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Un vistazo a los juegos de PlayStation VR (y II)

Segunda ronda: RIGS Mechanized Combat League, EVE Valkyrie y Driveclub VR.

Continuamos con nuestro repaso a la primera hornada de títulos que alimentan la Realidad Virtual de Sony, y en esta ocasión, por aquello de mantener una mínima organización, vamos a hacerlo poniendo sobre la mesa tres experiencias que comparten varios puntos en común. Por un lado, y quizá de manera más evidente, vamos a hablar de tres juegos que coinciden en eso mismo, en ser juegos; tres títulos que ofrecen envergadura, diferentes modalidades y un ratio de horas por euro invertido netamente superior al de la mayoría de sus competidores. Pero quizá sea más relevante hablar del cómo lo hacen, y de la estrategia que utilizan para traducir a hechos las posibilidades que brinda esta nueva tecnología: tres casos de estudio en los que la inmersión en la virtualidad se ejecuta a través de un intermediario, sea la cabina de un robot, la de un caza de combate espacial o la de un lujoso deportivo italiano. Un principio de diseño que, en teoría, debería facilitar las cosas y hacer que asuntos como el desplazamiento o el simple hecho de comunicarnos con el mundo a través de un controlador basado en palancas y botones rompa un poco menos la magia. Veamos si lo consiguen.


RIGS: Mechanized Combat League

Durante la reciente edición inaugural de Barcelona Games World, unos cuantos miembros de la prensa pudimos acceder a una presentación a puerta cerrada en la que Alex Kanaris, la cabeza visible del equipo artístico de Guerrilla Cambridge que ha dado a luz al proyecto, desgranaba con un entusiasmo casi contagioso cada uno de los pormenores del juego. El contenido fue el esperable: mecánicas, modos de juego, una larguísima disertación sobre las diferentes clases de engendros mecánicos que podremos pilotar y su semejanza con los roles clásicos de cada jugador en los tradicionales deportes de equipo, e incluso anécdotas sobre el desarrollo y los meses que el equipo de artistas pasó diseñando logotipos de empresas ficticias para cubrir de propaganda cada uno de nuestros mortíferos utilitarios. Como digo, nada que se apartara en demasía del clásico menú del día en los eventos de este tipo, y precisamente ahí estaba lo ilusionante: en un discurso de casi una hora de duración en el que si se habló de Realidad Virtual fue exclusivamente para comentar como se habían pulido algunas de sus aristas a nivel de diseño. He de reconocer que a la salida no podía evitar una sonrisa tonta, pero poneos en mi lugar: si aquel hombre había sido capaz de hablar de diseño durante más tiempo del que duran muchas de esas experiencias que pretenden hacerse pasar por juegos de precio completo puede que hubiera motivos para la esperanza.

Como digo, al salir de aquella sala de conferencias tenía muchas ganas de jugar a RIGS. No de entrar en su mundo, ni de calzarme las gafas y darme un par de paseos entre gigantes de hierro y observar incrédulo el modelado de sus entrepiernas. Tenía ganas de jugar, con mayúsculas, porque lo que había detrás de todo el artificio realmente parecía un juego. Un deporte futurista que tritura en una batidora influencias del basket, el futbol americano y el deathmatch de toda la vida y las transporta a un futuro cercano que ya nos han contado mil veces, pero que siempre ha sido igual de efectivo: ese en el que la tecnología ha avanzado lo suficiente como para empezar a plantearse las carreras antigravitatorias y los robots asesinos. De hecho, la referencia a Wipeout no es casual, y aquella historieta sobre logotipos inventados y corporaciones que engalanaban las arenas con un cuidadísimo diseño gráfico sonaba a The Designer's Republic y a un especial mimo a la hora de construir un futuro alternativo que por una vez no era amenazante y sombrío, sino desenfadado, optimista, lleno de color. Qué demonios, incluso podría adivinarse una narrativa, un mensaje oculto entre sus ligas escalonadas y sus enfrentamientos a cara de perro. Sobre el papel, todo pintaba estupendamente.

Y no es que una vez a los mandos el juego decepcione. Todo lo que prometía el bueno de Kanaris está ahí, y quien ande buscando un émulo de speedball en tres dimensiones con la suficiente profundidad como para perderse unos cuantos meses escalando divisiones en su multi competitivo puede empezar a frotarse las manos. De hecho, el juego se toma lo suficientemente en serio a sí mismo como para no quedarse ahí, y además de una vertiente online en la que competir acompañado de inteligencias artificiales o de compañeros de carne y hueso sabe encontrar tiempo para ofrecer un componente offline incluso más atractivo: podemos elegir una escudería, hacer fichajes, aceptar patrocinios de megacorporaciones e incluso planificar nuestros recursos para afrontar ese desafío copero que nos viene regular porque vamos segundos en la liga y no es momento de andarse con tonterías. Todo viene regido por un par de divisas como son el dinero y la fama, y el funcionamiento es el esperable: con nuestros fondos adquirimos robots más punteros, y con el street cred obtenido a base de actuaciones estelares conseguimos seducir a las IAs más competentes para que digan que desde pequeños soñaron con jugar en el Ninjas. No estamos hablando de Football Manager, pero como modo de un jugador hace el apaño más que sobradamente.

