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Análisis de The Legend of Zelda: Skyward Sword

Una clase magistral de diseño de videojuegos.

Cada vez que sale un nuevo juego de la serie The Legend of Zelda es una celebración: las aventuras de Link y compañía no sólo son una de las banderas de Nintendo, sino que es tradición que, además, marquen puntos de inflexión en el género y se conviertan por mérito propio en los mejores juegos de las consolas donde aparecen. En el caso Skyward Sword la celebración es doble: no sólo es el primer Zelda de sobremesa que podemos jugar en cinco años, sino que además sale a tiempo para celebrar el vigesimoquinto cumpleaños de la saga. El momento, es compresible, es importante para Nintendo.

Y no sólo para Nintendo: si me pidieran que citara una serie de juegos con una legión de seguidores apasionada y activa y que haya dado lugar a una imaginería rica y casi inmortal, creo que lo primero que me vendría a la cabeza es Zelda. No es baladí que Metroid, otra franquicia de Nintendo tremendamente querida y respetada, haya cumplido 25 años y no esté recibiendo tanto bombo como Zelda: lo que Miyamoto, Tezuka y, sobre todo, Aonuma han conseguido con Zelda, creando durante más de dos décadas juegos tan influyentes, definiendo y redefiniendo constantemente las bases de un tipo de aventura muy concreta y de cuya corona han sido siempre dueños, es importante.

Skyward Sword es una respuesta interna al, para muchos, mejor juego de la historia: Ocarina of Time, el Zelda que en 1998 revolvió al mundo entero con su épica historia de viajes en el tiempo. La base en este caso es la misma, como lo ha sido siempre desde 1986: las fuerzas del mal se llevan a Zelda, y Link tiene que salir a salvarla en un viaje iniciático que le lleva a descubrir, explorar y conocer un mundo nuevo y lleno de peligros y retos. Que este punto de partida lleve funcionando veinticinco años no es una cuestión de casualidad, ni se puede culpar a Nintendo por repetirlo una y otra vez: los Zelda son juegos sobre el descubrimiento, sobre la curiosidad y la valentía y el triunfo del bien sobre el mal; sentimientos profundamente arraigados en el ser humano que nunca, por nuestra propia seguridad, dejarán de estar vigentes.

Skyward Sword es un juego de Wii que sólo tiene sentido en Wii, sólo puede existir en Wii y, de paso da pleno sentido y razón de ser a la consola

Decía que Skyward Sword es una respuesta a Ocarina of Time porque la marca que se autoimpusieron en Nintendo con ese juego es, imagino, la que toman como referencia cada vez que hacen un nuevo juego de la serie. Aonuma, el director de los Zelda, ha contado en esta ocasión con un aliado de primera para volver a sorprendernos como lo hizo Ocarina of Time: el Wiimote. Del mismo modo que Twilight Princess acabó algo más desangelado de la cuenta precisamente, aunque también por algunas malas decisiones de diseño, por un uso demasiado pobre del mando de Wii, en Skyward Sword ocurre todo lo contrario, y no sólo resulta imposible echar de menos un mando tradicional mientras se juega sino que en el fondo resulta inevitable tener la sensación de que nos sentiremos raros al volver a jugar a un Zelda con otro método de control; Skyward Sword es un juego de Wii que sólo tiene sentido en Wii, sólo puede existir en Wii y, de paso (y varios años tarde), da pleno sentido y razón de ser a la consola.

A pesar de que ya habíamos visto ejemplos de buenos usos del mando de Wii, nunca habíamos visto un despliegue tan enorme, maravilloso y mágico de creatividad y buen gusto a la hora de aplicar el control gestual. Skyward Sword es un juego en un sentido tan amplio que a veces parece increíble: durante las muchas horas que pasamos en el enorme mundo, nunca dejan de sorprendernos con nuevas mecánicas y puzzles tremendamente ingeniosos y divertidos, y, aunque suene un poco raro recalcar esto como una virtud, nunca dejamos de jugar. El juego tiene un buen número de capas jugables, desde la mecánica general (exploración-comprensión del problema-resolución-repetición con variaciones-victoria) hasta los microdiseños jugables que suponen cada enemigo, cada pequeño puzzle que tenemos que superar para salir de una habitación cerrada; incluso algo tan icónico de la serie como es el abrir la puerta que nos conduce al enemigo final de la mazmorra está ahora adornado con una mecánica jugable muy bien pensada.

Las mazmorras, hablando de elementos icónicos de la serie, es otro de los puntos que no podían fallar en este nuevo Zelda; no lo hacen, afortunadamente, y de hecho sorprende cómo han conseguido sacar las mazmorras fuera de su territorio natural: en las primeras horas de juego nos llamará la atención cómo han reducido el tamaño de los templos, hasta que te das cuenta de que ahora todo el tramo anterior también se desarrolla como un gran templo. Los diferentes mundos en que se divide el juego son enormes mazmorras en las que nos adentramos desde el momento en que nos lanzamos de nuestro pelícaro (ese enorme pájaro rojo con el que surcamos los cielos) para descender a las tierras inferiores, la zona inferior del mundo de la que los habitantes de Altaréa, el cielo, no saben más que lo que cuentan las leyendas: que está invadida por el mal y que sólo un héroe elegido puede bajar a ella.

