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Análisis de Attack on Titan 2

Los demenciales chicos acelerados.

La base sigue siendo buena, pero el reciclado constante de escenas y situaciones lastra una secuela que no termina de justificarse.

No estoy seguro de que se trate exactamente de una virtud, pero siempre he sido una persona con cierta tolerancia a la repetición. He visto Titanic más veces de las socialmente aceptables, los dos primeros contactos de mi lista de marcado rápido son mi padre y un restaurante chino que reparte a domicilio y House siempre ha sido una de mis series favoritas, ya sabéis: una patinadora olímpica empieza a sangrar por los ojos, el equipo se cuela en su casa y encuentra una lata de fabada contaminada con metales pesados, el buen doctor le provoca un paro cardiaco porque sospecha que es sarcoidosis, Wilson hace un chiste y llega la idea genial, ad infinitum. Suelo cenar ensalada de aguacate todas las noches, porque el aguacate me gusta mucho y porque me ahorra tener que pensar: es rápido, es efectivo, no es necesario darle más vueltas. Quiero decir con esto que no soy particularmente sospechoso de guardarle una inquina especial a los chicos de Omega Force, y puede que por los mismos motivos y pese a sus evidentes errores de bulto en lo personal disfruté de la primera entrega de Attack on Titan. Era un juego áspero, testarudo, un título con evidente alma de musou que tenía una idea, una sola idea, y en la mejor tradición del estudio no dudaba en insistir en ella hasta la saciedad, como ese tipo de la oficina que te fríe a codazos tras volver a contarte lo de la última cena de empresa o peor aún, que retwittea sus propios chistes. El asunto es que la idea era buena y que, a diferencia de ese tajo lanzado sin más ni más que da matarile al unísono a ciento cincuenta clones y sobre el que se han construido más o menos la misma cantidad de entregas de Dynasty Warriors, el bucle fundamental de Attack on Titan, aunque repetitivo, tenía potencial para más. Era torpe en ocasiones, como siempre lo son los primeros pasos de una criatura, pero había ganas de verlo aplicado a nuevas situaciones, a nuevos rivales, y a un argumento que pusiera sobre la mesa todas esas cosas mientras retomaba la narración. A nuevos pacientes, en definitiva. Lo que no esperaba en absoluto es volverme a topar con la misma patinadora.

Creo que es importante aclararlo antes de continuar, porque ese rotundo 2 que lleva el juego en portada podría llamar a engaño y con una segunda temporada del anime en circulación desde abril del año pasado uno podría estar tentado a pensar que los tiros irán por ahí. En ese sentido hay buenas y malas noticias: el nuevo contenido existe, y quienes no acostumbren a descargar dibujos animados en japonés tendrán la oportunidad de resolver el contundente cliffhanger con el que se despedía el original, pero la letra pequeña viene en la forma de un indicador de progreso en la partida guardada que en mi caso marcaba el 64% de la campaña llegado a ese punto. Una cifra cercana a los dos tercios del juego y a la quincena de horas de duración que inexplicablemente el juego dedica a ponernos en antecedentes, reciclando escenarios, enemigos y alguna que otra cinemática desde un buen principio para volver a contarnos el ataque del titán colosal, el paso por la academia de los cadetes y unas cuantas cosas más que evidentemente no voy a explicar en detalle porque aprecio mi integridad física.

Y digo alguna que otra porque, volviendo a House, la justificación narrativa de toda esta pirueta recuerda un poco a aquel capítulo en el que Cuddy tenía que lidiar con el día a día del hospital mientras el equipo de diagnóstico intentaba inocularle la malaria a un tipo: los acontecimientos son en esencia los mismos, pero el punto de vista cambia y en esta ocasión no encarnamos a Eren, ni a Mikasa, ni siquiera al bueno de Armin. Nuestro papel es el de un mindundi, un cadete desconocido que comparte con los protagonistas promoción y sed de venganza, y que pese a sus meteóricas cifras de bajas y a su más que demostrada solvencia rajando nucas queda constantemente relegado al papel de mera comparsa. Sobre el terreno suele se él quien corre de un lado a otro, quien levanta bases, frena ofensivas, rescata a exploradores de una muerte segura y saca las castañas del fuego, pero cuando las cosas se calman nadie parece recordar su nombre. Unos cardan la lana y otros se llevan la fama.