Una vez en la arena, lo que nos encontramos son tres modalidades principales que parten del mismo concepto y modifican las reglas para asegurarse de que la competición siempre se mantenga interesante. Evidentemente el deathmatch por equipos hace acto de presencia, pero resultan mucho más refrescantes sus particulares maneras de reinterpretar los deportes reales: en la segunda modalidad el reto pasa por hacerse con un balón de futbol americano de proporciones grotescas y cruzar la meta contraria realizando pases y placando a los delanteros contrarios mediante misiles de iones, y en la tercera por activar el modo turbo y anotar atravesando nosotros mismos un enorme aro que gobierna el centro de la cancha. Un modo turbo, ya que estamos, que supone uno de sus mayores hallazgos a nivel jugable: una vez activado disfrutaremos de unos valiosos segundos donde todos los sistemas del androide funcionan simultáneamente, y al perderlo las cosas volverán a su cauce, pudiendo elegir con los botones frontales si queremos incrementar la velocidad, la potencia de fuego o la regeneración de escudos. Un piedra, papel o tijera que aporta profundidad sin complicar demasiado las cosas, y que por el mismo precio nos recuerda a X Wing, lo que al menos en esta casa es un sí rotundo.

Pero no todo podían ser buenas noticias, y es que había una segunda parte en el discurso de Kanaris. Una frase que se repetía como un mantra, incesantemente, y es que "queremos que el jugador tenga ganas de volver". Puedo entender su preocupación, y no precisamente porque el juego no ofrezca motivos para hacerlo. Porque, efectivamente, RIGS marea, y lo hace una barbaridad. Es el precio a pagar por la audacia de su propuesta, y por atreverse a plantear de salida un juego lleno de rampas y propulsores, en el que giramos 180 grados para eliminar a un rival, posteriormente saltamos una decena de metros hasta la rampa contigua y finalizamos la jugada siendo propulsados en un asiento eyectable porque una bala perdida nos ha impactado en el condensador de fluzo. De alguna manera, mientras el resto de niños de la guardería está aprendiendo a dar sus primeros pasitos RIGS está intentando ganar una maratón, y los resultados plantean no pocas dudas sobre si tal cosa es siquiera posible para un cuerpo como el humano. Supongo que será una cuestión personal, y que esto es algo que vamos a ver con no poca frecuencia en esta época fascinante que nos ha tocado vivir: como algunos jugadores pueden permitirse saltar a la arena y otros tienen que conformarse con ver los partidos desde la grada. Como algunos juegos simplemente ya no están al alcance de todos, o al menos no de los que aspiren a un cierto nivel de confort. En mi caso todo lo que puedo decir es que, pese a algún melocotonazo considerable, sigo teniendo ganas de seguir jugando. Eso, y que en un inesperado giro de los acontecimientos, me gustaría mucho que hubiera una versión no VR de RIGS. El que esto sea o no una buena noticia lo dejo en manos del respetable.

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EVE: Valkyrie

Dejando de lado el eterno asunto de los combates con sable laser, creo que no hierro el tiro al decir que pilotar un caza de combate espacial siempre ha sido la fantasía número uno de cualquiera que haya soñado despierto con ese futuro en el que nos colocaríamos un visor en la cabeza y podríamos escapar durante un ratito de nuestras rutinarias vidas de asalariados. Y creo también que la historia me ha dado la razón, porque de entre todas las demos y experimentos utilizados para comenzar a vender las bondades de la tecnología a las masas, EVE: Valkyrie, ese juego en el que todo parecía ir bien pero repentinamente un destructor estelar se teletransportaba al combate y se liaba un mantecado que alucinas, se había convertido con el tiempo en algo así como el título por defecto con el que salpimentar las presentaciones. Puede que también tenga algo que ver con su negativa a casarse con nadie, y con ese multijugador que prometía hacer convivir a los usuarios de cada una de las trincheras y firmar una tregua en la guerra de la VR a base de dogfighting entre plataformas, pero el hecho es que, pese a todos los recopilatorios y las montañas rusas y los simuladores de guillotinas, con el tiempo EVE se ha ganado el status de ser el verdadero Wii Sports de la tecnología.