Además de por su brillante diseño, que anima a probar todas las posibles soluciones pero que sólo acepta una (me gusta referirme a esto como momentos Zelda: estar durante un buen rato atascado en un puzzle y encontrar la solución en ese punto dulce en el que la frustración todavía no ha llegado y la satisfacción que nos da dar con la solución está en su pico máximo), las mazmorras también destacan por lo bien que funcionan con los objetos de nuestro inventario. Algunos de ellos son viejos conocidos (no podían faltar las bombas y el arco, por ejemplo) pero otros son totalmente nuevos y demuestran que todavía hay margen para la innovación en una serie de bases tan marcadas como Zelda: funcionan de maravilla y, como todo lo que cae en manos de Link en este juego, aprovechan el control del mando de Wii de una manera impecable. Aonuma, de nuevo, demuestra maestría con estos nuevos gadgets.

Antes hablábamos de esos cimientos de chica en peligro y chico que sale al rescate y salva a la chica que han caracterizado a toda la franquicia desde hace veinticinco años. En Skyward Sword no todo es como de costumbre: la relación entre Link y Zelda es un poco distinta a la habitual y los personajes que encontramos, tanto villanos como aliados, invitan a seguir la aventura a un nivel un poco más profundo que en otras entregas. Es quizá el primer Zelda con una historia que se puede defender por sí sola, y que indaga (de una forma muy velada y ligera: no olvidemos que es un juego para toda la familia) en temas a los que no nos tiene habituados y que seguro darán mucho juego para aquellos que quieran hacer lecturas después de terminar la aventura.

Tampoco faltan los momentos emotivos, emocionantes y sorprendentes, que mueven al jugador a seguir jugando pero nunca en mayor medida que las partes jugables; son dos elementos (jugabilidad y narración de la historia por medio de diálogos y cinemáticas) que se funden en una experiencia cuya perfección está fuera de toda duda. Los momentos emocionantes se reparten, además, entre lo jugable y lo cinemático: hay vídeos que nos atacan directamente al corazón, sí, ayudados en parte por, por ejemplo, la música (que quizá de primeras no alcance el nivel de anteriores Zeldas, pero que con todo es realmente fabulosa; tengo la teoría, además, de que la banda sonora de Zelda se revaloriza con el tiempo: dentro de un año veremos qué tal la de este), pero también hay momentos jugables que pueden ablandar al más pintado: ya lo he comentado en otras ocasiones, pero las reacciones de un niño al momento en que retiramos la Espada Maestra del pedestal podrían rivalizar en popularidad con la de aquel al que le regalan una Nintendo 64, si alguien lo subiera a YouTube.

Una clase magistral de diseño de videojuegos, una glorificación de un modo de entender el entretenimiento interactivo con raíces en el pasado, los pies en el presente y la mirada en lo que todavía está por venir

Va más que sobrado en lo audiovisual, entonces; aunque resulta casi ofensivo fijarse en los gráficos en un juego como este, Skyward Sword tiene una dirección de arte que puede gustar más o menos (a mí, personalmente, me parece sensacional; tantos los personajes como los entornos, preciosistas y llenos de color, son una gozada para la vista), pero técnicamente lleva Wii hasta el límite. Algunos efectos de iluminación, por ejemplo, son de esos que sólo Nintendo sabe conseguir al explotar su hardware, como ya pasaba con algunos detalles de Super Mario Galaxy, y en todo momento la consola mueve el juego sin problemas por muy amplio que sea el mapa. A medio camino entre conseguir esta fluidez y dar un toque impresionista a la dirección de arte, a medida que los elementos en pantalla se alejan de nuestro personaje se comienza a mostrar un efecto puntillista muy bonito, que va muy bien con todo el arte del juego.

Si analizado por partes casi todo en Skyward Sword es magistral, visto en conjunto las aristas que podrían necesitar un poco de pulido (sólo un poco: no hay prácticamente nada en el juego que haya considerado, como mínimo, muy bueno, y sólo ha sido así en contadísimas ocasiones) se disuelven para dejar paso a lo que realmente es esta última leyenda de Zelda: un conjunto perfecto, una clase magistral de diseño de videojuegos, una glorificación de un modo de entender el entretenimiento interactivo con raíces en el pasado, los pies en el presente y la mirada en lo que todavía está por venir. Llevo muchos años jugando a Zelda; tantos, que apenas guardo recuerdos claros de la primera vez que jugué. Hacía diez años que no me entusiasmaba tanto, que no sentía con tantísima intensidad esa alegría de estar dedicando mi tiempo a un juego feliz, un producto fuera del tiempo, que sale ahora pero que vivirá, como siempre ha pasado con la saga Zelda, tanto como vivan sus jugadores. Si el objetivo de Nintendo era conseguir superar a Ocarina of Time, desde aquí solo puedo ponerme en pie y aplaudir, porque lo han conseguido, y creedme: no es un trabajo sencillo.

10 / 10

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