Y es, de nuevo, una buena idea. Dejando de lado el no calentarse la cabeza y sentarse pronto a cenar, entiendo que la motivación del estudio a la hora de repetir su receta estrella es potenciar la inmersión, y puestos a revivir acontecimientos hasta cierto punto es estimularle hacerlo como nosotros mismos, desde la barrera, ejerciendo el papel de un reportero de guerra que está ahí cuando a Eren le gritan sus superiores y también cuando está a punto de morir devorado. Es algo que de manera muy inteligente el juego subraya haciendo un uso extensivo de la primera persona durante las cinematicas que sí son nuevas, las que se centran en ese segundo grupo que abre camino al arma secreta de la humanidad o discute sobre un tejado si no será mejor desertar en masa. Sin embargo, esta relectura de los acontecimientos rara vez ofrece perspectivas interesantes, y la insistencia en colocar a un personaje ficticio a pocos metros de la acción principal deja poco espacio para respirar a un guión que ya viene dado y no admite excentricidades. Quizá la historia que Attack on Titan 2 pretende contar, o la que cuenta la mayor parte del tiempo de juego, sería mejor si apostara más decididamente por la vía del spin off, algo que también se agradecería desde el punto de vista mecánico: seguirle la pista a Eren implica también repetir un montón de encuentros, darse de bruces una vez y otra contra ese fenomenal enemigo que todos conocéis bien, y en general decirle adiós por contrato a cualquier novedad que pudiera colisionar con el canon.

A fin de cuentas, y ya que hablamos de animes, es un recurso que los juegos basados en otras franquicias llevan utilizando desde hace décadas, y que levante la mano quien no esté hasta el gorro de pelear contra Freezer. Por eso tiendo a ser comprensivo, aunque quizá lo sería más si distinguir un par de minutos de gameplay de ambas entregas no fuera tan condenadamente difícil para el espectador casual. Gráficamente hablamos de juegos prácticamente idénticos, y aunque en lo mecánico esas diferencias existen creo que es más razonable hablar de pulido que de una continuación como tal. Omega Force no desecha nada, no mueve una sola coma de su diseño central, e incluso sistemas que ya en su día hacían aguas y que en un comienzo parecen haber sido desestimados, como el control directo de los titanes, terminan haciendo su aparición. En lugar de rediseñar el estudio añade, y si Attack on Titan 2 trae algo bajo las alforjas es un paquete de nuevos sistemas que se apilan sobre el principal y buscan (no sin cierta ironía) insuflar algo más de oxígeno a un esquema que ellos mismos reconocen terriblemente repetitivo. Sobre el campo de batalla y con las espadas desenvainadas los más relevantes tienen que ver, por un lado, con el combate puro, y por otro con la infraestructura que lo sustenta y la tradicional gestión de recursos que ya en el original nos obligaba a administrar con cabeza recambios de hojas y botellas de gas comprimido. Es un papel que antes tomaban los mismos exploradores, puestos de avituallamiento andantes que se limitaban a rellenar nuestra cantimplora y darnos una palmadita en la espalda, y que ahora apunta a cierta estrategia diseminando por el mapa decenas de puntos calientes donde construir nuestras propias bases. Las más elementales se dedican a eso, a suministrar a los cadetes de nuevos filos y sistemas de propulsión, pero pronto llegan los matices: hay torretas de vigilancia, trampas explosivas, estaciones de minería que no aportan nada al combate pero permiten hacerse con suculentos materiales al terminar la partida e incluso puestos de avanzadilla que por algún motivo disparan nuestras estadísticas si permanecemos en su radio de acción. Más tarde hablaremos de esto, de las estadísticas, pero en lo tocante a descabezar gigantes nadie debería asustarse, porque Attack on Titan 2 sigue siendo un juego frenético: un juego sobre precipitarse por callejuelas colgado de un par de cables, cambiar el modo de fijado al aproximarse a un titán, lanzarle un garfio prácticamente a ciegas, rebanar a la altura de la rodilla y volver a ganar a altura para entrar a matar. Y suena divertido, porque lo es.

Al menos el primer centenar de veces, una cifra que esta secuela intenta ensanchar poniendo en escena unos cuantos sistemas nuevos que ayudan, qué duda cabe, pero solo retrasan lo inevitable. Hablo del tedio y de los automatismos, de ese juego que se juega como quien revienta burbujas del embalaje de un jarrón chino. Y si lo retrasan es porque ahora podemos sincronizar el salto en el aire con los manotazos del enemigo para girar en el aire y rebanarle el pescuezo en un espectacular parry, o porque un titán despistado en la lejanía es una oportunidad fantástica para sacar nuestro Monocular, una suerte de telescopio que permite ejecutar ataques sorpresa de consecuencias aterradoras. En la misma categoría juegan los nuevos objetos, y también los nuevos estados de los titanes: un gigante que advierte nuestra presencia y monta en cólera es un enemigo formidable, pero solo hasta que neutralizamos su visión con una bengala en la cara, y un oponente de corta estatura (ya sea de nacimiento o porque le hemos cercenado las piernas) es una presa ideal para nuestro lanzador de redes. Como colofón, y quizá en lo que termina siendo el añadido más interesante de esta segunda parte, el papel de los compañeros de escuadra ha sido completamente rediseñado, y además de los rangos que indican su desempeño en combate y los fichajes en caliente que ya pudiéramos realizar en cualquier punto del mapa en el original esta secuela añade todo un rosario de especializaciones que haríamos bien en saber explotar: hay especialistas en curación, soldados capaces de atacar por su cuenta si se lo pedimos, compañeros que pueden sacarnos del apuro si somos apresados por un titán o que se prestan encantados a ejecutar un terrorífico ataque combinado, y si tenemos la suerte de caer en el mismo equipo que mastodontes como Levi o la señorita Ackerman saber gestionar con inteligencia el tiempo de cooldown de sus mortíferas habilidades puede ser la clave para sobrevivir. Y todo esta bien, todo funciona correctamente, aunque como ya sucediera hace un par de años el juego sigue ofreciendo pocos incentivos reales para no limitarse a apuntar a la nuca, cargar con todo y repetir, repetir una vez tras otra hasta el día del juicio final.

