabras que cambiaron la historia, y que volvemos a escuchar repetidas en boca de uno de los protagonistas de esta adaptación cinematográfica. Pese a tratarse de una escena que solo adquiere sentido situándola en tal contexto, la cinta no se molesta en dar más detalles, y precisamente por eso resulta refrescante: porque se atreve a tocar ciertos temas y porque, por una vez, una adaptación de un videojuego no nos toma por gilipollas.

Puede que resulte injusto predisponerse a algo así, pero en este sentido la historia del medio en lo tocante a sus devaneos con la gran pantalla no ha ayudado demasiado. Salvando algunas honrosas excepciones, la gran mayoría de franquicias se han limitado a jugar sobre seguro ajustándose a un credo muy particular: darle al fan lo que creemos que quiere el fan, esto es, saltos, cabriolas y una traslación más o menos directa del universo del juego que no se moleste demasiado en intentar contar una historia con todo eso. Por algún motivo la industria nos ha acostumbrado a adaptaciones que intentan ser solo eso, adaptaciones, y que renuncian desde el minuto uno a ser películas de pleno derecho, algo que por fortuna no sucede con Assassin's Creed. Por supuesto que esos saltos y esas cabriolas están ahí, acabáramos, pero es algo que solo sucede durante aproximadamente un tercio del metraje. El resto del tiempo, contra todo pronóstico, lo ocupan personas hablando. Quién nos lo iba a decir.

Aun así, y pese a la mencionada importancia de los diálogos e incluso de cierto factor psicológico, tampoco quisiera que nadie se llame a engaño: quien espere encontrarse con un remake de doce hombres sin piedad se va a llevar un chasco morrocotudo. Pese a sus ocasionales coqueteos con otro tipo de cine, Assassin's Creed es ante todo una película de acción, una cinta con hechuras de blockbuster y un más que afilado sentido del espectáculo que, además, se encuentra perfectamente a gusto con su papel. La manera de cuadrar ese círculo dista mucho de ser sutil, y bebe de la clásica separación entre líneas temporales que alimentara los primeros títulos de la saga para plantear dos películas diferentes: la que sucede en la Andalucía del siglo XV, y la que tiene lugar en Madrid, en un complejo de alta tecnología de esos que se vislumbrarían a veces desde la M-40 si viviéramos en un videojuego. Por evidentes exigencias del guión es en ese pasado alternativo donde el componente pirotécnico de la cinta muestra un especial músculo, y sin duda es esa la parte que dejará más contento al fan que simplemente quiera ver a señores con capucha escalando fachadas y rajando unas cuantas gargantas. A nivel de factura todo está donde debe, los enfrentamientos a puñalada limpia son vibrantes y espectaculares y en general todo el componente de acción consigue esquivar dos de las balas que muchos más nos temíamos: diluir las coreografías en un incesante baile de cámaras pensadas para el espectador con déficit de atención, y acabar recordando a un capítulo caro de Águila Roja.

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El precio de todo esto, sin embargo, es que en la carrera por mostrar tantas cosas en tan breve espacio de tiempo es precisamente el componente argumental el que más ha salido perdiendo: como personajes, y comparados con sus contrapartidas del presente, Aguilar y sus compañeros no quedan más que apuntados, y más allá de la acción la película no aporta demasiado en cuanto al funcionamiento de la Hermandad. Se dejan entrever ciertos ritos y se menciona unas cuantas veces que nada es verdad y que todo está permitido, pero durante estos episodios Assassin's Creed es una cinta que va al turrón: al parkour, a las bombas de humo, y a dibujar una España de trazo grueso que, por lo que se ve, durante el medievo recordaba bastante a Mad Max. Aun así, y pese a dejar con ganas de más, al menos en mi caso particular cumplió exactamente con su función, si es que esta era hacerme reinstalar Assassin's Creed Revelations.

Donde sí encontramos ese pequeño extra, como decía, es en el presente, un marco mucho más pausado que permite a los personajes evolucionar como es debido y que se sostiene exclusivamente sobre tres pilares: Michael Fassbender, Marion Cotillard y una reimaginación del Animus que entiende que un diván de fibra de carbono simplemente no era suficiente para llenar la pantalla. En términos de canon quizá sea el cambio más agresivo, aunque dudo que levante muchas suspicacias: es espectacular, ayuda a conectar ambas tramas y a todos nos gustaría tener un juguetito así en el salón de casa. Por lo demás, y centrándonos exclusivamente en su valor como punto de entrada a la saga, la Assassin's Creed del presente hace un buen papel dibujando a ese Desmond Miles alternativo, y uno aun mejor con unos templarios que imponen respeto porque se dedican a lo que se dedican los malos de verdad: a manipular a la opinión pública y a mover fuertes sumas de dinero.

Sobre estas mimbres lo que se termina levantando es, insisto, una historia de personajes, un drama de parámetros clásicos que sin revolucionar nada hace un papel más que digno y que tiene lo suyo en términos de psicología y relaciones paterno filiales. Una película que no puede evitar caer en ciertos tópicos de cuando en cuando y que innegablemente está movida por un McGuffin de manual, pero que por el camino se atreve a jugar con los estándares del género intentando contarnos cosas. La mayoría de ellas, sin embargo, van dirigidas a un tipo de espectador que muy probablemente conozca la saga solo de oídas; no es que descuide al fan, porque los guiños se cuentan prácticamente por minutos, pero su intención final es ser una reimaginación, un curso de choque con un universo que no presupone ningún conocimiento previo al espectador porque no quiere cerrarse puertas. Por eso tampoco se molesta en maquillar su intención de plantear secuelas: si todo sale bien, una franquicia como Assassin's Creed debería tener potencial de sobra para plantar una carga de profundidad en los cimientos del cine de entretenimiento, y esta no ha sido más que la primera detonación.

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