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Las falacias del videojuego

Segunda falacia

Hace un par de semanas decidí dar rienda suelta al feroz ataque de gafapastismo que suele invadirme cuando llegan los sofocos estivales, comenzando una serie de artículos en los que, bajo el pretencioso título Las Falacias del Videojuego, procuro desmontar una serie de afirmaciones que, en mi opinión, no son ciertas o al menos requieren una cierta matización. Puesto que las temperaturas siguen ascendiendo y la fiebre gafapasta no parece remitir, ha llegado el momento de atacar la segunda de esta ristra de mentiras:

El videojuego es arte

En este momento les rogaría a todos ustedes que tengan a bien dejar el cuchillo de cocina en su sitio y que no deslicen aún el scroll lateral hacia abajo para postear un comentario kilométrico acerca de mi persona y familiares más directos. El hecho de presentar como una falacia tal afirmación no deja de ser en realidad un sucio y mezquino intento de captar su atención, un recurso periodístico extraído directamente del libro de estilo de News of the World. En realidad creo que un videojuego sí puede llegar a ser arte, pero también opino que cuando se plantea este tema normalmente no se enfoca la cuestión de forma correcta.

Hablar de arte es algo que suele hacerse en términos extremadamente serios y formales. Digamos que uno al hacerlo siente la tentación de ponerse muy digno y adoptar un tono trascendente o rimbombante. No obstante yo creo que el arte tiene más que ver con el sentimiento o la emoción que con otra cosa, es decir, se trata, bajo mi punto de vista, de lo más opuesto que hay al pensamiento racional o al intelecto. Quiero decir con esto que en términos generales el arte se mueve más en el terreno de las sensaciones que en el de las ideas. Quizás precisamente por ello sea un tema complicado de abordar desde la lógica y en el que puede resultar extremadamente difícil llegar a ponerse de acuerdo.

Hoy en día las novelas de Sherlock Holmes se tienen, con razón, por clásicos incontestables de la literatura, pero en su momento el propio autor, Sir Arthur Conan Doyle, las consideraba obras mediocres y representaban para él trabajos puramente alimenticios a los que se veía en la necesidad de acudir para poder pagarse la hipoteca. Al parecer este magnífico escritor terminó incluso hasta el moño de la figura del famoso detective inglés y esclavizado en cierta medida por la criatura que él mismo había tenido el talento de crear. Con este ejemplo pretendo señalar que si el carácter artístico de una obra es una cuestión oscura o dudosa para el propio autor de la misma, entonces hablar de arte ha de ser algo terriblemente complicado. Un terreno pantanoso en el que, en última instancia, quizás lo único importante sea la opinión que cada uno se forme de una obra determinada atendiendo a las emociones que ésta logre transmitirle.

Desde este punto de vista considero que cualquier actividad humana, por cotidiana que sea, puede llegar a tener cierto valor artístico. Es decir, que sin llegar a alcanzar evidentemente un nivel equiparable al de William Shakespeare o de Plácido Domingo cantando el Nessum Dorna, sí pueda ser capaz en un momento dado de generar cierta emoción, siempre que se realice con las dosis necesarias de talento, gracia, duende o… arte.

Desde hace años suelo visitar a mis padres los domingos. Mi intención es la de verles y charlar con ellos, pero además, para que vamos a engañarnos, la de degustar la paella con que normalmente nos obsequia mi madre ese día. Aunque suelo llegar con tiempo suficiente como para hacer el aperitivo con mi padre, en ocasiones él no se encuentra en casa, por lo que me refugio en la cocina. Mientras mi madre se afana con el guiso y charlamos sobre cómo ha ido la semana, me tomo una cerveza y el olor a comida hace que sienta un hambre que no cambiaría ni por todo el oro del mundo. Con los años los gestos de ella han perdido la agilidad de la juventud, pero en ellos sigo reconociendo los ademanes y la maestría que apreciaba de niño, cuando rehogaba el sofrito, echaba arroz o añadía más agua si era menester. Es decir, aprecio en ella un estilo, una forma de hacer las cosas que podrá ser mejor o peor, pero que nunca he visto en ninguna otra persona y que, además, me recuerda a mi infancia. Por no hablar de que la paella le sigue quedando cojonuda a día de hoy. Con esto quiero decir que la imagen de mi madre cocinando puede tener para mí mayor valor artístico que la contemplación de un cuadro, en tanto en cuanto es capaz de transmitirme lo que acabo de comentar.

