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Avance de Final Fantasy XII: The Zodiac Age

Soy un gambitero.

Vaan siempre me ha parecido un personaje fascinante. Sé que es una posición polémica, porque el catálogo de protagonistas está más que bien representado en la saga y el joven raterillo que sueña con surcar los aires a pecho descubierto es quizá uno de los más insípidos, y por los mismos motivos un blanco común de las iras de los fans. Vaan no cuajó porque estaba hecho para gustar, porque carecía de dobleces y era el héroe más obvio posible, y por eso me sucede con él lo que le sucedía a David Carradine cuando hablaba de Superman ante una Uma Thurman completamente sedada: hay otros superhéroes más complicados, pero es esa obviedad lo que le hace realmente interesante. Porque Vaan, un arquetipo con patas, realmente no protagoniza nada. Diseñado en un laboratorio para liderar grupos de aventureros adolescentes y para ilustrar los posters que empapelan sus habitaciones, Vaan es en la práctica un convidado de piedra, un cero a la izquierda que solo está ahí para dar la medida de un mundo que le supera. Un mundo que ha crecido, que se ha hecho más cínico y más complicado, y que ya no deja lugar para que los villanos de opereta te cuenten sus planes entre risotadas maléficas. Un mundo en el que cualquiera de sus compañeros tiene más que decir que él, porque Ivalice es demasiado complejo para dejar sus asuntos en manos de niños en la edad del pavo. Por eso Final Fantasy XII es tan especial.

Unos cuantos años antes de que llegara el Regalia y las acampadas al calor de unos huevos fritos, Final Fantasy XII ya abundó en la idea de que los protagonistas son los demás, y su manera de traducirlo a mecánicas y atribuir al grupo algo parecido a una agencia propia tampoco estuvo libre de polémicas. Eran los gambits, un sistema de órdenes a medida que coqueteaba con los lenguajes de programación y permitía al juego cuadrar el círculo: lo controlábamos todo, pero en el fondo no controlábamos nada en absoluto. Para los profanos, decir que se trata de un sistema similar al visto en el reciente Bravely Second o incluso fuera del género en casos como el interesantísimo y muy puñetero Human Resource Machine. En esencia, y salvo que decidamos asumir el control por la fuerza, cada miembro del grupo hace la guerra por su cuenta, lanzando ataques, hechizos y objetos de todo tipo atendiendo a una inteligencia artificial que solo se postraba ante un conjunto de instrucciones preestablecidas. Estas instrucciones podían apilarse según su orden de prioridad, y en la práctica terminaban funcionando como un fragmento de código de colores bonitos: si la salud propia desciende por debajo de este límite consume una poción, si la de un compañero lo hace realiza Cura, si alguien amocha utiliza una cola de fénix y si todo está correcto puedes pasar al ataque. Era un sistema audaz, revolucionario en su momento y con un potencial mecánico inabarcable, y también, por supuesto, una afrenta que enfadó mucho a un sector del público particularmente convencido de que Final Fantasy debe obedecer una serie de instrucciones talladas en piedra. Lo que son las cosas.

Por eso es de agradecer que en esta reedición del clásico Square no se haya arrugado, y vuelva a la carga con un sistema que dobla la apuesta y explora aún más sus posibilidades jugables. De ahí viene el Zodiac que lo titula, heredado de un sistema de trabajos que toma ejemplo directo del panorama laboral español: ahora doblar turno es un requisito indispensable para la supervivencia. Es la hora del pluriempleo, encarnado aquí en una rueda de hasta 12 especialidades que recorre roles más canónicos como el de arquero o sanador y experimenta a ratos con posibilidades un puntito más exóticas: por fin es posible compaginar vuestra licenciatura de Ingeniería con una doble vida como Samurai. También hay magos negros y rojos, caballeros, clérigos, cronomantes, y consagrar un personaje a cada una de estas vías es tan sencillo como desbloquear la casilla correspondiente en el tablero de licencias, que vuelve a estructurar la manera en la que progresamos como aventureros. Es una decisión importante, porque cada personaje solo podrá abarcar dos de estos roles, y cada rol permite acceder a un nuevo tablero repleto de habilidades y equipamiento acorde a la profesión. Repartir los puntos es por tanto doblemente delicado en esta ocasión, y más aún si queremos acceder al verdadero premio gordo, esto es, esos golosos orbes brillantes que desbloquean las tremebundas detonaciones arcanas conocidas como Quickenings: antes de que os aceleréis, recordad que el límite sigue estando en tres por cabeza.

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Así, con el doble de posibilidades a nuestra disposición, juguetear con las distintas configuraciones para cada personaje y afinar hasta la demencia ese set de instrucciones que nos permita enfrentarnos con garantías al maldito Wyrm de la jungla Golmore (sigue causando decenas de estados alterados al mismo tiempo, el malnacido) vuelve a convertirse en un paraíso de la microgestión, aunque sigue existiendo la posibilidad de resolverlo todo por las bravas. Eso es lo bonito del sistema de gambits: que es tan necesario como uno quiera, y que jugar a la antigua, saltando de personaje en personaje para apagar un par de fuegos y volver corriendo al ataque sigue siendo una alternativa perfectamente solvente. Aun así, si realmente estamos comprometidos con depurar nuestro código The Zodiac Age nos proporciona las herramientas, o más concretamente una prueba de estrés que ha dado en llamar modo Desafío. El contenido es el imaginable, un boss rush de manual que encadena hasta cien combates consecutivos, salteando encuentros de dificultad creciente contra jefes y grupos de enemigos comunes hasta que el cuerpo aguante y la salud diga basta. Es como digo un añadido interesante porque permite importar el grupo en el estado actual desde cualquier partida guardada y testear sus posibilidades, y porque supongo que servirá para prolongar la vida útil del juego más allá de los créditos finales. Eso sí, el por qué alguien querría hacer algo así en un juego de una longitud semejante es algo que se me escapa.

Para lo contrario, para reducirla, está el modo rápido, un regalo del cielo que hará las delicias de padres primerizos, trabajadores a tiempo completo y adultos en general. No está la vida para dejarse semejantes obscenidades de tiempo delante de una pantalla, y Square se hace cargo introduciendo un sistema de fast forward que acelera la acción un 200% con una simple pulsación de botón. No es recomendable para combatir, pero quizá sí para buscar la salida de esa enorme cordillera que ya deberíamos sabernos de sobra. Por lo demás, las novedades mecánicas se acaban aquí, y las que recaen en el lado técnico son las esperables: sonido 7.1, trofeos, guardado automático, tiempos de carga reducidos y un lavado de cara general que traslada al juego a una resolución de este siglo y produce un curioso efecto sobre texturas y modelados. Evidentemente hay trabajo detrás, y el detalle de los adornos en el chaleco de Balthier o el musgo que cubre la silueta de ese reptil antediluviano evidencian que no se trata de un simple reescalado, pero sigue sintiéndose un juego añejo. Creo que es la mejor noticia posible, porque The Zodiac Age no es Final Fantasy XV, ni tiene ninguna necesidad de serlo. Es, como deberían ser todos los trabajos de este tipo, un tributo, y una puerta abierta para el recuerdo. En este caso, para recordar que a veces los milagros ocurren, y que Ivalice fuera posible en una Playstation 2 no es en absoluto el más pequeño de todos ellos.

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