El asunto es que, por desgracia, para conseguirlo puede que haya hecho un poquito de trampa. Porque efectivamente, su nivel introductorio es un auténtico desfase y hay que tenerlos excepcionalmente bien puestos para no abandonarse al alucine descontrolado y pueril ante una space opera que concentra en unos minutos que se sienten horas exactamente todo con lo que llevábamos soñando desde niños. Cuando la mierda golpea el ventilador es rematadamente difícil no convertirse en creyente, y reconozco que me va a costar olvidar el momento en el que rompes la formación porque un enjambre de cazas se ha materializado delante de tus narices, y también ese otro en el que acabé con el primero de ellos y sus restos se estrellaron contra la superficie de una mole de kilómetros de longitud. De hecho, es importante intentar atesorar esos momentos en la memoria, porque son mucho menos frecuentes de lo que nos habíamos permitido esperar.

Y es que ese tipo de mieles, esas batallas masivas y milimétricamente orquestadas en las que los alrededores de la cabina se convierten en un festival de rayos de colores y alguien nos grita instrucciones nerviosamente por el intercomunicador, quedan reservadas en su mayor parte para un modo historia de una duración que, en aras de la buena educación, vamos a calificar como simplemente discreta. Una selección de misiones que no sirven de otra cosa que de aperitivo ante la verdadera madre del cordero, un componente multijugador en el que el componente espectáculo se reduce considerablemente, y que con el paso de las horas (no hacen falta muchas) empieza a acusar que bajo todo el oropel, y los rayos, y los mastodontes de tamaño masivo, se esconde una experiencia bastante plana que a duras penas consigue sobrevivir al impacto que supone su fenomenal punto de partida. Si jugamos a trazar paralelismos, EVE: Valkyrie es, por estructura y por intención, algo así como un Call of Duty del espacio exterior. O lo sería si la campaña de Call of Duty durase tres cuartos de hora y su multijugador fuera más bien del montón. Por suerte aun no hemos llegado a ese punto.

Y no es que el juego no haga esfuerzos por ofrecer un cierto nivel de complejidad. Ahí están las clases, por ejemplo, que convierten la selección de naves en algo así como los roles de un hero shooter, aunque uno bastante escueto: hay naves de ataque, que funcionan exactamente como estáis pensando, hay naves pesadas que en esencia son tanques y hacen lo propio, y hay naves de apoyo que incluso cuentan con un pulso de energía curativa para recuperar los escudos del resto de la escuadrilla. Además de los parámetros de movilidad, lo que realmente marca la diferencia es el arsenal disponible, o por volver a señalar lo evidente, los poderes de cada uno de los héroes; los misiles guiados, las torretas que disparamos apuntando con la mirada o la capacidad de la clase pesada de propulsarse hacia el frente durante unos escasos segundos. Todo funciona correctamente, pero lo escuálido del esquema de control y la ausencia de puntos de referencia realmente identificables en la mayoría de los mapas termina convirtiendo los enfrentamientos en un tumulto con poco espacio para la técnica: virar, capturar objetivos, disparar un par de salvas, liberar las contramedidas cuando suena la alarma y vuelta a empezar. Además, toda la experiencia viene lastrada por un error de bulto, y es que se hace ciertamente incomprensible que en un juego tan decididamente orientado al arcade y al mata mata la resistencia de los escudos sea tan colosal. En EVE: Valkyrie matamos muy poco y morimos aún menos, lo que es un problema bastante importante cuando uno tiene muy poco más que hacer.

Es una monotonía que tampoco solucionan de manera especialmente acertada sus modos de juego, una selección que no pasa de cumplir el expediente y que solo parece animarse a intentar jugar bonito en el modo Asalto, un remedo de batalla a gran escala en el que un par de cargueros ejercen de bases y tocará desactivar los escudos del oponente mientras protegemos los propios antes de entrar a matar. Como en su modo historia, cualquier cosa que implique naves enormes es automáticamente un caballo ganador, pero por desgracia la cosa se diluye rápidamente: hay muy pocos mapas, y la propia naturaleza del combate de EVE pronto vuelve a sentirse repetitiva.

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Y es una pena, porque el juego hace cosas bien. La primera, y la más evidente, enmendarle la plana a RIGS planteando un entorno de alta velocidad y giros vertiginosos que no se hace incómodo en ningún momento. Y la segunda, saber sacar punta a la tecnología también en los pequeños detalles: si a día de hoy hay un motivo por el que quiero volver al juego, es por sentarme en esa cabina y activar cada uno de sus indicadores con una simple mirada. Por centrar la vista en el panel de estadísticas, y que un holograma totalmente tridimensional se despliegue desde su base y me indique mi nivel y mi cuenta bancaria. Más allá de los lásers y de la pirotecnia vacía, puede que sean los únicos momentos en los que he sentido que pilotaba un caza de verdad.


