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Análisis de Puppeteer

Se abre el telón.

Puppeteer nada a contracorriente en el género de las plataformas, dominado por experiencias rápidas, compactas y pulidas hasta el brillo basadas en mecánicas de prueba y error con recompensas muy evidentes. En vez de eso el SCE Japan Studio se ha embarcado en una fábula barroca llena de pausas y con un diseño muy guiado y que confía, quizás demasiado, en su preciosa estética de trapo y cartón.

La historia de Kutaro, un chico convertido en marioneta que se embarca en un largo viaje -el juego dura de 12 a 15 horas- sirve de excusa para que desfilen docenas de personajes sacados del imaginario de los teatrillos infantiles. Antes y después de cada misión saltan a escena piratas, animales metálicos y brujas de larga nariz que gesticulan y gritan con esa entonación tan de plaza de pueblo. Los escenarios se ensamblan delante nuestro con piezas de atrezzo y siempre hay una continuidad escénica que empaca muy bien el diseño artístico de cada nivel; de hecho hasta vemos el telón y escuchamos las risas del público cuando alguien suelta una broma o gritos de miedo en los momentos de tensión. Puppeteer está a caballo entre una obra de teatro y un juego, y le da igual importancia a las pausas que nos ponen en situación y a los niveles que jugamos.

Todos los efectos especiales están recreados tal y como se haría en un teatro, de hecho; no hay lluvia ni nieve, sino luces que las simulan. Los personajes no son tanto ellos mismos como actores representándolos: hay veces que hasta escucharemos conversaciones del backstage: "¿Ahora a quién le toca entrar?", por ejemplo.

Puppeteer tenía un potencial que se ha perdido en interminables cinemáticas y mecánicas que evolucionan menos de lo que nos hubiese gustado.

Kutaro aprenderá a sacar un escudo, a pisar fuerte, a mover objetos y a lanzar bombas -nada que no hayamos visto ya.

Su principal problema es precisamente este, que se recrea demasiado en esta escenificación. Las interminables peroratas de esos secundarios son excesivamente cargantes y aportan poco a un mundo que ya se explica suficientemente bien él solo. Ni la historia ni sus personajes logran justificar el tiempo que nos piden que invirtamos en ellos y la jugabilidad queda descosida por la desesperación de esos interludios tan manieristas. No es que tenga un mal guión, a veces todo lo contrario, hay toques de humor que merecen la pena y una imaginación desbordante, pero sí que hay un evidente exceso de verborrea.

Ese barroquismo tan pomposo, pues, le sienta muy bien a la estética pero no tanto al diseño de los niveles, a la historia y a las mecánicas jugables. Cuando por fin conseguimos coger el mando estamos ante un plataformas en dos dimensiones muy clásico pero con alguna idea prometedora. Cada mundo tiene tres pequeños escenarios que acaban con un jefe final, y su estructura es parecida. Nuestra arma principal es el Calibrus, unas tijeras que cortan todo tipo de material y que sirven tanto para atacar a enemigos como para alargar nuestros saltos, y a medida que avanzamos aprenderemos nuevas habilidades que permiten la entrada de nuevos puzles.

Las batallas contra los jefes son algo decepcionantes y casi siempre giran alrededor de las mismas mecánicas y QTE.

En general, sin embargo, la jugabilidad evoluciona menos de lo que debería. Hay una mecánica que se basa en el cambio de cabeza de Kutaro: cuanto más avanzamos y exploramos más cabezas recogemos. Podemos llevar tres al mismo tiempo, y si algún enemigo nos toca o le damos a algo dañino perderemos la que llevamos puesta; si no la recogemos a tiempo la perderemos y solo podrán tocarnos dos veces más antes de morir.

Cada cabeza tiene un gesto especial, pero no afectan en casi nada al desarrollo de las pantallas y sirven, a la práctica, de coleccionables. A veces sí que nos llevan a unas inofensivas fases de bonus o nos dan alguna recompensa si activamos su gesto característico, pero poco más. Tampoco le sacamos todo el jugo a la hada que nos acompaña durante la aventura y que controlamos con el stick derecho: solo sirve para remover partes del escenario que, como mucho, soltarán un par de monedas. Te quedas con la sensación de que ahí había un potencial que no ha acabado de florecer. Tampoco con las tijeras, los niveles o los jefes, todos bastante predecibles y fáciles.

Puppeteer no es un mal juego, pero tampoco es brillante. Quizás la mejor forma de disfrutarlo sea en pequeñas dosis y teniendo en cuenta que la historia que nos explica está pensada y representada para un público infantil; es un cuento quizás demasiado largo pero con unos dibujos muy bonitos.

6 / 10

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