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Max Payne 3

Lección de capitalismo.

Max Payne perdió a su familia en un Pentium III y el día que tocó fondo las dimensiones de su tragedia cabían en 256 MB de RAM. Casi una década en el ostracismo es, desde luego, un período de tiempo considerable y atípico para una industria en la que las franquicias más poderosas manejan plazos de 365 días. Desarrollar un título Adults Only para gente que acumulaba Pokémon cuando apareció su precuela significa que has de tener las ideas muy claras acerca de dónde aplicar el bisturí. Pulso de cirujano para diseccionar una fórmula de éxito y adaptarla al lenguaje del jugador actual sin menoscabar por ello las señas de identidad de la serie, de manera que el título sea reconocible como parte de ella.

La filial de Rockstar en Vancouver, responsable del tan polémico como inofensivo Bully (Canis Canem Edit), ha sido la encargada de rescatar el famoso icono creado por Remedy Entertainment. Su Max Payne es más viejo, más gordo y más amargo. Aunque el juego prefiere no impartir demasiadas lecciones de historia, en él se aprecian cicatrices de esas con las que no queda otra que aprender a convivir. Un policía neoyorquino en caída libre, reconvertido en farmacia ambulante, que ha cambiado la placa por whisky solo y las luces de neón por un oasis en el país de las favelas. Allí sobrevive a tiempo completo como guardaespaldas de una acaudalada familia de caciques, entre mojitos, samba, escotes de Corporación Dermoestética y tabiques de platino.

La atmósfera luminosa y tórrida de Max Payne 3 viene a situarse, por tanto, en las antípodas de aquella Nueva York lluviosa y en viñetas que dibujaban las anteriores entregas, pero eso sólo demuestra que en un videojuego la ambientación posee una importancia relativa y supeditada a las mecánicas jugables. No hay nada más diferente a los dos primeros episodios de la serie que el tercero en Youtube, ni nada más parecido a ellos que éste mismo con un pad de por medio.

La trama, narrada a través de generosas escenas de vídeo, encierra traiciones marca de la casa, de las que se ven venir desde lejos, pero su tono crepuscular resulta efectivo y los personajes, sobre todo el protagonista, están lo suficientemente caracterizados como para transmitir cierta autenticidad. El meollo lúdico continúa basándose en los intercambios indiscriminados de plomo. Absolutamente todo el juego gravita alrededor de tiroteos y tiempo bala. Pólvora a cámara lenta que ahora se activa a través de varias vías, que busca con determinación la coreografía made in Matrix y que no es tan intransigente con el jugador: cuando se tercia se repone sin necesidad de matar.

Con todo, su discurso como mecánica jugable conserva la vigencia del primer fiambre que fabricó el Sr. Payne en el metro de Nueva York. Los enemigos se mantienen fieles al libro de estilo de la franquicia, aparecen de forma súbita y a traición, disparan como auténticos posesos y mandarlos al otro barrio requiere no racanear en munición. Además flanquean, lanzan granadas para que muevas el trasero y poseen una inteligencia lo suficientemente competente como para mantenerte con un ojo pegado a la barra de vida y otro a la de bullet time.

La acción también se nutre del magnífico diseño de escenarios. La variedad paisajística es soberbia y evita el más leve síntoma de agotamiento visual, pero su contribución al título guarda más relación con la adrenalina que con el espíritu contemplativo. Las coberturas no siempre son seguras o evidentes, los tiroteos juegan continuamente con la verticalidad del entorno y, a veces, podrás servirte del decorado para masacrar al enemigo. El título nunca saca los pies del tiesto de la linealidad, pero deja como propina pinceladas de exploración para recabar pistas y desbloquear armas más potentes. Un respiro con el que es imposible perderse por los callejones de Sao Paulo, pero que te permitirá, al menos, recuperar el aliento y apreciar el trabajo de los tramoyistas.

Entre medias, Max Payne 3 paga el peaje del mercado actual: abundan las persecuciones frenéticas, los tiroteos al límite por tierra, mar y aire, y las trepanaciones craneales en riguroso slow motion. Espectáculo pirotécnico que pide a gritos cubo de palomitas con Pepsi, rebosante de efectividad audiovisual pero discreto a nivel jugable. El enfoque cinematográfico quizás sea uno de los aspectos más dudosos del título. El empaque de película de acción aporta aparatosidad, carga dramática y se agradece, pero incita a percibir celuloide donde sólo hay código, por lo que la reiteración de situaciones, intrínseca a cualquier videojuego, se hace más evidente. En el Tetris esto no sucede.

Condescendiente cuando toca, exigente casi siempre y divertido en todo momento, Max Payne 3 baraja con destreza de crupier la voracidad de una IA sedienta de sangre y el autoapuntado paternalista. Es capaz de navegar entre las procelosas aguas del pasado y las apacibles del presente sin naufragar en ninguna de ellas y, en este sentido, constituye la resurrección inteligente de una franquicia cuya influencia en el género de la acción en tercera persona ha sido enorme.

A un norteamericano -reflexiona Max Payne al inicio del juego- puedes acusarle de muchas cosas, pero nunca de no entender el capitalismo. Algo así sucede con Rockstar Vancouver. Bajo el abrasador sol de Brasil no encontrarás ni una sola novedad real, sin embargo los méritos del juego tienen más que ver con la gestión que con la creación. Max Payne 3 es capaz de abrillantar hasta que deslumbre un balazo en la frente, ponerle un lazo de seda y vendérselo a alguien que creció escuchando a las Spice Girls. Esta circunstancia denota un conocimiento profundo de la franquicia, pero también de la industria y, desde luego, de los impulsos que mueven al jugador actual. En este sentido puedes reprocharle conservadurismo, falta de arrojo o una incapacidad manifiesta para volver a inventar la rueda, pero nunca le podrás acusar de no saber qué es lo que se trae entre manos ni cómo llegar al corazón de tu bolsillo.

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