Driveclub VR

Intentar explicar a estas alturas lo que es Driveclub se me antoja bastante innecesario. Todos sabemos de que va, todos sabemos lo que pasó y, aunque llegados a este punto hubiera quien con razón decidiera bajarse del barco, muchos estaréis de acuerdo conmigo en que milagrosamente lo que terminó emergiendo de todo aquel fiasco fue un juego de carreras más que competente, que hacía convivir un componente online ambicioso e innovador con un modelo de conducción que acertaba justo en esa tierra de nadie entre la simulación y el arcade descerebrado. Driveclub no era el simulador de coches más exigente del mundo, pero tampoco un pim pam pum en el que cualquiera pasaba el corte: si acaso, era un Project Gotham hipervitaminado que además, y aquí está la madre del cordero, se veía escandalosamente bonito. Eso es algo en lo que creo que todos podemos estar de acuerdo, y por eso creo que con el paso del tiempo, y a falta de una comunidad realmente fuerte que sacara verdadero partido de todo lo demás, la mera potencia gráfica se ha ido convirtiendo en uno de sus mayores legados. O al menos así había sido hasta ahora.

Driveclub VR, por el contrario, es un juego bastante feo. Y no hablo solo de la calidad de texturas y modelados, o de esos árboles tan lozanos que anteriormente se apiñaban a ambos lados de la carretera y que se han convertido ahora en un souvenir de los tiempos de Playstation 2. El downgrade en ese sentido es más que evidente, pero es que además todo el juego se aprecia como a través de una luz mortecina: lo que antes era brillo y color, puro desenfado, ahora es una aburrida gama de marrones y grises. Independientemente del escenario, es un juego en el que parece que haga malísimo constantemente, y pese a que aun se aprecian ciertas frivolidades técnicas aquí y allá (el sol del atardecer iluminando el asfalto, ese tipo de cosas), todo parece un recuerdo borroso de un pasado mejor. Un recuerdo triste, de los de mirar la lluvia en la ventana con un colacao.

Y es una verdadera pena, porque en términos estrictamente jugables las gafas aportan, vaya que sí. La sensación de inmersión en la carrera es más que excelente, y pese a lo raquítico del modelado de las cabinas, echar un par de ojeadas sobe los hombros para cerrar el paso al Ferrari que nos anda pisando los talones es una de esas sensaciones que justifican cualquier compra. Correr en VR es indudablemente mejor que hacerlo fuera de ella, y uno estaría tentado a mostrarse magnánimo y aceptar el bajón gráfico como un justiprecio a cambio de un espectáculo de otras características: uno que suma posibilidades a la conducción, que al fin y al cabo es a lo que se supone que hemos venido. Yo lo hubiera hecho gustoso, pero es que, vaya por Dios, la conducción tampoco es la misma.

Entiendo que aquí la cosa no se trata de limitaciones tecnológicas y que lo que tenemos ante nosotros es una decisión consciente, un intento de jugar sobre seguro y asegurar el tiro de un producto que a fin de cuentas nace con vocación de consumo masivo. Porque de nuevo, Driveclub nunca fue Assetto Corsa, y puestos a dar el salto a la nueva dimensión resulta inteligente asegurarse de que tu padre no eche la primera papilla cuando le invites a casa a probarlo. Que la intención de base es que el juego venda dispositivos es más que evidente, y quizá por eso el propio modelo de conducción es más blandito, más permisivo, con una sorprendente tendencia a mantenerte en la pista aunque afrontes cada curva como un verdadero inconsciente. Es cierto que hay ayudas configurables, y que desactivando la de frenada y activando el modo de conducción realista la cosa mejora bastante, pero aun así la dificultad general ha bajado demasiados peldaños: no es solo que conducir sea más fácil, es que las inteligencias artificiales de nuestros competidores tampoco parecen demasiado molestas al vernos pasar.

Decía al principio, hablando de RIGS, que ojalá hubiera una versión tradicional, una que no te hiciera plantearte jugar con una bolsa de plástico a mano por si las moscas. A Driveclub VR (que también marea lo suyo) le pasa un poco lo mismo, aunque con una salvedad importantísima: que esa versión ya existe. Una versión que tenía ahora todas las papeletas para caer en el olvido definitivamente, y que en otro asombroso giro de los acontecimientos no me extrañaría ver ganar relevancia contra todo pronóstico. Y digo esto porque Driveclub VR, pese a todo, sigue siendo un gran juego: puede que esta no sea la resurrección que esperábamos, pero nunca es tarde para volver.

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