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Asistimos a la presentación del programa VR Ready de Nvidia

Probamos Oculus Rift y HTC Vive.

Cuando hablamos de realidad virtual, y más allá de prototipos, plataformas e incluso de su futuro en PCs o consolas de sobremesa, solo hay dos bandos realmente diferenciados: los creyentes y los no creyentes. Los que ven en esos carísimos sets de gafas de alta tecnología el futuro de esta (y de otras muchas) industrias y una deuda que el futuro nos venía negando desde hace demasiados años, y los que aprietan los dientes para absorber el golpe de una nueva promesa rota que acabe decorando el trastero, otro trasto para hacer compañía a la tabla de snowboard y el banco de ejercicios que aun no hemos desembalado. Y creo que es importante remarcarlo, porque no me gustaría que las muestras de entusiasmo descontrolado que seguramente vengan a continuación se tomen por un intento de evangelización. Porque, si he de ser sincero, yo nunca he creído en la realidad virtual.

Hasta ahora.

Pero empecemos por el principio. Porque además de para poder probar de primera mano las sensaciones que ofrecen los dos principales contendientes al trono de la VR de gama alta, esto es, la versión definitiva de Oculus Rift y unas HTC Vive de las que aun quedan por confirmar unos cuantos detalles (el más importante de ellos, el precio), el evento organizado por Nvidia servía de puesta de largo de dos elementos que bien podrían rivalizar en importancia con las propias unidades finales: por un lado, su programa VR Ready, un sistema de certificación de equipos que viene a intentar atajar la principal duda que puede rondar a estas horas por las cabezas de la mayoría de los potenciales compradores: si el nuevo equipo en el que van a dejarse los cuartos está realmente a la altura de la tarea. Y en este aspecto hay poco que contar, porque todos sabemos ya de lo que estamos hablando: unos requerimientos mínimos que parten de una preciosidad como la GTX 970 y apuntan al cielo. Nadie dijo que escaparse del propio cuerpo fuera a salir barato, así que mientras el lector hace cuentas creo que puede resultar más interesante centrarse en la segunda novedad presentada por la casa, Gameworks VR. Un conjunto de APIs y librerías enfocadas de manera nativa al manejo de estos dispositivos y principalmente a su optimización, que además de dotar de un mayor control a los desarrolladores incorporan bajo la manga un par de truquitos técnicos para conseguir exprimir unos cuantos frames de más (se habla de hasta un 50% de incremento bajo Unreal 4, pocas bromas aquí) de nuestras ya de por sí fenomenales tarjetas.

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Y todo esto está fantásticamente bien, pero a uno se le hace complicado hablar de megapíxeles y técnicas de renderizado cuando se enfrenta a una revelación de esta magnitud. Porque al final la realidad virtual va de sensaciones, y aunque es posible que de momento sean sensaciones para ricos, creo que gran parte del éxito de esta aventura radica en intentar que la tecnología se haga a un lado y sean las experiencias las que hablen. Y es lo que voy a intentar:

Estoy de pie en una sala oscura. Tras un par de instrucciones introductorias, me ajusto el casco, una pieza de hardware que aun se adivina preliminar y que por el momento va unido a un generoso amasijo de cables, un pequeño incordio que entorpece ligeramente nuestros movimientos pero que por otro lado nos hace sentir un poco como Neo aprendiendo Kung Fu. Un par de segundos de negro, y de repente toda la sala se convierte en un plano infinito, con un sinfín de círculos concéntricos que recorren el suelo para aportarnos un marco de referencia. Mientras esperamos a que todo aquello se diluya y aparezca Laurence Fishburne con una chupa de cuero, alguien pone en nuestra mano un par de controladores, y comienza el hechizo: el control de movimiento 1:1 era esto. Los giramos, nos los acercamos a la cara, pulsamos los gatillos, y todo responde sin ningún tipo de latencia, como lo haría en el mundo real. Rozamos sus superficies táctiles con la punta de los dedos, y una pequeña esfera representa nuestro movimiento con exactitud milimétrica. Y entonces, decidimos dar un paso adelante.