El propio diseño de las misiones tampoco ayuda, y amén de la ya mencionada reutilización de escenas, assets y enemigos finales con peso en el argumento su planteamiento insiste constantemente en ese musou camuflado que en el fondo plantea Attack on Titan: mapas enormes, varios focos de atención simultáneos, misiones secundarias que siempre redundan en tomar un desvío de varias centenas de metros para salvar a un compañero en apuros y una selección de objetivos muy pobre que si no nos pide masacrar titanes sin más ni más lo hace con la excusa de defender una posición estratégica o escoltar a alguien. Si acaso, su único punto de giro viene de un concepto que de nuevo confunde calidad con cantidad y de nuevo vuelve a repetirse hasta la extenuación, aunque hay que reconocerle el saber aportar cierta tensión a unos enfrentamientos que por lo demás vuelven a caer en la más absoluta rutina. Hablo de los bosses que no figuran en ningún sitio, los que no aparecían en el anime, una colección de titanes más cabreados que la media que reconoceremos pronto por su aspecto postnuclear y por esas dos barras de progreso que, de nuevo, pronto nos cansaremos de ver. El sistema tiene que ver con agotar la segunda, la de resistencia, para poder pegarle bocados a la primera, y su implementación gira en torno (nunca mejor dicho) a las articulaciones del mostrenco, que esta vez sí nos veremos obligados a atacar por turnos, buscando unos puntos débiles que centellean de manera alternativa y que dejan al rival desprotegido si es que acertamos. Una idea nuevamente notable que el juego se empeña en estropear haciéndola servir de colofón a la práctica totalidad de las misiones, y que denota un exceso de confianza del que hablaremos más tarde.

Porque primero habíamos quedado en hablar de estadísticas, y de un componente que podríamos considerar cercano al RPG que el juego plasma primero al permitirnos crear un personaje propio y más tarde al bombardearlo con un montón de habilidades desbloqueables. El punto de giro, sin embargo, está en la manera de adquirirlas, y en algo parecido a un simulador social que estructura la antesala de las misiones y que en un principio entusiasma: poder echar la tarde charlando con los miembros del Cuerpo de Exploración ya es de por sí estimulante, y cualquier atisbo de variedad en lo que de otra forma sería una constante pulsación del botón triángulo se agradece con ganas. Sin embargo, y pese al nada desdeñable número de sistemas puestos en juego (hay un grado de reputación que puede invertirse en entrenamientos, en nuevas políticas para el cuartel o en bases de nivel avanzado, por ejemplo), la ilusión se desvanece pronto: los compañeros no son más que barritas de progreso que al final desbloquean nuevos ataques o aumentos para la salud, la aparente psicología que implican las conversaciones se reduce a adular a todo el mundo por igual y los entrenamientos se convierten en un trabajo forzado que recompensa con puntos nuestra capacidad de tolerar cinemáticas repetidas. Son solo eso, sistemas, mecánicas disfrazadas de seres humanos que no encierran un ápice de humanidad y que nuevamente el juego nos lanza en tromba, convirtiendo cada descanso del guerrero en una lista de la compra que se prolonga durante 45 minutos de conversaciones intrascendentes.

Por eso hablaba de exceso de fe. Porque a Omega Force le encantan sus propias ideas, y cree firmemente que si algo es bueno lo será doblemente si nos obliga a repetirlo dieciocho veces seguidas. Por eso aumenta constantemente la apuesta, por eso alfombra el patio de la academia con veinte iconos con la forma de un corazón que esperan una robótica palmadita en la espalda, y por eso a veces no sabe ver sus propias limitaciones. Por eso no teme lanzarse de manera suicida contra un titán que salta y tropieza y lanza patadas de molinillo mientras nos pide que ataquemos sus articulaciones, o nos planta con una cámara que sabe muy mejorable entre dos colosos que se muelen a palos. Y por eso, me temo, es mejor cuando sabe tranquilizarse, y cuando se convierte en algo más cercano a una bolsa de pipas: un titán, un salto, una baja, vuelta a empezar; cuando se conforma con ser un juego entretenido que solo funciona en partidas cortas. No es una meta demasiado ambiciosa, y quizá no justifique una segunda entrega, pero navegar el tipo de caos que a veces propone simplemente le queda grande. Hay a quien no, pero puede que estemos hablando de verdaderos titanes.

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