También es posible encontrar algo de arte en actividades menos amables que las culinarias. Si se atizan bofetadas con la gracia o el salero suficientes, uno puede llegar a ser un experto en artes marciales. La escena de dos tipos abriéndose el cráneo sobre un cuadrilátero puede constituir un espectáculo realmente conmovedor, pero si nuestro asiento está situado en primera fila y unas gotas de sangre vienen a caernos justo en el rostro, quizás surjan en nuestro ánimo ciertas dudas acerca del carácter artístico de dicho espectáculo. Para evitar que un percance de estas características pueda enturbiar nuestra opinión, siempre podemos recurrir a la ficción y contemplar el siguiente video a salvo de salpicaduras:

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Esta grabación lleva ya años circulando por internet y cada vez que la veo no puedo dejar de preguntarme lo siguiente: si hay gente para la que es arte lanzar un cubo de pintura sobre un lienzo, el gol de Maradona a Inglaterra en México 86 o el simple hecho de ver a su madre cocinando una paella un domingo por la mañana, ¿por qué no va a serlo esa impresionante demostración de talento que se aprecia en el video? Al fin y al cabo hay muy pocas personas en el mundo capaces de hacer lo que ahí se ve.

La primera vez que acudí a una galería de arte no era más que un mocoso. Recuerdo que en el barrio había varias y en ninguna de ellas cobraban entrada. En su interior no había cuadros o esculturas, pero los sábados por la tarde exponía sin falta Luismi. Todos le llamaban Conejo, "Cone" para abreviar, porque tenía unos incisivos desproporcionados. Pese a que un día apareció sin uno de ellos, nunca consiguió desprenderse del mote. Cuando Cone introducía una moneda en el Ghosts 'n Goblins era el momento en que comenzaba la función. Todos nos apiñábamos alrededor suyo para contemplar su habilidad a los mandos. En esa recreativa he visto partidas realmente memorables gracias a ese chaval de dentadura irregular. He de decir que Cone siempre fue un tipo extremadamente generoso y nunca cobró entrada ni derechos de autor. Ni tan siquiera llevaba publicidad en la ropa. Pese a su enorme talento no recuerdo haberle aplaudido ni una sola vez en mi vida. La gente de los recreativos siempre ha sido respetuosa con los virtuosos, pero nunca agradecida. Esta circunstancia quizás obedezca al hecho de que todos aquellos que contemplábamos embelesados cómo Sir Arthur se convertía en un guerrero invencible cuando la moneda había salido del bolsillo de Cone, éramos al mismo tiempo artistas que, al sabernos inferiores, preferíamos asistir al espectáculo en riguroso silencio.

¿Es el videojuego arte? Cuando me formulan una pregunta para la que no tengo repuesta o me resulta difícil hallarla, procuro encontrarla por analogía: ¿Es el ajedrez arte? Quizás no exista juego más profundo y complejo que este. Muchos expertos en educación infantil defienden incluso su enorme potencial pedagógico y lo recomiendan como asignatura obligatoria. Realmente unas piezas talladas con maestría pueden ser una auténtica pieza de museo, al igual que los gráficos, historia, etc. de un videojuego. Pero cuando preguntamos si el ajedrez es arte la pregunta va dirigida al juego en sentido estricto, no al tablero. Si comprendemos esto hallaremos fácilmente la respuesta: depende quién juegue. Si soy yo, rotundamente no, pero si juega Adolf Anderssen entonces la cosa cambia.

Al igual que opinan los grandes gurús de la industria, siempre he pensado que el videojuego no es arte en sí mismo. Cuando compras un título tan sólo adquieres una compilación de ceros y unos petrificada en la superficie de un disco. Ciertamente en el caso de una película o un cd de música sucede algo parecido, pero una vez pulses el botón play la obra cobrará vida ante tus ojos o en tus oídos. En el caso de un videojuego eso no es suficiente: sin alguien manejando un pad, cualquier juego permanecerá detenido, muerto. Un desarrollador de videojuegos, al igual que un fabricante de tableros de ajedrez, puede hacer arte con el envoltorio, pero, hablando de jugabilidad en sentido estricto, no crea obras artísticas, aunque sí los mimbres necesarios para hacerlas. De la calidad de esos mimbres dependerá en buena medida la posibilidad de crear algo sublime, pero ese es un trabajo que te corresponde a tí. Te resultará más sencillo lograrlo con Street Fighter que con Nintendogs, salvo que seas, como yo, demasiado torpe con el pad. Eso sí, si eres un auténtico artista, quizás puedas llegar a tocar el cielo con la punta de los dedos.

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Equipo Game Over: Redactor de Game Over. Su primera partida fue al Space Invaders y lleva escribiendo sobre lo que juega desde hace un par de años. Aunque no le hace ascos a nada, le gusta especialmente el rol. Los juegos musicales, de lucha, deportivos y de conducción le aburren a los dos minutos. Aparte de los videojuegos le apasiona el cine, la literatura y el cómic.

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