Y es cuando todo explota por los aires. Porque jugar sentado en un sofá y con un pad en las manos, sencillamente, no puede competir con esto. Antes de darnos cuenta, el plano infinito se disuelve y estamos en el fondo del mar, sobre la cubierta de un galeón hundido. Y me salen del alma unas palabras que no voy a reproducir aquí, porque es sin lugar a dudas la experiencia más impresionante que recuerdo vivir, y la ocasión sin duda lo merecía. Hay un millón de partículas en el agua, y nos rodean bancos de peces, y sigo recorriendo la cubierta incrédulo, sin ningún tipo de comando, un paso detrás de otro. Estoy allí.

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Podría seguir durante horas, pero creo que se entiende el concepto, y prefiero ahorrar al lector el momento en el que aparece la ballena porque no quiero romper a llorar. Tras esta demo llegaron otras, como un vertiginoso paseo por el Everest, un rudimentario shooter o una pequeña aplicación de dibujo en tres dimensiones que por si sola podría vender millones de gafas, pero ese momento, esos primeros pasos por el galeón para intentar asomarse por la borda, deberían ser suficiente para convertir a cualquiera. Poniéndonos aburridamente técnicos podríamos hablar de la tridimensionalidad (un auténtico escándalo) o de su inteligente sistema para evitar colisiones, un sutil rectángulo luminoso que rodea al jugador cuando detecta la proximidad de un obstáculo y que en mi caso no evitó un par de sonoros talegazos, pero como digo, no creo que sea lo importante. Es una experiencia que hay que vivir, y nada de lo que yo pueda escribir aquí le hace mínimamente justicia.

Y nunca pensé que diría esto, pero tras semejante puñetazo en el estómago a cargo del prodigio que se han sacado Valve y HTC de la manga, calzarse unas Oculus y echar una partida a una monstruosidad como es EVE: Valkyrie no consigue impresionar. Y no es que el juego se vea mal, aunque una demo más centrada en la pirotecnia y una jugabilidad bastante blandita me han sembrado ciertas dudas sobre el producto final, pero volvemos al punto de partida, y es que las sensaciones no son comparables. En lo técnico, entiendo que las gafas justifican su precio, porque se aprecia una mejoría importante en términos de nitidez, porque ya no hace falta tomarse una biodramina y porque el acabado final ahora sí recuerda al de un producto de consumo, pero la sensación final no es la de un ganador claro, sino la de productos de diferentes generaciones. Puede que sea el entusiasmo el que habla, pero hay que verlo para vivirlo.

Aunque puede que antes de determinar un ganador sea buena idea decidir exactamente a que deporte estamos jugando. Porque sí, la diferencia entre ambas tecnologías términos de credibilidad y espectáculo en bruto es más que evidente, pero está por ver si ese sofá que cercena la experiencia en el caso de Oculus no puede terminar siendo la clave de su éxito, al menos en el campo que a nosotros nos interesa. Me refiero, claro, a que el paseo por el galeón puede haber sido una experiencia mística, pero no sería la primera que se golpea de bruces contra la realidad de que andar haciendo el gamba por el salón tiene poco recorrido más allá de las demostraciones en ferias, y al final lo que todos queremos es pegar unos cuantos tiros y hacer unos barrel rolls. En este sentido, la selección de juegos más tradicionales en las que se apoyaba la presentación de Oculus despejaba algunas dudas, y ahí está por ejemplo Edge of Nowhere, la aventura de acción a la Uncharted con la que Insomniac aporta algo de luz a las posibilidades narrativas que tiene esta tecnología en un campo a priori tan anti natura como es la tercera persona. Desde luego, es un debate que no se va a zanjar hoy, al menos mientras no podamos ver el futuro. Yo he podido hacerlo, al menos por un momento. Lo extraño es que a la salida, en la calle, aún no había coches voladores.

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